sábado, 28 de septiembre de 2013

'Mis páginas del ayer'


“Si nadie lo detiene, si no son asidas las invisibles riendas, el caballo salvaje correrá más allá del horizonte, galopará en pos de su muerte”. Cerró el libro y lo lanzó lejos de él. Tres horas de lectura revoloteaban alrededor de su cabeza. Infinitas palabras danzaban frente a sus ojos de forma espasmódica, tangencial e irreal. Sin embargo, dentro del cráneo, el núcleo de sus cavilaciones permanecía intacto, un foco de atención centrado desde hacía días, un propósito que no se había dejado seducir por las insinuaciones y las proposiciones inciertas de la literatura. Únicamente el caballo había cruzado el rubicón del atormentado Roberto Alias, pero la derrota del aquel corcel hecho de papel era inevitable, ya que se enfrentaba a hordas de preocupaciones sentimentales y malos augurios amorosos, insuflados por una mente terriblemente atribulada, transmutada en la figura de un barco que amenazaba con hundirse en el viaje a una desgracia segura.

El portátil encendido sobre la mesa, la laminosa pantalla desplegada entre una aglomeración de libros y papeles, resulta una irresistible tentación siempre. Y así fue también esa vez. Si ‘tuiteo’ la frase, tal vez salga de mí, quizá me abandone para no volver; todo lo que aparece en Twitter está condenado al olvido y a la inexistencia más absoluta de una vigencia caducada apenas hecha pública la reflexión o la cita, o la inquietud. De esta forma podré deshacerme de ella, podré liberarme. El caballo vagó por los derroteros de las redes sociales y, como un enlace lleva a otro y a menudo se vuelve difícil retornar a la vida real y deshabitar el ciberespacio, Roberto entró en su cuenta de Facebook en lugar de apagar el ordenador, todo habría sido tan distinto…

Su expectación y también su miedo cristalizaron en la gota de denso sudor que cruzó de arriba abajo la lente izquierda de sus gafas de ver. Varias notificaciones y nada más, simples cortinas de humo con las que ya se encontraba acostumbrado a bregar. No debería… Estoy mejor así, sin saber, feliz ignorante. Un rápido movimiento del ratón desplegó el menú de los mensajes, ninguno nuevo. Ya lo suponía. Notó que la sangre le hervía y al mismo tiempo se le congelaba, una extraña contradicción. Llevaba días esperando una respuesta escrita que empezaba a pensar, para su horror, que a lo mejor nunca llegaría. No puede terminar de esta manera. No tiene sentido y, por tanto, no es verosímil, ni siquiera posible o viable. Mas, no obstante, así parecía ser. Ella se había hartado de él y había optado por privarle de sus atenciones. ¡Roberto, hasta nunca!

Roberto Alias se incorporó y anduvo frenético por la estancia como un león enjaulado. El recorrido, al principio errático, de sus pisadas coaguló en un vagabundear definido y preciso, una ruta breve pero intrincada entre el mobiliario. Cómo era aquel cuento… A los pocos minutos el suelo insinuaba una trazada limpia cada vez más visible, la senda de un infinito peregrinaje. Sí, sí, lo recuerdo, pero qué título tenía. Una magnífica idea… Eso es lo que necesito. Esa es la solución a este dolor. Si Roberto hubiese seguido caminando dentro de su cuarto, pronto habría empezado a erosionarse el piso y sus pies quizás habrían ido a dar al techo del vecino de abajo. Nada de esto llegó a producirse porque se contuvo y las numerosas fotos de las paredes fueron testigos mudos de ello. Volvió al ordenador y tecleó con presteza. Y leyó, leyó como si le fuese la vida en ello. Leyó a pesar de lo ilógico de la narración, de lo fantasioso de la historia. Pero Roberto leyó y también creyó, y ya nada fue igual para él. No existía punto de retorno. Me he decidido.

La solución al misterio estribaba por volver atrás, retroceder en el tiempo. Todo había empezado mal. Palabras desacertadas habían escapado de su boca. Ahora veía y entendía con precisión quirúrgica cada uno de sus errores, tan numerosos y estúpidos, por otra parte. No debí haberle dicho aquello, tampoco eso otro. Oportunidad quemada, ocasión desperdiciada. Si aquel primer día hubiese sabido, si hubiese sido capaz de intuir el porvenir… Pero no fue capaz. Un final frío, carente de discusión. Ojalá, al menos, ella me odiase. He de canjearme una segunda oportunidad, un billete hacia la redención.

Y el pasaporte a un nuevo comienzo pasaba por la solícita y sugerente ventana abierta del navegador. La eternidad, a un botón de distancia. Instrucciones precisas para atrapar una quimera. Roberto se quitó las gafas y se rascó el pelo rizado y desordenado, sin peinar o, sin duda más apropiado, mal peinado. Sus manos tantearon la oquedad bajo la cama y sólo regresaron a la visibilidad cuando hubieron agarrado un par de gastadas zapatillas de deporte. Al atárselas y pisar con fuerza para comprobar que estaban bien sujetas a los tobillos, una leve y vetusta polvareda irradió de las suelas. Se cambió de camiseta y dejó el cuarto tal cual. Ese hombre delgado, algo enfermizo, que te mira desde el espejo eres tú. No lo olvides. No lo olvidaré.

Roberto se olvidó de sí mismo en cuanto echó a correr calle abajo. Habitualmente, realizaba el mismo recorrido: atravesaba las estrechas bocacalles colindantes con su casa y desembocaba en el paseo marítimo, que seguía, dibujando por toda la bahía una trayectoria en forma de gran letra ‘C’ invertida, hasta el puerto de la ciudad, situado al Oeste. En aproximadamente media hora solía llegar al final de su trayecto y, entonces, sólo entonces (nunca antes), emprendía el camino de vuelta, mucho más duro y exigente debido al incipiente y fatigante cansancio. Aquella mañana, que de por sí ya era calurosa, preludiaba una ardiente jornada. Roberto, para no terminar emprendiendo el camino de costumbre, hubo de luchar contra sus hábitos adquiridos a base de férrea constancia. Voy hacia el Oeste, pero más allá del Oeste; una carrera hasta el ayer, una huida del hoy…

A base de fuerza de voluntad, se internó en la playa, dejando el paseo marítimo a su derecha, y corrió durante varios kilómetros sobre un sendero de arena que cruzaba el litoral, paralelo a la orilla. En algunas zonas, el camino distaba cincuenta o, tal vez, cien metros del agua y, en otros enclaves, la imponente proximidad de las olas rompientes le lanzaba pequeñas y húmedas gotas en la cara y empañaba sus entornados párpados y ojos. No era la primera vez que corría por la playa, aunque no le hacía especial gracia el velo arenoso que invadía su garganta con cada trote sobre el firme. Sin embargo, nunca había arrancado con esa vertiginosa velocidad, con ese ritmo infernal desde el principio. Hay que apresurarse. Corre, corre. Roberto se preciaba de dosificarse con maestría, medía sus esfuerzos y nunca se desfondaba. Empleaba los primeros minutos de tanteo, con el propósito de desentumecer el cuerpo, antes de subir la intensidad del ejercicio. Corre. Pero no hubo calentamiento esa mañana. Corría por su vida, volcado en un interminable sprint. Pronto llegarás… ¡Corre!

Enseguida el sudor le empapó la camiseta. Y no tardó mucho más rato en comenzar a boquear. El aire no le oxigenaba. No llegaba fresco a sus pulmones, sino que asemejaba estar compuesto de fuego, de pequeñas partículas candentes que le abrasaban por dentro. Aun así, no se detuvo, tampoco frenó. Corre. Siguió adelante y, lo que es más (si cabe), incrementó la frecuencia de sus zancadas.

Antes de llegar al puerto, su punto común de retorno, ya se había tropezado tres veces y en una de ellas a punto estuvo de caer de bruces sobre la lacerante arena. Salvó el golpe con un instintivo movimiento de brazos que le permitió recuperar el equilibrio. Cada metro recorrido aumentaba su sufrimiento. Notó que su cabeza no regía con claridad. Corre. No se preocupó demasiado por esta dolencia a causa de que el estómago, otro frente de malestar físico, amenazaba con abrirse paso a través de su boca. El cuerpo de Roberto Alias se encontraba cerca del colapso y él siguió impávido, espoleado por haber alcanzado el puerto. Corre. Serpenteó entre los muelles de carga mientras veía cómo los colores de los buques de carga, blancos y amarillos, azules y rojos, un caleidoscopio portuario, levitaban a su alrededor de manera imprecisa, moviéndose dentro de una quieta inmensidad, balanceados por una infinitesimal corriente marina. Nada de todo lo anterior llegó a distraer a Roberto, ni tan siquiera un ápice de su mermada atención reparó en el decorado que cruzaba en su endiablada carrera al Oeste, al ayer. Sólo se puede volver atrás, corriendo hacia el ayer, ganando tiempo al tiempo. No ha de quedar tanto…

Pronto se vio enfrascado en sortear los escollos y baches de una playa que no conocía, un territorio indómito que sus zapatillas de deporte horadaban por primera vez. El calor latía sobre su nuca y hombros, y emanaba a su vez del interior de su pecho, un corazón estresado, el ritmo cardíaco por encima de las posibilidades físicas y el entrenamiento ensayado. Roberto oía su entrecortada respiración y el martilleo procedente de sus entrañas. Corre, corre, corre… Y no vaciló. No era factible, pero sintió cómo su velocidad se volvía superior. Y cayó, cayó estrepitosamente después de haber pisado en falso un montículo de arena. Corre. Su cara aterrizó contra la blanda y rasposa playa. Le había cogido tan de improviso que no había tenido tiempo de apoyar las manos. Has de levantarte y seguir. No te retrases. Alguien se acercó a preguntarle qué tal se encontraba. Roberto Alias no le oyó. Acababa de divisar la casa de ella, la que había conocido y también había olvidado. Estoy llegando…

Creada al albur de un desértico espejismo, a escasos kilómetros, uno o dos, no más de tres, la playa se desdoblaba en pliegues irreales y cedía su espacio a la noche y, dentro de su negrura, brillaba una lejana calle rematada por un bloque de pisos blancos como el mármol. Roberto reinició su galopada, pero enseguida volvió a caer. Sus pies palpaban un suelo, por momentos, inexistente. Se incorporó de nuevo. Unos pasos después pensó que iba a desplomarse irremisiblemente. No sucedió. Corre, corre. No aterrizó contra el suelo, pero sí se arqueó y su cabeza se quejó. Punzadas de dolor astillaban su agotado cuerpo. Astillas en el cerebro. Se obligó a recordar las palabras adecuadas, las que tenía que decirle a ella en el ayer, para exorcizar el fantasma del presente… Había viajado hasta allí para susurrarle un infalible conjuro.

La sexta vez que Roberto se desplomó sobre la arena, excesivas e irregulares contracciones cardíacas y vista perdida, casi ciega, ya no fue capaz de levantarse. De modo que se arrastró, reptó hasta el final de la playa y, en lo que va de un metro a otro, pasó a hallarse en mitad de una calle nocturna. Vociferaron a su espalda. Roberto no se volvió. Corre, corre... Unas inacabables escaleras le guiaron hasta una fornida puerta de madera. Tocó el timbre y se alisó los cabellos… El dolor había desaparecido. Su ropa para hacer deporte había sido sustituida por una camisa azul y pantalones vaqueros, y zapatos. Las reinstauradas gafas le conferían a su visión la necesaria exactitud de contornos y relieves. Ella abrió la puerta y le sonrió. “He venido a arreglar lo que algún día se estropeará”, anunció Roberto Alias. “¿Y por qué has tardado tanto?”, respondió la dulce y levemente grave voz de ella. Ambos se miraron, en silencio. Roberto no podía creer que la tuviese enfrente, que pudiese ver su ondulada melena larga y oscura, sus ojos grandes, sus facciones alegres… Y algo contrarió su gesto, un mohín de incomodidad se instaló bajo el flequillo: “¿Has oído?” Y añadió, en tono quedo, un susurro apenas audible para él: “Varias personas gritan desde la calle o, a lo mejor, desde más lejos: piden una ambulancia… Alguien debe de estar muy enfermo”. Roberto aguzó el oído y voces de alarma procedentes de otro mundo taladraron su cráneo: “Ha caído y no respira, ¡rápido!”. “Pues yo no oigo nada”, mintió y parpadeó al mismo tiempo. Se abrazaron bajo el marco de la puerta, se besaron y ella le invitó a entrar en casa. Roberto cruzó el umbral sin echar la vista atrás. Exiliado del hoy, convertido en suplantador de su yo pretérito, se sentía preparado para reescribir, borrando las huellas trazadas en el sendero del tiempo, sus páginas del ayer.



jueves, 26 de septiembre de 2013

INSOMNIO

Vueltas y vueltas de un lado a otro de la cama sin que me visite el reparador sueño. Las noches se repiten en bucle infinito y nada cambia. No consigo dormir. Me resulta imposible. Creo que han transcurrido años desde la última ocasión que descansé… Sigue habiendo demasiada luz aquí dentro. He sellado a cal y canto la habitación, pero la cruel claridad se filtra entre inapreciables rendijas y ranuras, y me nubla el pensamiento. Ya ni siquiera soy capaz de mantener los ojos cerrados durante un par de segundos. Cuando lo hago se abalanzan sobre mí todos los temores que pretenden atraparme. Sudo. Me desvanezco. Mi pulso late descorazonadoramente rápido. Más de una semana encerrado en esta casa... Descubro que, sin haberlo querido, me he aislado del mundo. Esta soledad me sobreviene como una sentencia espantosa. A las tres de la madrugada comprendo que no hay un sitio para mí en este vasto mundo. Si sólo pudiese descansar durante media hora, únicamente descabezar un sueño… Pero estoy perdiendo las facultades, mi insomnio se vuelve enajenación. Ahora temo volverme loco. Antes me he quedado embobado mirando la nada más absoluta… ¿Real o imaginaria? Se vuelve difícil apreciar la diferencia. Tengo miedo. No sé si es posible morir de agotamiento, fallecer de insomnio. No deseo averiguarlo. De nuevo me esfuerzo en cerrar los ojos y… Despierto aturdido en mi cama. Agitado. Todo ha debido de ser un sueño, imploro; una horrible pesadilla en la que no me estaba permitido dormir. Intuyo que ya ha llegado el día de mañana con su sanadora luz y reconfortante calor. Por un instante, empiezo a respirar de forma tranquila y pausada. Lo que todavía no entiendo es, si no ha sido más que un mal sueño, quién ha sellado a cal y canto cada una de las inapreciables rendijas y ranuras de la habitación…



miércoles, 25 de septiembre de 2013

'La amarillenta hoja de papel'


Entre sorbos pequeños y tragos largos a mi taza de café pude ver, casi sin querer, distraído, cómo a la chica sentada un par de mesas más allá de la mía, mientras recogía los muchos papeles que había consultado sin descanso durante cerca de media hora, se le caía la hoja amarillenta que con tanto ahínco había observado y que en ese momento guardaba, o mejor dicho intentaba guardar (ya que no lo logró), junto a las otras en un amplio bolso, me atrevería a decir amplísimo, de color tostado que sostenía entre sus brazos. El grácil fragmento de celulosa descendió pausadamente y tras dos piruetas invisibles que sólo yo contemplé fue a parar contra el frío suelo que, además, estaba húmedo debido a la proximidad del mar. Ella no reparó en su pérdida y, por tanto, no se agachó para recuperar su lámina, algo que me habría permitido admirar la ondulación de su sedosa y larga melena oscura. En lugar de eso, aquella joven siguió a lo suyo y, tras introducir todos y cada uno de aquellos papeles en su bolso (faltaba el extraviado aunque ella aún no lo sabía), sacó un par de monedas del bolsillo y se dirigió hacia al camarero, que descansaba junto a la puerta de pie, la espalda apoyada en la fachada de la cafetería, con la intención a abonar su frugal consumición: un zumo y lo que desde la distancia me pareció un sándwich vegetal. 

Quizá todavía era pronto para su hora de la cena y únicamente se había detenido en aquel establecimiento costero para hacer tiempo antes de que se hiciese noche cerrada, sin luna, y tuviese que volver a casa. El caso es que ya había pagado y dejado la correspondiente propina cuando yo conseguí reaccionar de mi momentáneo aturdimiento y decidí avisarla de su olvido, no fuera a ser éste un grave descuido, visto cómo había ojeado y repasado la amarillenta hoja de papel. Con aplomo me incorporé y alcé un brazo en señal de alarma y, como no reparaba en mi acción y seguía andando hacia la salida de la terraza, dándome cada vez más la espalda, grité un “disculpe” y un “oiga”, pero ella no se giró ni se volvió, tal vez no me oyese o puede que, al no conocerme, pensase que las voces iban dirigidas a otra persona. Descorazonado la vi difuminarse calle abajo, iluminada por la luz de las farolas que empezaban a cobrar vida. A los pocos segundos desapareció de mi campo de visión. 

Me sentí algo molesto conmigo mismo y me reprendí por no haber hecho más, por no haber corrido tras ella con el papel en la mano, como sucede en las películas. Pero enseguida me dejé caer de nuevo en la butaca de mimbre y mi mente volvió a chapotear, como me había ocurrido antes, en vaporosos pensamientos, sólo que esta vez las ideas que rondaban mi cabeza estaban relacionadas con aquella guapa joven que tan meticulosa se había mostrado con sus folios y que, pese a ello, no había evitado perder uno, puede que el más valioso de todos. Quién sabe. Acompañaba mis cavilaciones con largos sorbos a mi por instantes menguante taza de café, al tiempo que clavaba la vista, los ojos claros, en el trozo de celulosa que seguía sobre el suelo, que yacía boca arriba como un soldado en el campo de batalla, con gotas de acuosa humedad en vez de roja sangre. 

¿Qué pondría en la amarillenta hoja? ¿Estaría garabateada de apuntes? Ella era joven pero no lo parecía tanto como para seguir en la universidad. ¿Sería entonces algún folio vinculado con su trabajo? Imposible saberlo, a lo mejor era parte de un importante informe que debía entregar a la mañana siguiente y por eso la repasaba con tanto esmero aquella tarde que se ponía y en la que los dos coincidimos en la misma cafetería. Podría ser; sin embargo, esta última hipótesis no me resultaba del todo factible debido a que el papel mostraba una tonalidad macilenta, parecía muy viejo, o al menos daba la impresión de que el paso del inevitable tiempo había causado desperfectos en su superficie, los achaques previos a una futura descomposición... Esta inminente descomposición de la hoja me hizo pensar, entre trago y trago, en una carta de amor, de un amor antiguo, quizás el primero y que aún persistía o que ya se había marchitado pero permanecía de alguna forma presente en su mente, en su vida; un testimonio en forma de papel que le recordaba que aquella historia fue real y no inventada, y que el olvido nunca podría borrarla. Aunque, claro, no se me antojaba normal que ella guardase ese papel, que debía de ser tan importante, con el resto de hojas del día a día. Algo tan especial para ella no lo llevaría como el que carga con la lista de la compra. 

A lo mejor, elucubré mientras daba el último sorbo a una taza de café ya fría, era el legajo de un testamento o tal vez un escrito o carta procedente de un miembro de su familia (padre o abuelo, madre o abuela, un hermano o hermana...), en el que dicho pariente le contaba un secreto familiar o le revelaba una queja sólo hecha pública tras una sobrevenida muerte; o a través de esta carta el emisor le deseaba buena suerte y le hacía saber lo mucho que la quería…

Definitivamente, era imposible saber qué ponía en aquel fragmento de celulosa que dormitaba en el suelo a pocos metros de mis pies. Únicamente saldría de dudas si me levantaba y lo asía con la mano y después, con la luz apropiada porque nunca es fácil leer la letra de otra persona, posaba la vista en cada uno de sus contornos para saber y así conocer y, al fin y al cabo, salir de dudas y descubrir si había acertado o, lo más probable, me había equivocado en mis suposiciones. Pero esa idea la descarté al momento, ya que yo no tenía derecho a intervenir, no merecía saber lo que en aquella hoja sea que pusiese, no fuera a ser algo que me afectase de una improbable forma o me volviese cómplice de cualquier avatar que a mí no me había tocado vivir. Pusiese lo que pusiese no sabía el nombre de ella ni donde vivía, por lo que no podría devolvérsela o informarle de su descuido. 

Cuando ella se marchó, no evité su pérdida. Ahora, en cambio, era mi oportunidad de enmendar el error. Ya no podía volver a meter aquel folio carcomido en el tostado bolso, pero sí estaba en mi mano impedir que cualquier otro leyese aquellas líneas. De modo que me levanté y me acerqué al camarero, que seguía donde mismo, en idéntica e indolente pose, para pagar mi solitario café. A medio camino me detuve y, tras agacharme, agarré el papel, su tacto era graso, lo troceé en mil pedazos y lo arrojé a la planta más cercana antes de irme a casa. Desde aquella tarde voy mucho más a esa cafetería y he de confesar que lo hago con la intención de encontrarme de nuevo con ella y que tomemos algo juntos. Tal vez, cuando brindemos, si es que esto llega a producirse, me atreva a confesarle que yo sé dónde perdió la hoja que tanto buscó aquella noche y que yo guardé un secreto que jamás llegaré a conocer.

La sirena

Aunque en sus desgastados huesos atesoraba más de cien años de historia, aquella era la primera vez que veía el mar. Se hallaba embelesada y los minutos iniciales en aguas abiertas, con la espuma acariciándole el cuerpo, le parecieron maravillosos. Llegaron entonces la tormenta y los azotes ventosos. Las olas comenzaron a ganar altura y una de ellas volcó la embarcación. Quiso gritar y dar la voz de alarma. No pudo. Ya era demasiado tarde. Las ratas corrían, huyendo de la anegada bodega. Un joven quedó atrapado bajo el velamen. La tempestad llegó a su cénit y el navío descendió a las profundidades, y arrastró en su debacle a toda la tripulación… Únicamente sobrevivió ella. Enseguida los corales empezaron a proliferar sobre su piel de roble, difuminando la estilizada figura del mascarón de proa.



viernes, 20 de septiembre de 2013

El hombre con rostro

Me hallaba hipnotizado, totalmente absorto. No llegaba a comprender aquella imagen tan confusa que se erigía frente a mí. Ya la había mirado y remirado, había escaneado con mis ojos cada uno de los detalles que la componían, hasta los más insignificantes, sin lograr, en cambio, despejar la duda que me consumía. Me dispuse a radiografiar aquella pintura otra vez, con calma y detenimiento: en ella aparecía un hombre, era un caballero bien ataviado, elegante y distinguido, que contemplaba el mar desde una lujosa terraza. En el horizonte una gran luna despuntaba detrás de varios veleros que parecían acercarse a la costa desde el profundo mar. Todo el cuadro en su conjunto parecía normal, incluso corriente, hasta que volví a fijarme en el caballero retratado; era un hombre sin rostro. No tenía cara, ¿por qué? ¿Qué quería decir aquello? No lo sabía, no lo entendía. Una gran mancha homogénea y pardusca ocupaba el lugar en el que debían estar pintados los rasgos de su cara. “¿Puedo ayudarle en algo, señor?”, un empleado de la galería de arte se me había aproximado, se encontraba contrariado y también preocupado de verme tanto rato parado delante de la misma imagen. Ya me disponía a girarme para preguntarle acerca del sentido y significado de aquella extraña pintura cuando observé, y al hacerlo un profundo sentimiento de pánico me agarró el corazón, que él tampoco tenía rostro, sólo una gran mancha homogénea y pardusca encima de los hombros.


jueves, 19 de septiembre de 2013

'La vida del esquimal' (tercera y última parte)

En la primera y segunda parte: Jaime Águila, otrora prestigioso y poderoso articulista, desgrana sin tapujos su trayectoria vital y se retrotrae a lo que él mismo llama 'sus años dorados', justo antes de conocer a la joven pintora Mara Ruiz y enamorarse locamente de ella. Todo se complica aún más cuando entra en liza un tercero, Horacio Trebujena, enigmático periodista del que Jaime declara ser su asesino a pesar de lo inverosímil que resulta tal afirmación, ya que, a su vez, el propio Águila afirma haber fallecido en un súbito accidente de tráfico.

"Y eso es todo lo que recuerdo de mi desconcertante muerte…"

(Continúa)

Pero… ¿De qué se extrañan? Claro que estoy muerto. ¿Por qué no lo he dicho antes? Vamos, no me salgan con esas ahora. Ya les dije antes quién era y les hable de mí. Ustedes leyeron mis artículos en prensa durante cinco años, sabían de mi lugar preferente en la sociedad andaluza. De modo que tuvieron que leer o escuchar algo sobre mi trágico final, mi inesperado paso al otro mundo. Se escribió mucho sobre el tema en prensa de toda índole. ¿A qué viene ahora esta reacción de extrañeza al oír mi relato? Fue un drama mediático mi fallecimiento, aunque no muchos asistieron a los oficios. Se conoce que los que me envidiaron y odiaron eran más numerosos de lo que supuse en vida. Se me lloró poco y escasamente, y caí en el olvido.

Eso pensaron, porque, pese a haber muerto, no me fui del todo. Una parte de mí, ésta que les habla, se quedó por estos lares. Sí, en efecto, se podría decir que soy un ente no corpóreo, un espíritu o, si lo prefieren (yo, desde luego, así lo prefiero, algo de mis inquietudes románticas sigue inexplicablemente vivo dentro de mí), un fantasma. ¿De acuerdo? Soy un fantasma, no se alarmen, no es algo tan difícil de asumir, ya lo verán. Y, por favor, no se compadezcan de mí, ni sientan lástima. Por favor, en serio, eso lo detesto. Es algo que me enferma, aunque no sé si es posible enfermar en mi estado, creo que no. Además, no es para tanto, dentro del fatalismo propio de mi situación. Lo que llevo peor es que siempre tengo frío, nada consigue insuflarme calor. Es una sensación francamente desagradable. Así, vaticino, deben de pasarse la vida los esquimales. A veces, me río de mí mismo ante la ironía de que haya terminado llevando la vida del esquimal, como titulé aquel relato que me dio notoriedad. En otras ocasiones… Maldita la gracia que me produce. Pero verán, en el lado positivo está que ya no sufro de cualquier otro tipo de malestar físico. Es decir, nunca tengo hambre, tampoco sueño, ni siento dolor. Y, por si todo esto fuera poco, ahora veo mucho más, casi me atrevería a decir que lo veo todo y sin lentillas, que siempre precisé de ellas mientras estuve vivo; y también viajo mucho y leo. Luego, quizá, les cuente algo más al respecto.

Sin embargo, ahora he de retomar mi relato en la medida en que logre hacerlo mínimamente coherente. Sean pacientes… Al principio, quiero decir después de morir, no fue fácil para mí. La verdad es que no sé cuántos años han pasado desde mi deceso. De la misma forma en la que mi mente se atora y mi discurso se embrolla, tengo la noción del paso del tiempo prácticamente perdida, pero sí intuyo que transcurrió una buena temporada hasta que me hice con mi nueva situación y empecé a comprender lo que me había sucedido (hasta que asimilé que me había vuelto un fantasma).

Presumo que hubo de haber transcurrido un considerable lapso de tiempo y, para realizar tal afirmación, me baso en lo que encontré a ‘mi vuelta’. Verán, ustedes, lo primero que decidí, una vez que había asumido mi realidad espectral, fue que mataría a Horacio Trebujena. Si él me había expulsado del mundo, yo lo arrastraría conmigo. Ya no me contentaría con incendiar su reputación a través de un artículo en prensa, aquello eran naderías propias de mi existencia anterior; y, además, en mi nuevo estado no me resultaba posible escribir, ya fuese a mano o mediante teclado. Con todo mi empeño lo probé durante una temporada sin éxito… No, no, iba a matarle, deseaba matarle. Lo tenía clarísimo. Vagué por ciudades que no había visitado en vida y conocí gente con la que jamás me hubiese relacionado (yo era Jaime Águila, ¿recuerdan? Un ilustre y venerable miembro de la prensa de prestigio), pero, analizada mi situación, no tuve elección y confraternicé con seres pertenecientes a la más infame de las calañas. Sobra referir que ellos también eran espíritus o fantasmas, al igual que yo. ¿No habrán creído ustedes que yo soy el único? Nada de eso, somos tantos que si pudiesen vernos deambular de un sitio a otro sobre sus cabezas, el cielo azul quedaría cubierto para siempre. No exagero.

Con ayuda de algunas de estas almas en pena, que tenían más experiencia y se sabían desenvolver mejor que yo en este plano de acción, supe de una dirección a la que, una noche sin luna, me dirigí con cautela. El hueco del ascensor me condujo hasta la cuarta planta de un imponente bloque de piedra. La fornida puerta de roble no frenó mi avance y, casi de forma inmediata, me encontré dentro del ático que Mara y Horacio compartían en el barrio más ilustre de la ciudad. Una foto de los dos presidía el aparador de la entrada. Era una foto de boda, los dos abrazados, las manos enlazadas ante la cámara, brillantes los anillos. Una repentina ira me cegó. No inspeccioné el resto de la casa, mi curiosidad inicial había desaparecido bajo una densa capa de rabia visceral, sino que me adentré en una habitación contigua a la entrada de la que emanaba una macilenta luz amarilla, filtrada por la silueta de la puerta entornada. Oí a Mara, seguía siendo su dulce voz de antaño, no había cambiado lo más mínimo, llamarle desde el interior de la casa. Ni me inmuté. En lugar de ello, crucé el umbral de la cercana estancia y fui a dar en un despacho atestado de papeles y libros de tapa dura guardados en cajas de cartón. La luz que desprendía una inmensa y trasnochada lámpara de araña me permitió divisar todo el caos reinante. No había espacio para la oscuridad en ese cuarto. Y, en medio de aquel desordenado mar de celulosa, sobre una cómoda y acojinada butaca, Horacio Trebujena (algo más mayor e hinchado, pero con la misma rubia y lustrosa melena) se hallaba sentado, escribiendo con un afiladísimo lápiz de color negro. Obviamente, no percibió mi presencia, era imposible que me detectase. Y, sinceramente su abstracción era tal que me sentía capaz de ver como su mente volaba muy lejos de aquel improvisado lugar de trabajo. Pienso ahora que aquella noche quizás él estuviese más lejos de Mara y del resto del mundo que yo. Sigiloso, uno sigue siendo meticuloso pese a todo, me aposté sobre su hombro izquierdo y eché una ojeada al texto que esmeradamente componía.

Tras echar un vistazo a varias páginas que fue pasando frente a mí, no me costó averiguar que era una novela lo que se traía entre manos. Una parte de mi ego se sintió herida ante la posibilidad de que Trebujena no sólo me hubiese robado al amor de mi vida (hecho obvio a estas alturas), sino que, además, tal vez se alzase con un éxito editorial que a mí me fue negado a causa de mi prematura muerte, talento desperdiciado. Fue únicamente un segundo de agonía, ya que enseguida colegí la escasa calidad de su escritura. Aquel pastiche estaba destinado al fracaso. Es más, se me antojó lógico que esa sesión de trabajo enfervorecido por parte del simple de Horacio se debiese a que lo inevitable había llegado a su insulso día a día: le habían despedido del periódico. Ahora vivían de lo que Mara ganaba, probablemente vendiendo ocasionalmente alguna que otra pintura. No le quedaba otra que sacar un libro que le confiriese unas cuantas ganancias para subsistir. ¡Qué feliz fui en ese momento! Proyecté mi risa hacia el techo del despacho y bajo la lámpara me desgañite en un ataque de júbilo. Nada notó Horacio. Aun así, me frené convulsamente. La inexistente sangre de mis venas se había helado por completo. Pegado al techo, como si de una foto enmarcada y colgada en la pared se tratara, había un cartel de un metro de alto, por medio de ancho, en el que se veía la cubierta de un libro (‘El hombre con rostro’ leí espantado) y debajo del mismo, en letras doradas, se afirmaba “la novela del año, el libro del que todos hablan. ¡Nos esperes a leer la magistral novela del escritor del momento, Horacio Trebujena!”.

Si dijese que esta revelación no me dolió… En fin, ustedes sabrían (algo ya me van conociendo) que estaría mintiendo descaradamente. Pues bien, este descubrimiento me afectó mucho. Me sentí enloquecer y me lancé al cuello de Horacio, tratando de estrangularle con mis manos incorpóreas. Salté una y otra vez sobre él sin que Trebujena se percatase de ello. Con saña le estrangulé sin llegar a rozarlo siquiera. No pude tocarle ni un estúpido pelo de su horrible cabeza. Rendido y frustrado, me dejé flotar hasta el techo y escupí un esputo invisible sobre su ‘magnífico’ libro. Al mirar de nuevo hacia abajo, mis ojos se cruzaron con los de Horacio, que no me vieron. El muy canalla había ubicado el cartel ahí para regocijar su ego en cada pausa de trabajo que se tomase. Cómo podía ser tan vanidoso. ¡Ser despreciable! No soporté verlo más y me marché rumbo al lugar del ático del que me había parecido que procedía la solícita voz de Mara. Atravesé la luminosa y vetusta lámpara de araña que iluminaba el habitáculo y, contra todo pronóstico, no abandoné el despacho; algo mágico acababa de suceder. No lo creerán posible, pero la vieja araña del techo se movió a mi paso. No fue nada más que un ligerísimo balanceo, el leve tintineo de un objeto acariciado por un inapreciable viento espectral. La nada más absoluta y que, no obstante, para mí lo representó todo. Me olvidé, por tanto, de Mara y me centré en lo maravilloso de mi hallazgo. Entonces, al fin, supe qué hacer.

Indiqué antes que mi noción del paso del tiempo se halla prácticamente desaparecida. Por tanto, se me hace en exceso complicado especificarles cuántas noches tardé en preparar mi obra maestra. No obstante, sí que puedo explicarles cómo lo hice, cómo compuse la muerte de Horacio Trebujena. Él trabajaba cada noche en su despacho, hasta altas horas de la madrugada. Durante esas silenciosas y largas horas de oscuridad cegada por la potente iluminación de la estancia, mientras Horacio se afanaba en la escritura manual de su nuevo libro, yo danzaba espasmódicamente alrededor, y también a través, de la hermosa y antediluviana lámpara de araña. Y ésta se mecía, oscilaba milímetro a milímetro, siguiendo el ritmo de mis brazos arqueados y piernas, pateadoras de un objeto que no podía asir pero que sí era capaz de desgastar. Con cada nueva pasada que emprendía, aumentaba el ángulo de inclinación de aquel metálico artrópodo. Mi avance resultaba inapreciable para el ojo inexperto, mas la venganza se acercaba de forma inexorable. Eso lo sabía bien. Trebujena dormía por las mañanas y dedicaba sus tardes a realizar ciertos recados, visitar amistades y solventar compromisos profesionales… O, a lo mejor, no hacía nada de eso y vegetaba mientras veía películas en la televisión del salón. A mí eso me daba absolutamente igual, ya que yo aprovechaba aquellas pausas que se concedía mi anfitrión para estar con Mara y acompañarla en su rutina. Juntos, aunque ella no lo supiese, pintábamos sobre sus lienzos y también salíamos a tomar café o nos acercábamos al supermercado de la esquina. Los años apenas habían causado estragos en su rostro (en cambio, tenía las manos, supongo que a causa de pintar, dolorosamente castigadas). Seguía siendo ella, con su melena larga y suelta, y sus grandes ojos azules, y sus maneras elegantes. Algo había en Mara que sobrevivía (y, de hecho, sobreviviría) a la erosión del tiempo, una cualidad intrínseca que jamás la abandonaría y que le hacía parecer irresistible ante mi escrutadora mirada; una característica que me hacía quererla como nunca o, esto se me antoja más preciso y también cursi (dispénsenme una vez más), amarla como siempre.

Al caer la noche, Horacio y yo retomábamos nuestro invisible duelo, una enemistad que amenazaba con no tener fin hasta que una noche, una noche cualquiera, indistinguible de la anterior, escuché el crujido de un enganche que cedía (cómo podían tener una lámpara tan antigua en un ático tan lujoso; cómo y quién la había colgado tan mal, de forma tan precaria; tanto anhelaba la luz el imbécil de Trebujena; yo hubiese empleado un inofensivo flexo de bajo consumo… Muchas preguntas, ninguna respuesta). Y, a partir de ese minúsculo e insignificante momento, todo se precipitó. En escasos segundos hube presenciado el final de mi enemigo. Adiós, Horacio, adiós. A la fuerza ha de ser cierta esa creencia popular que asegura que todos tenemos un ángel de la guarda que vela por nosotros. Trebujena sí que lo tenía o lo tuvo. Pienso que yo también, esto no lo sé. Lo que está claro es que el suyo y el mío, si lo tuve, eran unos ineptos, unos malditos incompetentes, porque su acción salvadora no nos sirvió de nada a ninguno de los dos. Horacio, como avisado por un poder superior, soltó el lápiz y derramó su rostro a los cielos techados de su rincón de escritor justo a tiempo para observar (ojalá hubiese podido divisarme sobre él en ese momento) como la lámpara de araña se contoneaba por última vez antes de caérsele encima y aplastar su cráneo contra la mesa y (esto es un detalle macabro, lo reconozco) su por siempre inacabada novela. La sangre que había auspiciado las creaciones de su cerebro regaba ahora, para mi regocijo, su correspondiente testimonio físico en papel. La habitación quedó en penumbra, montañas de ejemplares de ‘El hombre con rostro’ guardaban el cadáver de su autor. La araña finalmente había cazado a la mosca y se daba un festín de vísceras sobre el escritorio. Percibí un imposible olor a cobre y el silencio se marchó sorpresivamente. Mara Ruiz, mi querida Mara, acababa de entrar en el cuarto y sus gritos quebraron el suave y diáfano cristal de la madrugada en mil y un pedazos.

Pero no se indispongan por mi pobre Mara. Cierto que fue obligada a ver el levantamiento del cadáver y no pudo escapar de dar cumplida cuenta a un montón de cuestiones, pero aquella noche no estuvo sola. Cuando el equipo de la policía forense abandonó el piso y ella se derrumbó y lloró, lloró hasta que se durmió, yo estuve ahí, a su lado. Incluso vigilé su sueño, que fue breve, interrumpido y triste, plagado de pesadillas, supongo. La acompañé y fui su apoyo, y también su libertador. Aunque tal vez ella nunca llegue a saberlo.

¿Si encontré la felicidad? ¿Si me mereció la pena tanto afán de venganza? Ah, ya entiendo, ustedes pretenden hacerme sentir culpable. Quieren esposarme la cadena de la penitencia al tobillo, para que la arrastre y tire de ella por toda la eternidad. Permítanme que me ría. No, no, esto no funciona así. Me explicaré, no tengo inconveniente en hacerlo, estoy libre de toda culpa, no hay remordimientos dentro de mí… Verán, sí, sí, ¡sí! Encontré la felicidad. ¿Pueden oír mi grito de victoria? Es más, fui muy feliz, me sentí completo aquella noche, casi me atrevería a enunciar que supe lo que era estar vivo de nuevo. Uno no está tramando un golpe maestro durante tanto tiempo para luego descomponerse a las primeras de cambio.

Lo que sí me gustaría aclarar es que soy un hombre elegante, que sabe guardar duelo. De modo que respeté el entierro de Horacio Trebujena y me abstuve de aparecer en él. Me han contado que fue multitudinario y emotivo, toda la ciudad se reunió para despedir a la pluma del momento. ¡Fantoches! También me dijeron que la viuda se mostró inconsolable durante la ceremonia… Ay, mi desdichada Mara. Eso fue al principio, toda pérdida, por insulsa que sea, es dura de asumir hasta que pasa un tiempo. Sé de buena tinta que ahora le va genial y que disfruta de una deslumbrante carrera profesional. Por mi parte, yo me alejé de ella. No quería importunarla estando sin estar, atrapado miembro perteneciente a otro mundo que no es el suyo. Una vez la hube librado del inefable Horacio, desaparecí de su vida. Si aquel camión no me hubiese embestido, todo habría sido tan distinto… A menudo me devano los sesos calibrando opciones para volver atrás en el tiempo. Al fin y al cabo, sólo son quimeras, utopías... Pero qué soy yo sino una quimera, un ente imposible, un muerto que cohabita con los vivos y que ha llegado a influir en el designio de al menos dos de ellos… Tal vez nada sea imposible.

Sin embargo, me canso muy pronto de discernir entre tanto pensamiento farragoso. Creo recordar, no estoy seguro ni de esto, que hace ya largo rato, cuando empecé mi desaventurada historia, les hablé de mis problemas de coherencia, de mi imposibilidad de resistirme a hablar de Mara y de Horacio y de todo lo que me ha tocado vivir… En fin, no sé cuánto ha transcurrido desde que maté a Horacio Trebujena, al que se dio por finado en accidente doméstico. Todo, mentira; créanme, sé de lo que hablo… Decía que me aparté de la existencia de Mara Ruiz y me dediqué a recorrer el mundo. He estado en Londres, París y Roma. También he visto Sudamérica, que no la pude visitar en vida. He visto ponerse el sol en Saigón y sé cómo amanece en el desierto de Sonora. Sí, he viajado muchísimo. No tengo mucho más que hacer, la verdad. Tampoco es fácil encontrar oídos cómplices que quieran oír mi relato, por eso les agradezco tanto su atención…

Cuando no estoy cruzando el ancho mundo, aprecio la buena lectura. Mis manos incorpóreas no agarran los libros, así que leo tras el hombro de otro lector. Me cuelo en las casas de la gente y estudio sus estanterías. Visito las bibliotecas de las universidades y busco lectores de novelas (Kipling, Joyce, Roth… A todos los admiro con devoción), y las leo junto a ellos. Cuando un pasaje me gusta especialmente, se lo comento a la persona en cuestión que sostiene el libro, se lo susurro al oído. Le digo “qué bueno, ¿verdad?” o “venga, pasa la página, que ya he terminado” o “vuelve atrás, que quiero leer este fragmento de nuevo”, pero nunca me escuchan, ni tan siquiera me oyen. En contadas ocasiones agitan una mano sólo para espantarme, como si yo fuese un insignificante mosquito o una molesta ráfaga de viento que les destempla una oreja. ¡Qué desgracia! Y esta es ‘mi vida’. Todo transcurre igual, inamovible, repetitivo. Imagínense estar atrapados en el mismo momento, pero que ese momento fuese siempre distinto… No me resulta fácil expresarme con mayor claridad… Lo siento, lo siento de veras. Pero no, no; no se compadezcan de mí, eso lo odio… No me arrepiento de lo que hice, pero sí que es cierto que la euforia inicial ha dado paso a un marasmo insoportable. Ya saben, uno no ha de recrearse excesivo tiempo en sus logros o estos perderán su trascendencia.

Únicamente me resta algo por añadir. Carece de relevancia, pero considero que debo informarles, tanto por agradecimiento como porque, debido a que han sido depositarios de mi narración, ustedes ahora forman parte de esta historia y, tal vez, les parezca un detalle curioso. Hace poco me han hecho saber que Horacio Trebujena ha descubierto la fatídica verdad que esconde su muerte. Alguien le habrá informado, no lo sé con exactitud. Lo que sí me han dicho es que recorre el planeta en pos de mí. Pretende matarme. Desconozco si esto es remotamente posible o viable. No sé si se puede matar lo muerto. A lo mejor es viable la opción de ‘rematarme’. Una ira ciega y visceral le guía o eso tengo entendido. Aún no nos hemos encontrado cara a cara. Es únicamente cuestión de tiempo. Sucederá. ¿Qué ocurrirá cuando ese día llegue? ¿Acabará conmigo? ¿Encontrará un método de aniquilarme pese a la imposibilidad física de su meta? Seguramente sí lo conseguirá. Pero esto es algo que me preocupa poco o más bien nada. Si llega ese preciso momento, significará que han vuelto a cambiar las tornas y que ahora es a mí al que le toca encargarse de él y liquidarle de nuevo. Una segunda vez, una tercera y así hasta el infinito si fuese necesario. Porque una cosa tengo clara: mi odio sempiterno hacia Horacio Trebujena nunca se extinguirá. Yo soy Jaime Águila y le he condenado a caer conmigo al abismo del olvido. Y todo lo hice por ti Mara, sólo por ti, cariño; no, por favor, no me des las gracias. No las merezco.


(FIN)

martes, 17 de septiembre de 2013

'La vida del esquimal' (segunda parte)

En la primera parte: Jaime Águila, otrora prestigioso y poderoso articulista, desgrana sin tapujos su trayectoria vital y se retrotrae a lo que él mismo llama 'sus años dorados', justo antes de conocer a Mara Ruiz y al trágicamente finado Horacio Trebujena, enigmático sujeto del que Jaime declara ser su asesino.

(Continúa)

Decía que fue entonces cuando conocí a Mara Ruiz. Me fue presentada en una cena oficial que organizaba el periódico con no sé qué motivo social como trasfondo, algún tipo de acción benéfica. Nunca he estado interesado en esas gaitas, simplemente asistí para contentar al editor de turno. Sesteaba aburrido, fingiendo disfrutar de una animada charla con un grupo de solícitos anunciantes del diario, cuando una redactora con la que no había cruzado más que un par de palabras en cinco años me asió de la perfectamente planchada manga de mi chaqueta y dijo con una voz que advertí como anormalmente aguda: “Aquí está… Hola… Buenas, señor Águila, le presento a Mara Ruiz. Es la nueva figura de la pintura de la que tanto se está hablando. Insistía mucho en conocerle, ¿sabe? Dice que le lee todos los fines de semana”. Aquella irritante introductora se retiró y le tendí la mano a Mara, que me la estrechó al instante, pudiendo yo sentir el tacto suave de su mano y su apretón firme, decidido. Me mostré encantado de conocerla y charlamos durante largo rato. Por descontado, me olvidé de aquellos molestos anunciantes y de su insulsa cháchara. No volví a verlos en el resto de la velada.

En cambio, de Mara sí que no me separé en toda la noche. ¡Ay! Si ustedes la hubiesen visto… Aunque mi cabeza no rija como antaño y mi relato se pierda en recovecos e inexactitudes, a ella sí que la recuerdo a la perfección, es como si ayer la hubiese visto por primera vez. ¿Quién iba a suponer siquiera lo que se nos venía encima? Yo, desde luego, no y ahora no se me apetece hablarles de eso. No obstante, sí les diré que aquella noche ella iba guapísima, el pelo recogido y sus grandes ojos azules discretamente pintados, y que nos reímos mucho, largo y tendido. Creo que congeniamos y apostaría que le caí bastante bien. Por mi parte, quedé locamente enamorado de ella desde aquella misma noche. No teníamos la misma edad, ella era algo mayor (tampoco importaba, teniendo en cuenta lo mayor que ahora ella se ha hecho respecto de mí), pero este burdo dato biográfico no fue obstáculo para que nos viésemos varias veces más y acabásemos trabando amistad. La invité dos noches al teatro y cenamos, por lo menos, en otras tantas ocasiones.

Pero en ese momento hizo su aparición el indeseado Horacio Trebujena y nada fue igual a partir de este punto. Vaya desgracia la mía… Horacio era periodista y de los malos; dispénsenme, esto último lo añado yo. Su jefe estaba harto de él y quería despedirle. Le había concedido un ultimátum o eso era lo que se decía en los mentideros de la ciudad y lo que llegó a mis oídos cuando empecé a indagar sobre su incierta figura. Sí sé de buena mano que conoció a Mara Ruiz a causa de una entrevista. Su periódico, que era el más directo competidor del mío, quería paliar la pérdida de lectores (los estábamos destrozando, en términos estrictamente comerciales) dando a conocer nuevos talentos locales en una novedosa sección semanal. Para ello destinaba una doble página central cada domingo en la que se publicaban las distintas entrevistas de lanzamiento. La tercera estrella en ciernes requerida por el diario no fue otra que Mara Ruiz y Trebujena se encargó de componer la pieza; tal vez su última oportunidad de congraciarse con su jefe. Y ahí todo empezó a truncarse para mí. Aunque, por supuesto, yo no fui consciente de ello en un primer momento. En ese instante, sencillamente me conformé con leer la entrevista cuando fue publicada y me alegré del éxito que tuvo la misma, que propició que la popularidad de Mara creciese. Se imaginarán ustedes que yo deseaba lo mejor para ella, por supuesto.

Luego, con el tiempo, he sabido que mi querida Mara quedó gratamente impresionada de la complexión fuerte de Horacio (he podido verlo en persona y su pecho parece hecho de latón, similar a esos troncos abombados y llenos que suelen lucir los cantantes de ópera) y su lustrosa melena rubia (y extrañamente lisa, como si se la planchase). Su trato era muy cortés y los que en vida lo contaron entre sus amigos y conocidos presumen de su irreverente humor y su capacidad de divertir a cualquiera. Trebujena era un hombre afable y sin dobleces, es más, diría que no tenía ningún poso o vida interior. Todo en él era superficial y banal, parecía ser presa de lo aleatorio y lo cotidiano. Más de una vez me he preguntado si llegó a tener alguna inquietud en su vida. Pero claro que las tenía, sólo que yo no supe descubrirlas a tiempo… ¡Imbécil de mí! La cosa es que este iluso chupatintas comenzó a conquistar a Mara desde el mismo día en que la entrevistó, el bandido no perdió el tiempo. Fue conocerla y, al instante, ya quererla para sí. Y lo peor es que lo consiguió.

Si yo presumía, y presumo, de mi amistad con ella y nuestras esporádicas quedadas, he de reconocer que Trebujena me adelantó por la izquierda como una exhalación. Mientras yo creía gozar de una posición envidiable en cuanto a mis intenciones con Mara, Horacio y ella ya se veían muy a menudo y hacía tiempo que su relación había sobrepasado los límites de la simple amistad. Cuando me enteré, reaccioné muy mal y, además, tuve mala suerte (todo hay que decirlo).

Me lo dijeron de manera accidental, como todas las grandes revelaciones que nos llegan en la vida, y me lo contó un amigo que no pretendía hacerme ningún daño; ni siquiera sabía que yo conocía a Mara. Fue algo del estilo de “¿a qué no sabes la última?” mientras conversábamos y nos tomábamos unas cervezas junto al paseo marítimo. Rápidamente, mi cabeza comenzó a elucubrar. Me sentí ultrajado y traicionado. Me excusé con mi amigo y me marché inmediatamente. Pagué antes lo que nos habíamos bebido. Cuando arranqué el coche, mis pensamientos estaban a muchos kilómetros del resto de mi cuerpo. Recuerdo que me prometí que iba a destruir a ese periodista que había osado entrometerse en mi camino. Decidí que le dedicaría la columna del siguiente fin de semana. No sería difícil tener listo el artículo aunque tendría que informarme sobre él primero, estudiar cuáles eran sus puntos débiles, por dónde podía criticarlo. Olía la carnaza y mi mente carburaba las primeras líneas de la feroz semblanza: “El mundo de la prensa no es un pliego de virtudes, con ello nada descubro, pero hasta ahora la Vergüenza (escrita con mayúscula) no había penetrado en las hojas de los periódicos. Lamentablemente, la degradación ha llegado hasta nosotros personificada en la figura del tergiversador Horacio…”.


No fui capaz de terminar la segunda frase de mi aún danzante texto. Al igual que no fui capaz de llegar más allá del cruce que coronaba la calle de un único sentido en la que había aparcado el auto. No fui capaz de nada de ello porque, mientras abandonaba mi plaza de estacionamiento, no vi el semáforo con el disco rojo encendido (mis ojos sí lo vieron pero mi razón atendía en esos momentos a otros asuntos) y, por tanto, no frené sino que aceleré mediante un fuerte pisotón al pedal. El camión que cruzaba la vía perpendicular tampoco frenó a tiempo, aunque sí lo intentó, y mi coche, conmigo dentro, fue embestido y lanzado cien metros hacia la derecha, donde quedó en medio de la calzada, bocarriba, después de haber dado seis vueltas de campana. Fueron seis, una detrás de otra, aunque creo que a la tercera yo ya estaba inconsciente. Y eso es todo lo que recuerdo de mi desconcertante muerte…

(Continuará... Y concluirá en una tercera y última parte)

domingo, 15 de septiembre de 2013

'La vida del esquimal' (primera parte)

La sorpresiva muerte de Horacio Trebujena fue un fatídico accidente. Todos creyeron eso. A esa misma conclusión llegó el informe de la brigada policial encargada de llevar a cabo la investigación del trágico suceso. La autopsia no arrojó ningún dato revelador más allá de los que ya eran fácilmente reconocibles a simple vista. Fue un golpe seco, duro e inesperado el que acabó con su vida, un repentino aplastamiento en mitad de la noche, un extraño accidente doméstico. Todo, una sucia mentira; créanme, sé de lo que hablo... ¿Pero quién podría haberlo imaginado o previsto, Horacio? ¿Habrías hecho caso y te habrías resguardado de mi influencia si alguien te hubiese alertado? Seguramente no; no, tú no eras de los que se asustan y se dejan guiar por fobias irracionales. Sin embargo, pese a su boyante trayectoria y su próspera vida, Horacio no responde a mis preguntas porque está muerto y su deceso no fue un accidente, eso puedo garantizarlo. Todos así lo creyeron y me consta que lo siguen pensando, pero no fue eso lo que ocurrió. Cómo puedo saberlo, se preguntarán ustedes. Muy sencillo, la verdad. Lo sé porque yo le maté, fui yo el que cavó el hoyo que se lo tragó (metafóricamente, entiéndanme; no he usado una pala en toda mi vida). Fui yo y sólo yo, sin ayuda y a mucha honra. Qué orgullo. Y les diré más, nadie llegará nunca a saber mi crimen ni seré juzgado por mi vil acto. Estoy libre de cualquier represalia por parte de la sociedad. Vamos, vayan, ¡vayan! Corran a la policía, delátenme, ya que nada pueden hacerme. Me carcajeo de ellos y también del pobre Horacio. No escapaste de mí, maldito. Abrí tus ojos para que nunca más pudiesen volver a cerrarse. Vi como te retiraban dentro de una bolsa y me supe vencedor. Salvé a Mara de tus garras, aunque ella quizá nunca llegue a saberlo. Lo hice por ti, cariño; no, por favor, no me des las gracias. No las merezco.

Pero discúlpenme, ustedes. Lo siento mucho. Qué desconsiderado por mi parte. He empezado a hablar y no he tenido ni la decencia ni el decoro de presentarme. Me he dejado llevar. Últimamente, me sucede muy a menudo. Es como si estuviese perdiendo la perspectiva, como si la coherencia me comenzase a abandonar, ¡a mí! Que he sido santo y seña del articulismo andaluz, la razón pura y los argumentos más certeros de toda la prensa escrita. No logro comprenderlo, pero no por ello dejo de sufrir los estragos de este desorden mental, de este perpetuo despiste, que me invade desde tiempo atrás… Me llamo Jaime Águila y seguramente me conocerán o conocieron, no espero otra cosa… Antes de proseguir, siento esta nueva interrupción, me gustaría darles las gracias por escucharme, son muy amables. No resulta sencillo encontrar oídos cómplices que quieran saber mi historia y yo, en cambio, y por algún motivo que desconozco, necesito relatársela a todo el mundo, parece que no supiese hablar de ningún otro asunto, algo particularmente extraño y preocupante en un tipo tan instruido como yo (aunque no me agrada mostrarme arrogante ni soberbio, no es ese mi estilo).

Les decía, una vez hecha la pertinente aclaración anterior, que me llamo Jaime Águila y durante cinco dorados años fui el paladín de las páginas de la sección de opinión, un verdadero rey del periodismo de prestigio. Ese era yo, una rauda estrella en auge, una de esas firmas que entran por la puerta grande, alguien muy pero que muy importante. Porque, también he de añadirlo, por aquel entonces yo era joven, tremendamente joven. En mí confluían al mismo tiempo, así era yo de especial, los dos momentos profesionales que todos anhelamos alcanzar en nuestra profesión: una incursión meteórica bajo el amparo del descaro juvenil y la respetabilidad y el poder que otorgan el trabajo bien hecho y un lugar consolidado en el escalafón del gremio. Yo era todo eso y mucho más, pero ya les indicaba antes que no soy alguien tendente al narcisismo ni me precio de halagarme.

¿Cómo llegué a mi trono? ¿Observan, ustedes? Mi relato se vuelve atropellado a cada segundo. En condiciones normales, es decir, en plenas facultades mentales, no habría obviado este punto tan trascendental de mi historia. ¿Qué será de mí? Esta atribulada mente mía a veces me preocupa… Gané un concurso literario, esa fue mi incursión en el mundillo de las letras impresas. Sí, verán, escribí un cuento breve, al fin y al cabo todos lo son, que titulé ‘El lado malo’ y lo envié a tres concursos de distinto ámbito geográfico: comarcal, provincial y, sin mucha fe pero convencido de probar fortuna, autonómico. No sé si sabrán que no se puede (en realidad, no se debe) presentar una obra a más de un certamen simultáneamente, eso vulnera el pliego de normas y reglas a respetar. Por lo que recurrí a la clásica táctica de cambiar el principio y el final de la historia y alterar el título. De este modo, generé tres versiones a partir del mismo relato. Y, tal vez les cueste creerlo, me otorgaron el primer premio y su correspondiente importe en metálico en el concurso a nivel andaluz. Tuve que dar un discurso y todo en una modesta gala que se orquestó para realizar la entrega del prestigioso galardón. Si les aguijonea la curiosidad, les confesaré que en los otros dos certámenes no obtuve ni una triste mención. Mis dos versiones de ese mismo cuento pasaron sin pena ni gloria. Menudos idiotas, ignorantes miembros del jurado. Pero a mí qué más me daba, había sido declarado vencedor en el más ilustre de los tres eventos y se había valorado la calidad literaria de mi obra. De las tres versiones, la premiada fue la que titulé ‘La vida del esquimal’, no le busquen lógica ni sentido al título, algo tenía que poner y se me echaba el tiempo encima; miserias de la vida de alguien que se dedica a esto de rellenar folios en blanco.

En fin, dos semanas después me llamó el editor de un gran diario y me ofreció una columna bisemanal en la que tendría total libertad para escribir sobre lo que me apeteciese. Obviamente, acepté encantado. Era un buen sueldo y, sobre todo, suponía una magnífica oportunidad. Y, de este modo, ustedes pudieron empezar a leerme todos los sábados y domingos con el café de la mañana. Sí, yo soy aquel Jaime Águila que les hablaba desde la parte superior externa de la página quince todos los fines de semana. Una ubicación legible y envidiable, lo comprenderán seguro. Y el éxito, si no me había acogido ya en su seno, terminó por abrazarme por completo. Durante los cinco años siguientes fui el azote de la sociedad y despotriqué contra todo y contra todos. La gente tenía miedo de enemistarse conmigo. Mi estilo y mi retórica se volvieron las más imitadas, por supuesto, con escaso éxito, original solo había uno y ese era yo. Si aparecías mencionado o mentado en ‘El poeta desperado’, así llamé a mi tribuna de opinión (al lado del titulillo, se encontraba siempre mi foto: la barbilla cincelada, la mirada evocadora, toda una estudiada pose enmarcada sobre una camisa azul de sport y bajo los ondulados rizos de un pelo sano y lustroso), sabías que tu vida iba a dar un vuelco. Yo tenía el poder de auparte, pero sobre todo de hundirte. Mis juicios eran leídos y admirados. Destrocé la existencia de unos cuantos… Ven como soy modesto, podría haber dicho “de unos cientos” y no hubiese faltado a la verdad. Así era yo, se lo garantizo. De hecho, y a modo de anécdota, recuerdo aquella columna, esa pequeña semblanza, que le dediqué a un inepto policía municipal que osó multarme por exceso de velocidad. Lo puse de vuelta y media. El artículo salió publicado a primera hora de un domingo y el lunes ya me habían condonado la infracción. Hasta me llegó una carta de disculpa procedente de un alto cargo de la policía. Créanme, no exagero. Ese ser omnipotente era yo. Esta era mi ciudad, de sobra lo saben.

Fue entonces cuando conocí a Mara Ruiz...

(Continuará) 

martes, 10 de septiembre de 2013

El lado malo


A pesar de no tener trabajo al que acudir, era un hombre que se levantaba exageradamente temprano cada mañana. A diario amanecía muy pronto para él y lo primero que hacía siempre, sin excepción, era prepararse una taza de café. Le gustaba el café sólo, de un negro muy negro, bien cargado e hirviendo. Una vez servido en una taza blanca, abandonaba la cocina y se instalaba en una mullida y gastada poltrona de la terraza, desde la que contemplaba el mar y saboreaba su codiciado café. Este pequeño placer cotidiano se había vuelto el centro de su existencia y solía recrearse en él durante un prolongado rato, generalmente hasta que el sol comenzaba a refulgir, ya alto, y los destellos dorados sobre el mar dejaban paso al verde opaco y oleaginoso, color característico del agua a media mañana y ya para toda la jornada. El resto de la vida de este hombre… Sinceramente, carece de relevancia o, al menos, yo no se la otorgo. Como, de igual modo, estimo innecesario especificar la identidad de este particular sujeto (a fin de preservar su intimidad) y la relación que conmigo guarda. 

El caso es que hace unos meses le vi y me dijo algo que me dejó verdaderamente preocupado. Él se encontraba sentado en una cafetería cercana a mi domicilio y yo caminaba con el perro, creo recordar (perdónenme si no soy fiel en los más ínfimos detalles) que me disponía a comprar el periódico en un quiosco cercano. Él me paró y me invitó a que le hiciese compañía, y, después de unas cuantas banalidades, me hizo saber que la víspera había visitado a su médico y éste, bata y barba blancas, ojos grandes tras inmensas gafas de concha que todo parecían llegar a ver (empleó estas exactas palabras), le comunicó que se hallaba gravemente enfermo y que debía cesar por completo toda ingesta de cafeína o moriría a no mucho tardar. Me reí, quizá desconsideradamente puedo pensar ahora. Su rostro era duro y frío como una roca; no bromeaba, así que me disculpé por mi hilaridad. Entonces, prosiguió él su relato y me habló de una extraña enfermedad de la que nunca había oído hablar, parece ser que internet tampoco sabe nada acerca de ella, causada por una intoxicación granular basada en la incompatibilidad del café y el sistema parasimpático. No mentiré. No entendí nada de aquello que me fue contado, ni tampoco lo consideré cierto en el primer momento, dicho sea de paso; pero a este hombre se le veía, y también se le sentía o adivinaba, profunda e interiormente convencido de la certeza de sus afirmaciones. De hecho, él bebía (a pequeños sorbos, mientras hablaba), un triste vaso de agua que, además, parecía estar templada; vaya, yo no vi ningún cubito de hielo en su vidrioso vaso ni asomo de condensación. 

Le pregunté, por tanto, qué pensaba hacer al respecto y él me respondió que iba a cambiar, que a partir de ese preciso instante iba a ser otro, iba a abandonar su preciada taza de café matinal o matutino porque quería vivir o, mejor dicho, quería seguir viviendo. Yo le di ánimos, pero albergué ciertas dudas internas. Soy de esa clase de individuos que piensa que nadie llega a cambiar del todo y que, por consiguiente, resulta inviable desechar los hábitos y manías, y también vicios, que nos dañan y esclavizan. Pese a mi obstinado razonamiento, nada a él le comenté. Únicamente, me despedí y quedé en llamarle, a su vez le di las gracias por el cortado con leche que yo sí me había tomado y proseguí mi recorrido. A mí perro, al igual que le ocurre a las personas, no le gusta pararse ni alterar su rutina de cada mañana. 

Han pasado varios meses desde nuestro encuentro en la cafetería del barrio y, por supuesto, no le he llamado. Es más, me llegué a olvidar de este extraño hombre y su curioso relato. Lo olvidé por completo hasta hace dos semanas, cuando una noche de miércoles recibí una llamada de teléfono de un amigo y, entre un tema y otro (hacía tiempo que no sabíamos nada el uno del otro, por lo que nos estábamos poniendo al día), salió a colación el nombre de nuestro común conocido adicto al café que ahora lo tenía prohibido y, como empecé a sentirme curioso, le insistí a mi amigo para que me contase lo que supiese. Y, vaya, sabía más, mucho más. Me contó una historia que a él le fue también contada por el protagonista de la misma. Sólo que a mi amigo no le fue revelada en un cafetería, como me ocurrió a mí, sino en un pasillo del supermercado. Entre los frutos secos y las botellas de vino se cruzaron y reconocieron y, sin previo aviso, apenas hubo tiempo esta vez para trivialidades, nuestro común conocido le narró a mi sorprendido camarada la historia que a continuación reproduzco sin saber a ciencia cierta su veracidad, aunque tampoco tengo motivos para albergar dudas sobre la misma, ya que considero que ninguno de sus dos emisores, tanto el protagonista como mi amigo, que luego me la refirió a mí, ganan nada mintiéndome. Claro que tampoco pierden nada, según se mire. 

La historia en cuestión versa sobre un hombre que se ha propuesto cambiar, se ha juramentado a conciencia y, a causa de ello, va a prescindir de su reconocido como mejor momento del día: el café de la mañana. De modo que, según parece todo empezó la jornada siguiente a mi charla con él en la cafetería, cuando pasé delante de él mientras paseaba al perro y me dirigía hacia el quiosco; este hombre se levanta y, sin prepararse taza de café alguna, se sienta en su gastada poltrona de la terraza y mira hacia el mar. Deja vagar sus ojos por la inmensidad azul que flota ante su cabeza y muy pronto se aburre. Se aburre, pero no se adormece como podría parecer lógico a primeras horas de la mañana, que no suele costar mucho recuperar el sueño cuando todavía impera la oscuridad y los pensamientos no son del todo diáfanos… Le cuenta a mi amigo que entonces empieza a notar un leve temblor en su mano derecha, y eso que es zurdo (le aclara), y eso le asusta y mucho. Al rato, no sólo le tamborilea la mano, también siente como si le asiesen el pecho dos robustos brazos que le abrazan violentamente, que le oprimen, que amenazan con aplastarlo. Convencido de que el remedio va a ser peor que la enfermedad, hace amago de levantarse de la mullida butaca para ir a beberse su anhelado café, pero algo le retiene. A su derecha, en el bloque contiguo, que queda en ángulo recto respecto al suyo, una persiana es subida y dos blancos visillos, descorridos. Vuelve a dejarse caer. La opresión parece empezar a remitir. Su atención está proyectada hacia la figura que detrás de la ventana se afana en recoger la cocina de su casa. No tarda en descubrir, y en esta parte de su discurso mi amigo dice que lo siente nervioso, tenso (creo que hasta me dijo que le percibió excitado), que es una mujer y que ésta es alta y tiene una larga melena morena que le cae sobre los hombros, y, esto se me antoja como fundamental, no lleva puesto nada más que un delantal que hace algo más que intuir su envidiable contorno. Nuestro común conocido entra en trance y olvida su café. Permanece extasiado, la mirada y el juicio plácidamente perdidos, observando como ella trabaja y cocina, y luego también como desayuna. Bastante tiempo después, la persiana vuelve a ser bajada y las cortinas corridas de nuevo, y ya no la puede ver más. Comienza a emerger de su vívida ensoñación y se da cuenta, todo esto se lo explica, según mi amigo, sin dirigirle la mirada, como si a este improvisado charlatán le diese igual su interlocutor, como si sólo necesitase ver un rostro remotamente conocido para sincerarse, para desahogarse… De hecho, mi colega cree que no hablaba con él o para él, lo que él piensa es que todo se lo estaba relatando a una bolsa de nueces peladas, auténtica destinataria de su esquiva mirada. Pero mi amigo tiende a menudo a exagerar y tampoco deben tenerse en cuenta todas sus apreciaciones. En fin, al improvisado voyeur se le había acabado el espectáculo aquella mañana, pero el día se le presentaba estúpidamente maravilloso. El reloj le asegura que ya son más de las once de la mañana. Ya ha pasado su hora del café y prosigue su jornada habitual. Esa noche considera que ha vencido, se repite a sí mismo que ha comenzado su cambio y, según reconoce en el supermercado, queda prendado de la mujer de detrás de la ventana, a la que toma por una enviada del destino para ayudarle a vencer su incipiente y peligrosa enfermedad. A la mañana siguiente se repite el ritual de idéntica forma: la llegada a la mullida poltrona, los temblores y la agitación ansiosa, la casi recaída en la deseada dosis de cafeína, la aparición salvadora de la mujer del bloque de al lado en el último momento, su exiguo delantal y los sugerentes quehaceres matinales hasta bien iniciado el día. 

Me dijo mi amigo por teléfono, el bribón consiguió captar mi interés por completo y esa noche me fui difícil dormir, en mi cabeza todo lo escuchado giraba caóticamente, que el extraño encuentro a distancia entre los vecinos se repitió a diario durante los meses siguientes, o eso le contó a él este hombre en su fugaz pero intensa conversación. Su salud mejoró y el médico le felicitó. Él no confió su secreto al doctor, seguramente le avergonzaba haberse vuelto un vulgar mirón. Pero todo marchaba de maravilla en su nueva vida, la manida rutina diaria se había alterado para siempre. Sin embargo, cuando mi amigo se lo encontró este hombre distaba mucho de mostrar la imagen de un tipo sereno, apacible y sobre todo sano. Más bien todo lo contrario, me enumeró mi amigo numerosos síntomas de los que le hacen a uno preocuparse: temblores, pose encorvada, precario equilibrio y la ya mencionada vista huidiza, entre otros. 

Y es que aquí es donde esta historia da un nuevo giro, algo que, al igual que todo lo anterior, me habría pasado desapercibido, lo habría olvidado enseguida, engullido por la vorágine cotidiana, sino hubiese sido por lo que he visto esta misma mañana con mis propios ojos. Aseguraba antes que hace un par de semanas mi amigo me llamó y me contó la historia que él había escuchado días antes en el supermercado: el relato de esa desintoxicación de la cafetera y la nueva afición de espiar desde la terraza, en lontananza. Si bien, me resta por añadir que cuando mi amigo vio a este peculiar sujeto el extraño y azaroso encantamiento que había propiciado la aparición de la diligente y hermosa mujer había desaparecido de forma súbita, sin explicación, de un día para otro. Una mañana este hombre se levantó y se dispuso a esperar lo cotidiano, llevaba meses asistiendo a la misma representación o involuntaria función, pero nada ocurrió aquella vez. No fue subida la persiana, las cortinas, de detrás, seguramente quedaron sin descorrer, imposible saberlo desde la terraza. No quiso alterarse el hombre que tanto había cambiado y achacó la ausencia del suceso a una excepción, a un cambio esporádico, a cualquier contrariedad, viaje o leve problema médico. Pero hasta él mismo reconoció en el supermercado que el segundo día empezó a preocuparse y el tercero la cosa fue todavía peor. Cuando mi amigo fue oído cómplice de su desventura, este extraño hombre y conocido nuestro ya llevaba una semana sin ver al objeto de su fijación, siete días de ventana cerrada a cal y canto. Y habían vuelto los temblores y, por si fuera poco, ahora tenían una fuerza inusitada. Su forma física había dado un vuelco inesperado, rozando el estado crítico. Su discurso se había vuelto casi incoherente. Era, según mi amigo, como si se disipase, como si su cuerpo hubiese empezado a rebosar sus contornos y su forma se diluyese. “Se está desmoronando, Juan”, esa fue la expresión que mi amigo pronunció al otro lado de la línea de teléfono una noche no muy lejana en el tiempo. 

Cuando se despidieron en el pasillo de los frutos secos y las botellas de vino, mi amigo trató de mostrarse cordial y comprensivo, intentó tranquilizarle. No quedó excesivamente contento con el resultado de su acción, ya que por teléfono sonaba preocupado. Yo al principio también reaccioné airadamente, presa del pánico, al fin y al cabo este hombre es conocido mío desde hace años y, aunque no le llamaré amigo, sí que me duele verle sufrir. Pero una vez más no hice absolutamente nada. De forma más concreta, no he hecho absolutamente nada salvo volver a olvidarlo. Borré el asunto de mi existencia hasta esta mañana en la que, mientras corría por el paseo marítimo (yo también tengo mis taras de salud y mi médico me ha recomendado ejercicio diario; así que salgo a primera hora y me llevo conmigo al perro, que todavía le cuesta acostumbrarse a este nuevo hábito y va jadeando, ansioso de retornar al hogar) algo me ha hecho detenerme frente al bloque de este conocido del que tanto estoy escribiendo esta noche. Y desde allí, desde la pulida carretera peatonal que compone el adamascado paseo marítimo, he mirado hacia su terraza (ya he indicado antes que le conozco desde hace mucho, de modo que sé donde vive) y allí le he visto, no sentado como él me había contado que solía colocarse, así habría sido imposible observarlo desde tan lejos y a una altura tan baja como en la que yo me hallaba, sino de pie, de pie y apoyado contra la baranda, quieto, muy quieto, petrificado. Su cabeza no miraba hacia al mar; en lugar de ello, daba la impresión de estar levemente girada hacia la derecha, su derecha que era mi izquierda. Con un movimiento de cuello he seguido su mirada como si de una línea fosforescente en el aire se tratase y he terminado por fijarme en el bloque de al lado. Para ser exactos, me he descubierto a mí mismo mirando a través de una ventana con la persiana subida y los visillos descorridos. En el interior una figura alta y delgada se movía entre las sombras. Su pelo era largo, estoy casi seguro de tal afirmación. No he podido averiguar qué llevaba o no llevaba puesto. Mi vista no llega a tanto por mucho que use lentillas cada vez que me adentro en las calles de esta ciudad. Aunque es ahora cuando reparo por primera vez en la ropa que ella podía o no llevar puesta. Esta mañana no me ha parecido un dato relevante. La mujer en sí no ha absorbido más de unos segundos de mi atención. Rápidamente, he vuelto a mirar a mi conocido, algo no cuadraba, un elemento extraño atinaba a ver pese a la lejanía. Efectivamente, en su mano derecha, la de los temblores, cargaba una taza blanca que, a cada rato, se llevaba a los labios. Sorbía con delectación. Entonces, ha ladrado el perro y he proseguido mi marcha. Ya he dicho que al pobre animal no le agrada la nueva rutina, él preferiría salir a andar y no a correr, pero creo que odia más si cabe alterar este nuevo y odioso comportamiento al que acabará adaptándose. En cuanto a mí, hoy he vuelto sonriente a casa, convencido de que la gente no cambia, es imposible, nadie puede llegar a cambiar jamás.