sábado, 21 de diciembre de 2013

Limón



La vio envuelta en limón y se enamoró perdidamente de ella. El sentimiento le sobrevino con pasmosa rapidez; al menos eso fue lo que tiempo atrás dijo Juan Águila cuando me relató este peculiar pasaje de su vida. Hace años que no veo a mi viejo amigo y tampoco sé nada de él, no resultaría descabellado afirmar que ya pertenezco a su pasado remoto; pero, como últimamente he leído su nombre y apellido en numerosos titulares de prensa, y actualmente parece gozar de cierta inusitada popularidad, ha vuelto a mi memoria el hecho que a continuación narro. Éste me fue contado, como ya aseguraba más arriba, por el propio protagonista y, sin obviar el carácter baladí y trivial del asunto en sí, creo que su revelación ayudará, a la persona que se vea impelida por la curiosidad y lea hasta el punto final de este escrito, a conocer un poco mejor el carácter impredecible y mutable de Juan Águila, hombre capaz de todo pero perturbadoramente tendente a la nada más absoluta.

Empezaba el texto señalando el origen abrupto y fantasioso de la pasión que embargó a mi amigo. Y es que una noche, para nada distinta de las precedentes, Juan soñó con ella y su razón quedó prendada, atada al recuerdo del primer vistazo. Según las palabras que me dirigió, en mitad de la bruma gris y granulosa de su inconsciencia surgió una figura de rasgos y contornos difusos, una silueta de mujer que bailaba sola con la vertiginosidad de una peonza. Y estaba envuelta en limón, de este modo me refirió el detalle que tanto le cautivó. Cuando le pedí mayor aclaración, Juan Águila procedió a describirme lo que yo fabulé en mi cabeza como un vestido de color amarillo intenso, plagado de pliegues y molduras, una prenda de incontenible vuelo y asombrosa belleza. Sus palabras sobre aquel (para mí) intrascendental suceso onírico resultaban vívidas y especialmente inspiradas. Me comentó, asimismo, que durante toda la duración del sueño se limitaba a contemplarla; la veía danzar eternamente con gráciles ademanes mientras él filmaba ocularmente un improvisado plano secuencia.

Parece ser que, a la mañana siguiente, despertó Juan todavía preso del amor emanado del subconsciente. En esas se hallaba, intentando afrontar su rutina cotidiana mientras su ser se rebelaba y le instaba a regresar a la esfera del sueño, cuando quiso la fortuna que al salir de casa rumbo a la facultad se diese de bruces con una chica que hacía lo propio (es decir, que también abandonaba su bloque), sólo que procedente de un portal al otro lado de la calle, e iba envuelta en un llamativo y colorido vestido amarillo limón. La coincidencia no pasó desapercibida para Águila que, anonadado, la observó marchase hacia el Oeste con pasos decididos. Una vez la hubo perdido de vista, Juan se quitó las gafas y las limpió a conciencia, usando la tela de su camiseta como gamuza. No daba crédito.

A mí aquel encuentro se me antojó en su momento (y ahora también se me antoja, no he cambiado de parecer) como totalmente casual, nada a lo que deba dedicarse ni un ápice de atención. Sin embargo, mi amigo me confesó que para él no fue tan sencillo. Surgió en su sentir el germen de una idea absurda pero que, ante la propensión evocadora de Juan, cobró fuerza: no había sido una coincidencia verla por primera vez después de haber soñado la noche anterior con una preciosa bailarina envuelta en limón. Jamás me atrevería a concluir que Águila tenía fe en el destino o en la convergencia de los astros, por decirlo de alguna forma medianamente comprensible. Mas de sus palabras, y por lo que le conocía o, mejor dicho, por lo que le conocí (llevo años sin tratarme con él, ya lo he indicado), deduje que sus pensamientos albergaban cierta creencia en lo premonitorio de su sueño. Incluso, como era aficionado a escribir y su mente recorría a veces la senda de lo imaginado y lo fabulado, apostaría a que Juan en más de un momento sintió que aquella chica del portal de enfrente había escapado de las invenciones de su cabeza, que un poder ignoto le había dado forma y corporeidad la misma noche que él la había contemplado danzar mientras su cuerpo dormía.

Si tal ramillete de incoherencias brotó de su raciocinio tras haberla visto tan solo una mañana, qué no sintió cuando al día siguiente se repitió el encuentro y los dos abandonaron al mismo tiempo sus respectivos hogares y ella, de nuevo, llevaba una prenda amarilla, en este caso un sombrero. Nada de todo aquello lo había soñado Juan, ni mucho menos pensado; pero a él no le importaba ya que, como me dijo, había sembrado sus embelecos a raíz de la primera visión que tuvo de la chica. En su cabeza una fórmula matemática imposible había cuadrado y, desde ese instante preciso, decidió actuar en consecuencia.

Y cada mañana ambos se encontraban, casualmente coincidentes, y ella jamás dejaba de portar un elemento amarillo, del intenso amarillo del limón: bufanda, bolso, chaqueta, jersey, blusa, botas y hasta gafas de sol. A cada nuevo descubrimiento más se convencía Juan de lo fabulado por él, de lo ya decidido, de toda la presuntamente compleja situación.

Además, las fugaces visiones de ella se extendieron no sólo en el tiempo (ahora se la cruzaba a cualquier hora del día), sino también en el espacio. Por tanto, se la topaba de frente por todo el barrio, desde la farmacia y el vetusto videoclub hasta en la panadería y el estanco, incluyendo cafeterías y el supermercado; volviendo completamente inevitable que Juan Águila le dirigiese la palabra e iniciase un creciente trato de cordialidad y confianza.

De no haberla visto nunca, después de llevar años viviendo en la misma casa sin haberse mudado, a no dejar de hallarla jornada tras jornada. A mi amigo le parecía ésta una sucesión de hechos difícil de asimilar y explicar salvo mediante su cada vez más afianzada creencia en lo premonitorio de su sueño, que le comenzaba a parecer una visión del futuro. Cuando me refirió Juan este pasaje vital, en la actualidad perdido dentro del territorio de lo pretérito, indicó que poco a poco fue conociendo detalles de la joven. Eran cortas las charlas que mantenían cuando se cruzaban, pero a través de ellas supo su nombre, que acababa de concluir su carrera, que había bailado durante años (¿de nuevo coincidencia?), que su familia residía en otra ciudad… E innumerables detalles que le fascinaron y enamoraron.

Finalmente, Juan se atrevió a invitarla una noche. Le propuso salir a tomar algo y conocerse mejor. Y ella aceptó encantada. Y, lo que es peor, la cosa fue de maravilla. Digo lo que es peor porque, si antes he obviado la actitud levemente obsesiva de mi amigo con su fijación por el sueño y el amarillo limón, a partir de este punto de la historia me cuesta horrores mostrarme imparcial y no juzgar severamente el comportamiento de Águila; en fin…

Antes escribía que aquella no denominada cita transcurrió de forma fantástica. Los dos encajaban y compartían intereses comunes. Por lo que me contó mi amigo eran sorprendentemente similares. Creo que hasta mencionó el denostado término ‘almas gemelas’. Por supuesto, como cierre perfecto a todo el capítulo, ella acudió a la velada envuelta en su más que mencionado vestido de color limón.

Y quedaron en verse de nuevo muy pronto, pero Juan nunca la llamó ni se dignó a coger el teléfono cuando ella quiso contactar con él. Además, me confesó mi amigo, dejó de toparse con ella por las calles y establecimientos del barrio. El amarillo limón tan llamativo y cantoso que siempre había captado su atención, de repente, había desaparecido o se había vuelto transparente a sus ojos, escondidos detrás de las gafas de ver.

Cuando yo, armado de valor y aterrado porque adivinaba el tipo de contestación que iba a recibir, le pregunté por qué no había salido más con aquella chica tan maravillosa, simpática, guapa y compatible con él; Juan Águila sonrió complacido y se adentró en la narración de un sueño nuevo que había tenido, una visión onírica en la que él no empleaba sus ojos azules para filmar en plano secuencia a una hermosa bailarina de rasgos difusos envuelta en limón, sino que en esta ocasión él se convertía en el único espectador de un hipódromo desconocido y allí, en medio de las desiertas gradas, contemplaba la carrera solitaria de un poderoso caballo montado por una etérea amazona; y toda la escena bullía dentro de un ambiente marrón, una tonalidad castaña idéntica al color de la melena de su nueva vecina, la chica recién instalada en la tercera planta. Este fue el abrupto y fantasioso final del relato de mi amigo y, desde aquel día, me juré que no preguntaría nada más al impredecible y mutable Juan Águila, hombre capaz de todo pero perturbadoramente tendente a la nada más absoluta.

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo:


Pd: detrás de la concepción de este relato -> "She wore lemon", tema 'Lemon', de U2, disco 'Zooropa'. Enlazo el videoclip:

'Rebobina': ¡Quinta entrega!



5
Extracto de un correo electrónico enviado por Alejandro Gutiérrez.
Julio, 2013.

Si he de escribir sobre Juan Águila, no tengo más remedio que retrotraerme a la excéntrica noche en la que, al igual que haría un par de meses después, para pedirme el favor de que compusiera estas líneas, vino a mi casa sin previo aviso y me dijo “cámbiate que vamos a cenar fuera, ¿te apetece?”. La pregunta final parecía sugerir que mi amigo me estaba ofreciendo o proponiendo que saliésemos a cenar algo y ponernos al día (llevábamos unas semanas sin vernos), pero yo bien intuí, y lo supe además nada más abrir la puerta y encontrármelo en mitad del oscuro descansillo (por qué no enciende la luz cuando sube por las escaleras; es más, por qué sube siempre a mi apartamento por las escaleras, ¡si mi bloque tiene ascensor!), con la gabardina colgando de desigual manera de sus delgados hombros y el gesto cansado y entusiasta, una extraña combinación…

Les decía que yo bien intuí que no me estaba invitando a nada, sino que se encontraba convencido de que le iba a acompañar a donde fuera que tuviese pensado llevarme. De modo que, a pesar de tener mi cena, una triste tortilla de ajetes entre dos escuálidas rebanadas de pan, enfriándose sobre el poyo de la cocina, obedecí y entré en mi cuarto, para salir cinco minutos más tarde con los vaqueros ya puestos (adiós al gastado chándal de estar por casa) y una chaqueta en la mano, por si refrescaba luego y la camiseta no me abrigaba lo suficiente. En esta ciudad el tiempo cambia de un momento a otro.

Bajamos en el ascensor sin mediar palabra. Tuve que volver a subir al apartamento porque con las prisas me había olvidado la cartera y también el móvil, y sólo había cogido las llaves (menos mal, por cierto, o me habría quedado en la calle). Juan me esperó abajo. No quiso subir de nuevo. Al salir del portal, me lo encontré recostado junto a una farola cercana. Jugueteaba con el móvil entre sus manos. Cuando reparó en mi presencia, cada vez más próxima, se lo guardó en un bolsillo interno de la gabardina y me dijo que anduviéramos hasta su coche. “Está a la vuelta de la esquina”, dijo. Su voz me sonó un poco ida, puede que algo ausente; tal vez no fue nada… A veces cuesta horrores explicar con palabras las sensaciones que uno ha experimentado o que experimentó.

Escribía que cuando me sintió llegar a su posición, Juan guardó el teléfono, por tanto, no alcancé a ver qué trasteaba en el aparato. Sí que creo que consultaba algo y el fugaz vistazo que logré echar, imposible jurarlo a ciencia cierta (no tuve tiempo), me hizo pensar en un mapa o algún tipo de representación gráfica. Caminé anexo a mi amigo en silencio, cavilando y tratando de adivinar qué me deparaba la noche, hasta su auto, un Renault Mégane de color gris, adornada la luna trasera con una alargada pegatina que recordaba los dos primeros títulos mundiales de Fernando Alonso en la Fórmula Uno, 2005  y 2006.

Se disponía a subir cuando Juan pareció recaer en algo y no se adentró en el coche, lo rodeó y me indicó que me bajase, yo ya me había sentado en la posición del copiloto. “Conduce tú, Ale”, fue su única aclaración. “¿Y eso? ¿Quieres que lo lleve yo?”, no pude evitar preguntarle. Mi amigo me miró y apostaría a que dudó, a que, por un momento, no supo qué decirme. Miró a los lados, no había nadie, a esa hora de la noche (eran más de las diez) y en lunes no es común ver gente andando por las calles de Teatinos; sí que llegaba ruido de risas y charla del interior de los bares cercanos. Satisfecho o, al menos, convencido de que nadie estaba cerca de nosotros, Juan por fin se dignó a responderme y comentó: “Es una larga historia, por favor”. A secas.

O aquella anoche me encontraba especialmente dócil o una vez más mi amigo (creo que ya les conté a ustedes algo de acerca de su capacidad para crear misterio) había conseguido inocularme una dosis letal de curiosidad que me hacía querer saber qué lo tenía tan raro y silencioso, a dónde pretendía llevarme; básicamente, qué le pasaba. El caso es que me plegué a su petición y, un par de minutos más tarde, pasábamos junto al Hospital Clínico y nos disponíamos a abandonar Teatinos, sentido Málaga.

Entonces Juan, que aún no se había abrochado el cinturón de seguridad y desordenaba la guantera en busca de algo que no conseguía encontrar, me indicó que tomase la ronda de circunvalación. “¿Hacia el recinto de la feria?”, le pregunté. “Sí…”, respondió con el piloto automático, de forma (otra vez) ausente, mientras su cabeza estaba concentrada en su infructuoso rastreo; no sé cuántos papeles debía de tener guardados dentro de la pequeña guantera del Mégane. “Vale, pero ponte el cinturón, tío, que vamos a meternos en la autovía”, le ordené o le pedí, ni siquiera sé en qué tono le dije esto, porque bastante tenía yo con hacerme con los mandos de aquel coche que no había conducido en mi vida. Lo que no se haga por un amigo. “Ahora, ahora; claro, tío; pero tú asegúrate que te incorporas dirección Cádiz, no Almería”, y así comprobé, para mi sorpresa, aunque algunas sospechas ya me habían rondado la cabeza, que no íbamos hacia Málaga ciudad. Por si fuese poco, encima nos empezó a llover…

Ahora que es de día (aunque ya por la tarde) y estoy sentado de forma confortable frente al ordenador y, entre pequeños tientos a la taza de café, tecleo lo que ustedes están leyendo, y empiezo a ver lejanos los sucesos de aquella noche que viví al lado de mi amigo Juan Águila, lo que los difumina en mi olvidadiza memoria y me permite alguna licencia o adorno (será mínimo, ya que no deseo incumplir mi compromiso con el narratario), me gusta pensar que el cielo lloraba de risa en las alturas y por eso nos llovió. El firmamento se desternillaba de nosotros o puede que no, que sólo se carcajease de mí, secundado por la risa de Juan, ahogada y sepultada dentro de la guantera.

No llegamos hasta Cádiz. El trayecto en coche fue mucho más breve, aunque se hizo, a mí al menos así se me hizo, asombrosamente largo. Procedo a explicarme. Bajo una apremiante lluvia, conduje en silencio por la ronda de circunvalación hasta el Palacio de los Deportes Martín Carpena. Allí abandoné la autovía y, a petición de Juan (me alegró sobremanera ver que había cerrado la guantera y estaba quieto en su asiento, con el cinturón de seguridad ya abrochado), me interné por la antigua carretera de Cádiz, la cual pasaba y todavía pasa junto al aeropuerto.

Velozmente, empezaba a familiarizarme con los pedales del Mégane y el tráfico brillaba por su ausencia; cruzamos varios concesionarios y, tras dejar atrás una gasolinera y la entrada al polígono de La Azucarera, enseguida nos encontramos atravesando la desembocadura del Guadalhorce. Las luces de la torre de control parpadeaban ante nosotros, pequeños flashes intermitentes desenfocados por la cortina de agua. Juan, que su inactividad había resultado ser excesivamente efímera, encendió la luz interior del coche y un torrente amarillo nos cayó sobre las cabezas. El río era una insondable mancha negra a nuestra derecha. Entonces, desplegó mi amigo un mapa y su dedo índice (el izquierdo, ya que Juan es zurdo) inició un errabundo recorrido entre las cuadrículas de lo que parecía un vetusto y desfasado mapa de carreteras.

Las esquinas arrugadas y vueltas hacia arriba me hicieron compadecerme de Águila, por lo que le pregunté: “¿Adónde vamos? Porque pareces perdido”. “Nada de eso, nada de eso, Ale…”, me respondió y esta vez sí que percibió mi imperiosa necesidad de información extra, de modo que añadió: “Todo recto vamos bien. Cuando vayamos a pasar Torremolinos te indico”, y volvió a imbuirse en su exasperante silencio. Dicho silencio me hizo reparar por primera ocasión en la música que sonaba de fondo, tan bajo se oía que no me había percatado de ella hasta ahora. Miré la radio. “TRACK 10”, leí, al lado de un poco imaginativo y pixelado dibujo de un CD, en la pequeña pantalla del aparato de música. “¿Qué suena, Juan?”, inquirí. “Es Tom Waits, ‘Rain Dogs’”, y yo me reí como un loco. Aquello era realmente maravilloso, cómo no había imaginado el título de la canción. Hubiese sido difícil encontrar una banda sonora mejor para nuestra situación. “Muy apropiado, insuperable”, le espeté a mi amigo al tiempo que un cartel anunciaba que estábamos adentrándonos en Torremolinos y la lluvia ofrecía una tregua. Divisé un claro en el cielo y eso me hizo albergar cierto grado de esperanza...

Minutos más tarde estacionaba el auto en una amplia calle que, entre grandes hoteles y bloques de apartamentos, corría paralela al paseo marítimo. Juan me había guiado hasta esa zona turística próxima al mar. Con anterioridad yo ya había transitado esa parte de la costa, aunque no recordaba mucho de ella. Sabía que a algo más de un kilómetro hacia el norte se extendía el barrio pesquero de La Carihuela.

Nos apeamos del coche y mi amigo camino decidió hacia la otra acera. De milagro se libró de que una furgoneta, que rodaba veloz, le atropellase. Él no pareció inmutarse de tal amago de fatalidad. Un suelo empapado por la lluvia caída hacía resonar nuestras pisadas en medio de una atmósfera nocturna de luces difusas y anaranjadas. Pasamos de largo ante un bar belga y también delante un chino. El litoral malagueño se encuentra atestado de locales pertenecientes a extranjeros instalados en la provincia que, además, atienden casi exclusivamente a clientes foráneos.

En el tercer local, en cambio, nos detuvimos. Águila me dirigió un gesto que no supe descifrar y luego se internó en aquel ‘ristorante’. Yo le seguí. Al otro lado de las puertas de madera la cálida atmósfera resultaba gratificante y acogedora. Un bigotudo y orondo camarero se acercó a nosotros. Después de intercambiar unas pocas palabras, nos acompañó hasta una mesa anexa al ventanal que daba a la calle. En silencio contemplé la decoración del lugar. Las paredes, asimismo el techo, estaban atestadas de banderines, bufandas y camisetas de cientos de equipos de fútbol, de todas las nacionalidades y ligas.

Juan reparó en mi examen ocular y me preguntó si nunca había estado antes allí. Le respondí que no. Él me aseguró que me iba a gustar, que no me defraudaría. Aproveché el breve intercambio de frases para interrogarle acerca del motivo por el que cenábamos en aquel sitio en concreto, que nos pillaba excesivamente retirado y más, tratándose como se trataba (siento la redundancia), de una noche desapacible y lluviosa. “Todo a su tiempo, Ale”, me aplacó, para posteriormente añadir: “¿Qué vas a beber?”. Como desconocía si me iba a tocar conducir durante el trayecto de vuelta, pedí una coca cola; Juan, por el contrario, dijo que tomaría un botellín de cerveza. El raudo camarero trajo las dos bebidas y nos dejó un par de cartas. Mientras las ojeábamos, extrajo un encendedor de uno de los bolsillos de su chaleco y, con aprendida habilidad, dio lumbre a la vela que, circunvalada por una copa de cristal grueso y algo mate, presidía la mesa de cuadros rojos y blancos del tramado mantel.

Con voz cantarina el camarero anunció que volvería enseguida, cuando supiésemos qué plato deseábamos. Y, a continuación, se marchó a atender una de las otras dos mesas que estaban ocupadas: en una de ellas había una pareja de jóvenes, parecían (o a mí me lo parecieron) novios, y en la otra un matrimonio ya avejentado daba cuenta de una opípara cena… El local en sí, tan italiano en los colores y la ornamentación, fuera había podido ver que el toldo de la terraza se hallaba pintado con los colores de la bandera del país con forma de bota; desprendía confortabilidad.

Uno estaba cómodo en el interior y el olor procedente de la cocina resultaba, como poco, delicioso. Era aquel un buen ‘ristorante’. De momento, a falta de yantar las viandas, se llevaba mi aprobado y así se lo hice saber a Juan, que no se inmutó y creo que ni tan siquiera me escuchó. Le veía enfrascado en la lectura, prácticamente jeroglífica (de la atención que le estaba dedicando), de su carta. Mas no tomé a mal su indiferencia, sino que me dio absolutamente igual. Qué sé yo… Empezaba a invadirme un sentimiento de optimismo, quizá la noche no iba a transcurrir de forma tan mala, después de todo.

Presto como un rayo volvió el orondo camarero. Ahora pude observar su frondoso y rubio bigote. Ese sujeto se me antojaba tan arquetípico, tan ‘stromboliano’, como la propia decoración de la pizzería y/o ‘ristorante’. Empezó a tomarnos nota. Yo sabía lo que quería, una lasaña. Pero mi querido Juan se adelantó y pidió primero; a veces su falta de modales se vuelve completamente reprobable: “Buey a la langosta aliñado, por favor”. Nada más haber salido las palabras de su boca me sentí profundamente avergonzado. El camarero no descompuso el semblante y objetó un cordial: “¿Perdone, señor?”. “Sí”, repitió Juan: “Le he pedido”, y lo pronunció muy lentamente, como si estuviese hablándole a alguien duro de oído: “Buey a la langosta aliñado”.

“Pero me temo que tal plato no está en el menú, caballero”, dijo el amable empleado del establecimiento al tiempo que miraba a izquierda y derecha, implorando una ayuda que sentía no le iba a socorrer. “Ya, ya…”, Juan estaba glacial, impávido: “Vaya a la cocina y pregúntelo; seguro que algo queda”. Y, seguidamente, extrajo mediante un veloz movimiento de mano un billete verdoso (¡100 euros!) que guardó en uno de los bolsillos del chaleco abotonado al inflado torso del camarero. Éste último se marchó circunspecto, no sin antes garantizar que regresaría en breve, en cuanto supiese si la solicitud del caballero podía ser atendida.

En el momento en que volvimos a estar los dos solos, atosigué a Juan a preguntas y esta vez no iba a dejar que me aplacase con evasivas. Quería saber de qué iba todo aquello, por qué se encontraba tan raro y silencioso o si no… Le garanticé que me iría de allí y se las averiguaría sin mí. Lo tenía muy claro y de este modo se lo hice saber, pienso que fue una amenaza en toda regla la que vomité sobre mi amigo. Seguramente, así la percibió él, ya que comenzó a soltar prenda, como suele decirse. Fue en este momento cuando por primerísima ocasión escuché el nombre de Amadeo Garrido. La historia, ustedes la sabrán ya mejor que yo, por lo que no citaré salvo lo imprescindible, emana de un encuentro que mi amigo tuvo con el tal Garrido. Juan debía entrevistarlo para el periódico en el que trabajaba y, de forma inesperada, en mitad de la conversación surgió el nombre de Elston Gunn…

“Ale, ¿te acuerdas de Elston Gunn?”, me inquirió Juan en tono bajo y con el rostro cerca de la vela que nos iluminaba. “Por supuesto”, contesté, “cómo no voy a conocerlo; en esta ciudad, en esta país, es una celebridad. Todo el mundo sabe de él y sobre todo tú, Juan, un maldito experto en la materia; te he escuchado batallitas de todo tipo acerca de Gunn”. Mi amigo sonrió complacido, luego me afirmó: “Pues bien, Garrido me relató una historia curiosa sobre la existencia de una canción de Gunn que casi nadie conoce, que no aparece en su discografía, que fue grabada días antes de su muerte y en compañía del mismísimo Tom Waits; sólo se tocó una vez en un concierto realizado en una playa durante una noche de San Juan…”. “Espera, espera”, le interrumpí: “O no hablas o no callas. Por favor, ve por partes que me pierdo… Ah, y antes de que prosigas vuelve al principio, ¿qué tiene que ver todo eso con qué cenemos hoy aquí y pidas ese plato imposible? Juan, a veces no creo que estés en tus cabales; es como lo de hacerme conducir tu coche sin…”.

Todo eso descargué sobre mi amigo, que la verdad es que me tenía bastante harto (por mucha curiosidad que sus planes me provocasen), pero no me pude desahogar más, debido a que cuando me hallaba en mitad de mi iracundo parlamento sentí la voluminosa presencia del camarero, que aguardaba junto a la mesa, con una boca sonriente bajo el frondoso bigote. Por tanto, reprimí mi cólera y le pregunté con la cabeza que qué pasaba. Sin borrar su expresión victoriosa, comentó éste que la solicitud del caballero iba a ser atendida, de modo que, por favor, le siguiésemos hasta la cocina. Ahora que echo la vista atrás se me antoja que este fue el momento de la noche en el que comprendí que nada de aquello tenía sentido, pero no, nada de eso. Todavía me quedaba demasiado inverosímil y absurdo por vivir… No obstante, durante aquella velada no tuve tiempo a siquiera una fugaz reflexión y estas cavilaciones me sobrevinieron ulteriormente. Antes de terminar su frase, Juan ya se encontraba de pie y caminaba en pos del camarero rumbo a la cocina. Yo les imité. Crucé el salón del ‘ristorante’, donde de repente caí en el enfado que tenía el hombre joven, miembro de la supuesta pareja de novios que nombré con anterioridad... Los tres atravesamos una alta puerta batiente, similar a las del viejo y lejano Oeste, y nos adentramos en la parte trasera del local. Los insultos e improperios que el posible novio lanzaba a otro camarero se silenciaron una vez que el aleteo de la puerta quedó quieto, con nosotros (Juan y yo, y el camarero) del lado opuesto.

Aquella cocina no era común. Algo irradiaba de ella, de sus estantes, de sus cacerolas, de sus fogones… No consigo explicarme con mayor claridad. El caso es que la estancia me puso en alerta desde el primer momento. Y la repentina aparición de la anciana y menuda cocinera, con sus ojos hundidos y su pelo abundante y blanco recogido en un moño que estiraba los surcos de la piel de su rostro, no ayudó a que me calmase. A mi vera Juan parecía expectante, mas tranquilo, como si la situación fuese tremendamente común. La voz quejosa y profunda de la chef nos dio la bienvenida. Su español aún guardaba, pese a los años en la península que deduje debía de llevar, un fuerte acento italiano. Vi cómo se guardaba el billete de cien euros en el interior del batín y, seguidamente, inició un peculiar trasteo del contenido de una inmensa olla.

El camarero, ahora menos sonriente, nos invitó a que nos aproximáramos infinitesimalmente a la anciana mujer y su vetusto caldero. La luz en la cocina se proyectaba mortecina, procedente de pequeños focos polvorientos ubicados aquí y allá; la combinación de haces, con sus estudiadas sombras y formas, teñía el espacio de un tono dorado oscuro, dentro del cual el aire se antojaba denso y esponjoso. El bigote del camarero se había tornado de un rubio más intenso. Aunque esta descripción no ha de ser tomada al pie de la letra, ya que adelanté antes que aquel lugar me afectó de cierta y extraña forma, que alteró mi ecuánime sentido de la percepción de inexplicable modo…

El ruido de un mozo lavando los platos en un lugar perdido de la recóndita cocina, que tenía que quedar en un punto invisible para nosotros, me hizo girar bruscamente la cabeza. Cuando miré de nuevo hacia adelante vi a Juan un par de pasos más cerca de la cocinera. Ella preguntó quién era la persona por la que preguntábamos. Juan pronunció entonces el nombre de Elston Gunn. Se sonrió la mujer e inició un lento y constante movimiento circular de su cucharón dentro de la olla, bajo la que el fuego había cobrado fuerza y calentaba concienzudamente lo que fuese que aquel receptáculo cobijase. Quise asomarme para ver el interior de la perola, pero el bigotudo empleado me agarró del brazo y me recomendó que no lo hiciese. “La chef sabe lo que se cuece; ésta es una labor carente de peligro, pero no conviene confiarse en exceso, amigo”, me susurró al oído.

Contemplé a Juan y vi sus ojos demasiado abiertos y desenfocados. Qué hacíamos delante de aquella mujer y su olla. Como si ella hubiese oído mis quebrantos mentales, se dirigió a nosotros y habló lentamente a la par que rebuscaba entres sus especias e iba volcando alguna de ellas en el interior de la inmensa cacerola (con cada nuevo condimento emanaba un gas de color variable y se oía un chapoteo): “Ya no quedamos muchas que sepamos preparar estas recetas”, pronunció con exasperante parsimonia; añadió luego: “Sin embargo, los guisos y las salsas poseen la virtud de conectar realidades; casi nadie lo cree pero, si se siguen los pasos certeros y precisos, pueden unir lo vivo con lo muerto y reclamar la presencia del que desapareció…”. Su discurso cayó víctima de una atropellada risotada de júbilo. Yo no podía creer todos los disparates que la señora, probablemente senil, nos estaba contando. No obstante, el camarero y sobre todo Juan parecían aceptar como verdad absoluta lo afirmado por esa mujer.

“¿Pero qué tontería es ésa?”, vociferé. Fue Juan el que me respondió y el que me instó a callar cuando, según él, nos hallábamos ante un momento ‘trascendental’: “Ale, en algunos sitios te leen el futuro en los posos de café, en otros te echan las cartas para horadar el porvenir y aquí el espiritismo reside dentro de esa perola; Elston Gunn nada sumergido en esa salsa”. Tuve que contenerme para no zarandear a mi amigo por los hombros. Menudo imbécil.

El silencio se instaló en la cocina y sólo la chef se atrevió a quebrarlo al susurrar: “Ya debía haber aparecido… Tarda demasiado… Parece que no perteneciese al orbe de…”. Agarré a Juan del hombro y tiré de él. Necesitaba huir de allí. El estampido de una burbuja me frenó. Mis ojos percibieron el humo grumoso y negro que se elevaba de la olla y, esta vez era distinto, danzaba delante de nuestros sorprendidos rostros, empezando a adquirir cierta constitución. Me disponía a blasfemar cuando observé que el humo se deshacía de nuevo en la nada más absoluta. La anciana se esforzaba en remover la olla y recitar extrañas palabras entre dientes, mientras luchaba por mantener vivo el guiso o salsa o…

La puerta se abrió entonces de un fuerte golpazo y entró por ella el joven novio de una de las mesas que tan airado había parecido mostrarse desde hacía rato. Le seguía, pegado como una sombra que intentaba detenerle, el camarero amonestado. “Se van a enterar, tratar de esta forma a unos clientes… ¡Cuánto más tendremos que esperar si puede saberse!”, pronunciaba cada frase a borbotones, como ladridos, preso de una furia desatada que contrarrestaba con su imagen elegante y su ropa aseada, y un afeitado impecable. Al vernos a todos de pie junto a una gran olla de la que salía un cada vez menos danzante humo, se calmó levemente. Dirigió su ira al bigotudo y orondo camarero y a la anciana, visiblemente molesta por la interrupción y los problemas en su potingue, y advirtió: “Mi novia y yo nos vamos de aquí, pero no quedará así la cosa. ¿Saben quién soy, majaderos? ¡José Antonio Tapia! Óiganme, impresentables, ¡José Antonio Tapia!”. Entre los dos empleados le acompañaron hasta la salida de la estancia y sus gritos se perdieron más allá de ella.

Una vez recobrado el quedo silencio, la anciana se colocó junto a Juan y le devolvió el billete. Se excusó diciendo que no estaba la noche para preparar cierto tipo de recetas. Según parece, los espíritus andaban inquietos y el ambiente en el ‘ristorante’ no resultaba el más idóneo (me lanzó en ese instante una mirada furibunda). Águila cogió los 100 euros y salimos del establecimiento sin decir adiós. No había ni rastro del cliente colérico ni de su novia. El matrimonio ya mayor también había desaparecido. En la calle, donde de nuevo llovía, mi amigo se ahuecó la gabardina sobre los hombros y miró unos momentos en lontananza, la vista perdida en lo que intuí pensamientos difusos. “Juan, ¿estás decepcionado? ¿No pensarías que esa vieja de verdad nos pondría en contacto con el espíritu de Elston Gunn?”, y me reí al terminar de haberlo dicho. “Claro que no”, me objetó él, para puntualizar después: “Ya que Gunn está vivo, como sospechaba. Eso veníamos a comprobar”.


“No esperabas que lo de la olla funcionase… ¿Pero tú habías visto a la vieja hacer esto con anterioridad?” Mis preguntas no hallaron contestación alguna. Juan Águila ya andaba decidido hacia el coche. Por mi parte, aligeré el paso para ponerme a su altura y, como dos ‘rain dogs’, como dos perros de lluvia (esos a los que canta Tom Waits con su voz ronca e imposible), nos filtramos en la noche sin rumbo cierto, al menos sin que yo supiese cuál era, en busca de nuestro siguiente destino… Y sin haber cenado, permítanme que resalte esto último.


->Dentro de tres semanas (el sábado 11 de enero) la sexta entrega verá la luz. ¡Disponible sólo en la revista Mayhem!


Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta. 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

'Alegría de vivir'



Ilusionados, mis hermanos y yo colocábamos las figuras del belén. El tío Juan, pegado al televisor, los ojos nebulosos y enormes, esperaba con su décimo temblequeando entre los dedos. La abuela Marina preparaba el cenachero, que jamás faltaba en nuestro nacimiento, cuando el tío Juan dio un brinco y sus gritos de júbilo nos alarmaron a todos. Saltamos y nos abrazamos presos de una inmensa alegría mientras los niños de San Ildefonso cantaban un número que no era el nuestro. En casa nunca cayó el Gordo, pero siempre celebramos tenernos los unos a los otros cada Navidad.


Pd: Este pequeño cuento ha sido galardonado con el primer premio del concurso de micro-relatos 'Navidad Joven 2013', certamen organizado por el Área de Juventud del Ayuntamiento de Málaga, con la colaboración de la emisora de radio Onda Cero.


¡Felices Fiestas!

domingo, 15 de diciembre de 2013

Pasiones pasadas



Mi adorada Beatriz, de acuosos ojos verdes e interminable y ondulada melena de color castaño oscuro, se casó conmigo bajo la acuciante lluvia de un día cinco de mayo y fuimos felices durante dos años, tres meses y nueve días. La dicha nos acogió cariñosamente en su seno hasta una nefasta tarde en la que las inclemencias meteorológicas, tal vez la misma lluvia que nos vio unirnos en sagrado matrimonio, y también la mala fortuna, por qué no decirlo, me arrebataron de los brazos a mi amada esposa, tan bella como las flores.

Después de haber impartido la última clase del día (mi mujer era profesora particular de inglés y latín), Beatriz caminaba, envuelta en su gabardina y coronada por la tela impermeable de un acaramelado paraguas marrón, hacia el apartamento en el que ambos vivíamos cuando pisó un deslizante charco y fue a dar contra el firme de la calzada; tan diabólica suerte tuvo el amor de mi vida que cayó de espaldas justo sobre un adoquín trágicamente partido tiempo atrás, un maléfico fragmento de acera que se hundió en su nuca hasta taladrarle el cráneo. Los médicos dijeron que todo fue milagrosamente rápido, que no sufrió ni tan siquiera un segundo; que, tras dar sobre el firme de la calle, murió de forma instantánea. Nada, por tanto, pudo hacerse por ella. Un estúpido resbalón me había arrancado la mitad de mi existencia y, entonces, lloré, me derramé en lágrimas de pena y abatimiento. Mi ser se transmutó en mucosa incomprensión, pavor solitario y desdicha personal.

Abandoné mi apartamento, allí todo me recordaba a ella, las fotos en las paredes y también sobre las mesas, sus cosas colocadas de la misma manera que éstas la habían visto partir aquel día que no supe que era el último; huí de nuestro hogar y me refugié en casa de mi hermano y su mujer, mi cuñada. Ahí me escondí del mundo durante una larga temporada. Poco recuerdo ahora de aquel aciago período de solemne luto y voluntario exilio. Creo que la memoria tiende a difuminar lo que nos resulta dañino, para así diluir el veneno de la tristeza entre los peldaños de la escalera del tiempo. Sólo de este modo me explico la escasa retención que tengo de esas semanas, o quizá fueron meses, que dormité día y noche en una cama que no era la mía, dejé de comer salvo por obligación familiar, miré la nada continuadamente, me abstraje de toda conversación coherente y, asimismo, abandoné a mis amigos, la profesión que exitosamente desempeñaba y renuncié a cualquier esperanza de mejoría y resurgimiento que hubiese podido anhelar para el incierto futuro.

No obstante, el tiempo sosiega las pasiones y las vuelve pasadas o, como suele decirse dolosamente, pone cada cosa en su lugar. Y un día, no muy distinto del anterior, decidí retomar mi vida, extrayendo fuerzas de donde creía que no las había. Armado de valor y algo de amor por mí mismo, volví al apartamento en el que una vez amé a Beatriz durante dos magníficos años, tres meses y nueve días. El impacto de cruzar el umbral de la puerta fue dolorosísimo, mas aguanté. Deshice mi parco equipaje y me serví una copa bien cargada. Di cuenta de ella acodado sobre la baranda de nuestra disfrutada terraza. Sentí las lágrimas correr por mis mejillas, pero no me desmoroné. Logré mantenerme frío como los cúbicos hielos translúcidos que tintineaban dentro del vidrio junto a mi mano. Mágicamente, mitigó el alcohol la melancolía posada en mis entrañas y, además, la sustituyó por un cálido sabor a distanciamiento, a realidad alienada, a lejanía sanadora… Si algo de esto resulta remotamente plausible.

El caso es que, seguidamente, pasé al baño y me sumergí en una ardiente ducha. El caudal de agua me azotaba la espalda y bullía con la persistencia de un martillo detrás de mis orejas cuando percibí una leve alteración infinitesimal en el vaho imperante por toda la estancia. Lo aduje a un extrañamiento en mi percepción, vaticiné que el choque del hogar y todos los recuerdos habían debilitado mis nervios, me habían vuelto propenso al susto y a la angustiosa preocupación. Pero mis quebrantos no retrocedieron ni un ápice, ya que noté de nuevo una modificación molecular en el baño y, en esta ocasión, no hallé argumentos que apaciguasen mi alma. Envuelto en una toalla emergí con el pesado bote de gel esgrimido a modo de sable o cimitarra. Entre la densa y húmeda bruma me conduje hasta el pequeño ventanuco, para abrirlo de par en par y así dejar que el vapor de agua se perdiese en los confines de la noche.

La visibilidad volvió con celeridad al baño y, para mi indescriptible sorpresa, me encontré frente a frente, únicamente dos palmos de distancia nos separaban, la figura espectral de mi difunta y añorada mujer, Beatriz. Ella flotaba con ademanes imposibles ante mí mientras me miraba fijamente. Mi mandíbula desencajada no respondía a mis intentos de articular el habla, a los deseos de gritar. Mi mirada vagaba errabunda a través de los perfectos trazos de su sedosa y, ahora además, blanquecina piel. Límites etéreos conformaban su insondable figura. Y sus ojos, acuoso cénit de aquel rostro de porcelana, parecían si cabe más verdes y más vivos (por contradictorio y absurdo que este detalle pueda sonar); al menos (permítanmelo), se me antojaban de un tono más vívido o intenso que el que ofrecían cuando ella pertenecía a nuestro orbe y era mi amada esposa.

Me golpeé con fuerza la cara, pero Beatriz no desapareció. Iniciaba un juramento mental para concienciarme de la necesidad no volver a probar una gota de alcohol cuando el espejismo de mi mujer se aproximó para darme un beso en los labios. Oí entonces su voz y mi tacto percibió su textura incorpórea. Me dijo entonces ella que me había echado de menos, mas que ya se encontraba de vuelta y todo sería como antes, que nada podría separarnos de nuevo y que lamentaba mucho haberme dejado viudo tantísimo tiempo. Y cuantiosas otras palabras me pronunció al oído con su voz dulce e imborrable aquella anoche en la que, por improbable que se os antoje, yacimos juntos y el tiempo retrocedió semanas o meses, nos retrotrajimos a una época que era sólo de los dos y en la que fuimos inmensamente felices.

A la mañana siguiente me elevé a los niveles de la consciencia procedente de lo que yo creí habría sido un fantasioso sueño, mas el difunto ente de Beatriz, ceñida en gasa y halo, estaba tumbada a mi lado. Sus acuosos ojos verdes me habían contemplado dormitar, algo que me produjo espanto. Me susurró, entonces, algo indescifrable y yo escapé con rumbo hacia la cocina, no sin antes haberle preguntado qué deseaba desayunar. Ella me respondió que en su estado no podía ingerir alimento alguno, pero que de buen agrado me acompañaría mientras comía yo algo. Durante aquel largo día, Beatriz no se separó de mí ni un mísero segundo y tampoco calló, sino que habló y habló, contó y contó; mil temas volcó sobre el aire y yo atendí a ellos y me reí cuando tocó esbozar una sonrisa, contesté con precisión cuando me fue requerido y, en definitiva, disfruté de su presencia lamentablemente muerta; y es que la había echado de menos en incontable medida. Sin embargo, algo intangible chirrió en mi discurrir, algo arcano y obscuro me heló los vellos, aunque no soy capaz de inferir con mayor detalle cuál fue la primera punzada de desagrado y hartazgo que me sobrevino.

La situación permaneció inmutable a lo largo de varias jornadas. Parecía que viviríamos así eternamente, el uno junto al otro, vivo y muerta amándose por siempre, hasta que le comenté que debía volver al trabajo. No podía seguir más tiempo de baja. Ella me indicó que no quería estar sola bajo ningún concepto y me recriminó que yo era muy cruel por proponer abandonarla a lo largo de tantas horas. Me costó una barbaridad convencerla y desde este momento la situación fue irremediablemente a peor. Debí haberlo visto venir.

Cada día, a la vuelta de la oficina, nos enfrascábamos en continuas discusiones. Beatriz, aquel ángel de mis pasiones ahora tornado en demonio, me criticaba sin cesar e insinuaba que me demoraba a propósito para estar menos tiempo en casa. El rato que me encontraba en el apartamento no se me despegaba, tampoco hablaba, sólo me contemplaba: me veía comer, escribir, vestirme… Ella no tenía que realizar ninguna de aquellas tareas cotidianas y se limitaba a seguirme como un molesto encantamiento maldito. Cuando le insinuaba que me agobiaba, que me estresaba, que necesitaba mi espacio privado; ella se ponía hecha un basilisco y destrozaba las lámparas y los muebles que hallaba a su paso.

Por aquel entonces yo empecé a necesitar recuperar de nuevo el trato con mis amigos, esparcirme esporádicamente. A Beatriz aquello no le parecía correcto, decía que era una forma de enterrarla, de renunciar a nuestro amor. Poco a poco, pero de forma constante, me estaba hundiendo en un pozo de desesperación del que nada podía contar a nadie sin temor a que me tildasen de lunático o, peor todavía, de loco.

Además, mi otrora amada esposa no dejaba de hacerme requerimientos. Quería que pintase la casa de tal o cual color cada dos por tres, que cambiase un cuadro de sitio; continuamente me pedía que le leyese. Eran todas estas acciones que no podía llevar a cabo por ella sola y, si me negaba a complacerla, su ira se volvía corrosiva. De modo que, por ejemplo, le leía a Cortázar y también a Borges, autores que la cálida y apacible Beatriz había adorado. Ahora, en cambio, ya muerta se quejaba de ellos y los vilipendiaba, y me exigía que le recitase a viva voz cuentos de Salinger, truculentas historias que a mí me helaban los huesos.

Creo recordar que cuando me propuso tener un hijo los dos juntos comprendí que mi vida se había ido por el sumidero y necesitaba ayuda. Acudí a videntes, sanadores y chamanes. Implorante y arrodillado como un devoto creyente, les rogaba a éstos que me librasen del fantasma de mi esposa que había regresado del más allá y, atrincherado en casa, el hogar en el que una vez nos amamos, mortificaba mis días y mis noches. Recibí todo tipo de consejos y recetas, pero ni las alas disecadas de murciélagos ni las pulseras atestadas de pentagramas hicieron retroceder a Beatriz que, al comprobar que intentaba enterrarla en el pasado, se colmaba de implacable cólera y gritaba y golpeaba el aire presa de un insoportable frenesí destructivo.

Me parece que fue entonces cuando valoré momentáneamente la opción de quitarme la vida. Durante un tiempo confeccioné un plan para desaparecer de la faz de la Tierra, mas en el penúltimo instante las dudas me hicieron desistir: si Beatriz me mangoneaba estando yo vivo, qué no haría una vez hubiese perecido y perteneciese, sin evitación posible, a su esfera… Desistí de mi empeño y me dediqué a malvivir bajo su sortilegio. Cada día escapaba unas horas de ella en el trabajo, pero luego llegaba al apartamento y su sombra me perseguía y atosigaba a preguntas y requerimientos. Mi estado comenzó a avejentarse visiblemente. También descubrí que sus etéreos contornos se habían afilado, que sus antiguas y sedosas manos eran ahora garras mefíticas, que sus amorosos y perfectos ojos del pasado no hacían sino recordarme en esos momentos los orbes de dos globos muertos, que vigilaban debajo de una larga maraña de pelo seco, ralo y estropeado.

El espíritu de Beatriz no olvidaba que no había querido tener un hijo con ella, pese a lo grotesco de su petición. Y sus sospechas acerca de mis intenciones se dispararon hasta el infinito… En los últimos tiempos, temerosa de que me fugue y abandone el hogar, me acompaña a diario hasta el trabajo y me recoge de él. Yo miro a la gente con la que me cruzo por la calle y le hago disimuladas señas para que vean a mi flotante esposa, pero sus pupilas nada distinguen en el aire viciado de la ciudad. Para ellos marcho sólo, únicamente acompañado por mi maletín de mano. Imbéciles.

Me había rendido a este sin vivir que es mi vida hasta que hace poco me enteré por una página de internet que existe un exorcista experto en este tipo de casos; y yo que me creía el único, ver para creer. He conseguido ponerme en contacto con él y en próximas fechas nos va a visitar. Desconozco cómo va a terminar todo esto, mas sólo deseo que sea escrito el punto final de la historia. Este hombre, monseñor Vélez dice llamarse, me ha garantizado que me librará de Beatriz.

Mientras aguardo su redentor arribo, escribo estas prolijas líneas que dejan testimonio de mi infernal realidad. Si algo tremendo me sucediese (no me atrevo a aventurar qué), quisiera que los lectores de este documento supiesen a ciencia cierta que no fue el azar ni el destino, tampoco la impredecible acción de la lluvia bajo la que algunos nos casamos u otras resbalan y mueren una tarde perdida en el tiempo; no, nada de eso, la responsable fue mi esposa Beatriz, la que una vez fue de acuosos ojos verdes e interminable y ondulada melena de color castaño oscuro. Nos casamos un día cinco de mayo y fuimos inmensamente felices durante dos años, tres meses y nueve días. Murió de manera trágica y yo la lloré e imploré su vuelta, craso error. Ahora sé que hay que dejar descansar lo muerto y no se debe reabrir lo claramente cerrado. Todo ocurre por algún motivo y si se quiebra este precario equilibrio, si este designio incomprensible es alterado y a un marido se le concede la vuelta de su dulce y apacible esposa, las consecuencias se tornan caóticas, desesperantes e insoportables. Y es que nada destruye más que las desmedidas pasiones… En realidad, me equivoco en esto último, ya que sí, me temo que aún son peores las pasiones pasadas.


jueves, 12 de diciembre de 2013

'Rebobina': ¡cuarta entrega!


4
Fragmentos de ‘El vuelo del águila, autobiografía novelada de Juan Águila’.
Manuscrito pendiente de publicación.

“Te hablo de una muerte, de un asesinato, estrictamente conceptual”, me dijo a modo de conclusión mi amigo Jaime Enriz con su habitual y lenta, pero al mismo tiempo segura, forma de hablar y con la voz también algo rasgada o ronca debido a lo extenso que había resultado ser su discurso o idea a mí, y únicamente a mí, relatada. “No te entiendo”, le repliqué enseguida cuando lo que realmente deseaba decirle es que no quería entenderle.

Él no se alteró ni se exasperó, no mostró un ápice de hartazgo o cansancio, sólo se acercó la taza de café a los labios y, con delectación, dio un largo trago con el que se mojó la garganta; dejó luego la porcelana sobre su moderno escritorio, donde ésta había descansado justo antes de que él la cogiera, y volvió a hablarme. Asustado, comprendí entonces que él trataba de explicarme y hacerme cómplice, pretendía persuadirme.

Y ahora que lo que aquí escribo ya ha ocurrido y es pasado, y sé, por tanto, cómo acabó todo y lo que ha sido de cada uno de nosotros; me pregunto si acaso no llegó a lograrlo, si mi amigo Jaime no consiguió ‘explicarme y hacerme cómplice’ aquella tarde, sorprendentemente fría para esas fechas del año, en la que nos sentamos en su despacho y mientras el sol caía o empezaba a declinar tras las montañas, al otro lado de la bahía, él me contó ‘con pelos y señales’, como suele decirse, su plan; plan del que aún hoy recuerdo los detalles y al que él se refirió de nuevo en nuestra conversación de aquella tarde cuando, tras dejar la taza de café y, ya con la sed saciada, retomó la palabra:

—Sí que me entiendes, de hecho me entiendes perfectamente; eso es seguro, Juan. Te hablo de asesinar a Luz, de matarla y salir impune de ello, de deshacerme de ella y no volver a verla más, y que, además, nadie lo descubra jamás, que nadie sepa nunca de mi intervención en su desaparición; nadie, nadie salvo tú y yo, claro está. Pero eso no es algo que me preocupe lo más mínimo, ya que sería, y de hecho será porque voy a llevar a cabo mi plan aunque esta tarde no te revelaré el cuándo, como aquella otra vez hace tanto tiempo, ¿te acuerdas? Seguro que todavía te acuerdas, ¿verdad?”.

Lo que mi amigo Jaime Enriz no sabía y con seguridad ignoraba es que aquella misma noche, después de haber pasado yo con él casi toda la tarde, los dos sentados alrededor de su mesa de despacho, tomando un café y charlando (él hablando y yo, entre tanto, escuchándole); yo había quedado con su novia, Luz, y que los dos (es decir, ella y yo se entiende) estuvimos juntos, no mucho más tarde de despedirme de él (quizá transcurrió una hora entre el final de un encuentro y el comienzo del otro), toda la noche en un hotel pequeño y discreto, ubicado cerca de la plaza de toros de La Malagueta. Y, ante todo, lo que mi amigo Jaime Enriz no podía saber, ya que ni Luz ni yo le avisamos de que íbamos a vernos y, mucho menos, le comentamos nada acerca de la naturaleza de nuestro encuentro; es qué nos dijimos y qué hicimos aquella noche inusualmente fría en la que, ahora lo sé, les traicioné a ambos: a mi amigo y también a ella, la novia de mi amigo: a uno lo traicioné por obra y a la otra por omisión.

A Luz la traicioné porque no la previne ni la avisé y, en lugar de hacer eso, que hubiese sido lo correcto y lo adecuado, callé y guardé silencio, y lo hice pese a que sabía (y lo sabía desde hacía escaso tiempo, cuestión de horas), de las intenciones de Jaime y de su plan, proyecto del que me había hecho partícipe al relatármelo sin yo querer escucharlo. Ahora que escribo estas líneas, podría decir y argumentar en mi defensa que callé y no la previne porque no creí en ningún momento las palabras de él y también podría declarar, al mismo tiempo, que pensé que todo lo que mi amigo me había confesado no podía considerarse nada más que una fanfarronada, un exabrupto oral (por llamarlo de alguna manera) o, a lo mejor, una simple broma macabra, un chiste de muy mal gusto. Pero si hiciera esto, estaría mintiendo y siendo insincero.

Aquella noche que Luz y yo estuvimos juntos no le hablé del proyecto de Jaime porque me encontraba muy cansado, exhausto mental y físicamente, y sólo quería estar con ella, el uno junto al otro sin distracciones, sin tener que narrarle algo que la disgustaría y preocuparía, y haría que se pusiera en guardia. Con total seguridad, ella se habría asustado y alterado profundamente si hubiera oído de mis labios aquella frase que mi conciencia me instaba a reproducir en voz alta y no sólo en mis pensamientos: “Jaime te quiere matar y, encima, pretende que parezca un accidente; piensa escapar impune de ello”. Y, como esta afirmación era y es (porque sigue siéndolo aunque haya pasado el tiempo desde entonces) algo en extremo oscuro y desagradable, no encontré en toda la noche el momento para serle franco y, además, pronto todo esto que ahora recuerdo y escribo, y que me había contado mi amigo Jaime horas antes, se me olvidó debido a que Luz (fue ella), no me dio tiempo para pensar en ello. A diferencia de mí, ella sí quería hablar y yo la dejé hacerlo porque supe que así me entretendría, como de hecho hizo, y de esta forma yo dejaría descansar al fin mi conciencia, inevitablemente atormentada, doblemente atormentada (por obra y por omisión).

De modo que, cuando aquella noche Luz me cubrió con sus besos y ambos nos dejamos caer lentamente, como si flotásemos, sobre la amplia cama de nuestra, recién cogida y a punto de ser estrenada, habitación de hotel y, mientras yo trataba de desvestirla (se presentó a nuestra cita portando una falda de lisa de un color a juego con un jersey de cuello vuelto y unas botas altas), ella me susurró muy cerca del oído: “Tenemos que decírselo ya. Quiero hacerlo de una vez, te digo que estoy harta de él y no le aguanto más”. Al no encontrar en mí respuesta alguna a su comentario o petición, ella retiró sus manos de mi cuello y las llevó hasta las dos mías, que subían bajo su falda y le acariciaban lentamente los muslos. Luz las detuvo, presionó mis manos contra las suyas y me miró con fijeza; quiero decir que me miró con expresión atenta y con detenimiento. Tumbada como estaba encima de mí, no pude apartar la vista de sus hermosos ojos grandes y oscuros, y entonces sus labios volvieron a moverse y ella habló de nuevo, con el mismo tono de susurro apenas audible, ahora estando segura de que tenía toda mi atención: “Yo ya no quiero a Jaime y él tampoco me quiere a mí. Eso lo sé. No puedo seguir viviendo una mentira. Juan, tú eres a quien yo quiero y tú dices que me quieres a mí, así que dime, ¿cuál es entonces el problema?”

Toda aquella noche anómalamente fría, Luz y yo yacimos juntos en la amplia cama de nuestra habitación de hotel. Cuando ella se quedó dormida, muy tarde y siendo ya de madrugada, yo permanecí echado a su lado y, de repente y poco a poco, comencé a cavilar y a reflexionar, sin quererlo, en las palabras de ambos: en las de Jaime y en las de Luz; y tuve por primera vez un mal presagio sobre el futuro.

Y si era verdad aquello de que él planeaba urdir su muerte, mejor dicho, su asesinato. ‘Debería hablar con ella’, deduje, ‘contárselo todo ahora, ahora que todavía queda tiempo y la puedo proteger de él, al que conoce casi mejor que yo y la persona con la que convive, su pareja. Claro que’, seguí pensando, (ya había empezado a darle vueltas a la cabeza y ahora era difícil detener la espiral de ideas y valoraciones), ‘y si ella no me cree o no se toma en serio mi advertencia, mi consejo’. En ese momento de la noche, repito que ya estaba bien entrada la madrugada, todo se volvió una duda para mí y nada agobia e inmoviliza más que las dudas: ‘¿Cuándo llevará Jaime su plan a cabo? Puede ser hoy o mañana o dentro de un mes o en cinco años. Cómo saberlo’.

El hecho de haberme puesto a pensar en el incierto futuro y en el día de mañana me recordó y trajo a mi mente que a la noche siguiente yo debía coger un tren con rumbo a Córdoba para pasar allí un par de días, entrevistándome con Carlos Bepo para desentrañar el siguiente paso en mi rastreo de la figura de Elston Gunn y su canción olvidada y perdida. ‘Será mejor’, concluí, por tanto, ‘que intente dormir un rato para así estar descansado cuando salga el sol dentro de unas escasas horas.  Será un día largo. Ya habrá tiempo de hablarle a Luz, de avisarla y serle sincero; todavía no corre riesgo, al menos, no corre ningún riesgo concreto y ahora duerme; mejor no desvelarla, como estoy yo’.

Miré mi reloj de pulsera que descansaba sobre una mesita de noche de madera blanquecina y comprobé que ya eran más de las tres de la madrugada. Luego, lo volví a dejar sobre el mueble y me giré, dando de este modo la espalda a la única ventana de la habitación; dicha ventana estaba cerrada y, a través de ella, podía entreverse una luz mortecina y fantasmal procedente de la calle, el haz azulado y amarillento de alguna farola cercana al hotel. Y escuché como la gélida brisa marina golpeaba contra nuestro cristal. ‘¿Por qué los hoteles ya no tienen persianas sino sólo cortinas? La claridad de las primeras horas de sol siempre resulta insoportable’, se me ocurrió de repente, comenzaba a notarme algo amodorrado y somnoliento...

Mientras las manecillas del reloj de pulsera seguían lentamente su eterno y cíclico camino, yo miré a Luz, observé cómo dormía plácidamente. Su respiración se había vuelto lenta y pausada. Sin embargo, y para mi sorpresa, aprecié un leve fruncimiento en su ceño, que estaba parcialmente cubierto por varios mechones de largo y ondulado cabello. Quizá, se me ocurre ahora y creo que también lo aventuré aquella noche, estaba asediada por pesadillas en sus involuntarios sueños y, mientras los párpados tapaban sus grandes ojos oscuros, impidiéndole ver el modo en que yo la veía dormir, su cabeza proyectaba imágenes de peligro y preocupación. A lo mejor no eran pesadillas, se me ocurrió de pronto. Puede que simplemente fuera su subconsciente, que sabía más que ella y pretendía avisarla de las funestas intenciones de Jaime (justo lo que yo no había hecho). Puede que el inconsciente se manifestara sólo mientras ella dormía, cuando su voluntad se tornaba más débil y sugestionable. De repente, sentí otra punzada de angustia que me recordó mi traición por omisión…

A mi amigo Jaime Enriz, en cambio, le había traicionado por obra y eso no me soliviantaba tanto. Me había acostado con su novia, Luz, a la que yo quería (tal vez más que él) y a la que yo velé, entre caricias y besos, su fruncido y a la vez tranquilo sueño durante toda aquella larga y fría noche en la que el viento marino de la madrugada no dejó de golpear, sin descanso, el cristal de la única ventana de nuestra habitación de hotel; recordándome, igual que un metrónomo, que el tiempo pasaba y se escapaba y yo, aun sabiendo, permanecía callado.


->Dentro de dos semanas (el sábado 21 de diciembre) la quinta entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem! 

Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.