martes, 17 de septiembre de 2013

'La vida del esquimal' (segunda parte)

En la primera parte: Jaime Águila, otrora prestigioso y poderoso articulista, desgrana sin tapujos su trayectoria vital y se retrotrae a lo que él mismo llama 'sus años dorados', justo antes de conocer a Mara Ruiz y al trágicamente finado Horacio Trebujena, enigmático sujeto del que Jaime declara ser su asesino.

(Continúa)

Decía que fue entonces cuando conocí a Mara Ruiz. Me fue presentada en una cena oficial que organizaba el periódico con no sé qué motivo social como trasfondo, algún tipo de acción benéfica. Nunca he estado interesado en esas gaitas, simplemente asistí para contentar al editor de turno. Sesteaba aburrido, fingiendo disfrutar de una animada charla con un grupo de solícitos anunciantes del diario, cuando una redactora con la que no había cruzado más que un par de palabras en cinco años me asió de la perfectamente planchada manga de mi chaqueta y dijo con una voz que advertí como anormalmente aguda: “Aquí está… Hola… Buenas, señor Águila, le presento a Mara Ruiz. Es la nueva figura de la pintura de la que tanto se está hablando. Insistía mucho en conocerle, ¿sabe? Dice que le lee todos los fines de semana”. Aquella irritante introductora se retiró y le tendí la mano a Mara, que me la estrechó al instante, pudiendo yo sentir el tacto suave de su mano y su apretón firme, decidido. Me mostré encantado de conocerla y charlamos durante largo rato. Por descontado, me olvidé de aquellos molestos anunciantes y de su insulsa cháchara. No volví a verlos en el resto de la velada.

En cambio, de Mara sí que no me separé en toda la noche. ¡Ay! Si ustedes la hubiesen visto… Aunque mi cabeza no rija como antaño y mi relato se pierda en recovecos e inexactitudes, a ella sí que la recuerdo a la perfección, es como si ayer la hubiese visto por primera vez. ¿Quién iba a suponer siquiera lo que se nos venía encima? Yo, desde luego, no y ahora no se me apetece hablarles de eso. No obstante, sí les diré que aquella noche ella iba guapísima, el pelo recogido y sus grandes ojos azules discretamente pintados, y que nos reímos mucho, largo y tendido. Creo que congeniamos y apostaría que le caí bastante bien. Por mi parte, quedé locamente enamorado de ella desde aquella misma noche. No teníamos la misma edad, ella era algo mayor (tampoco importaba, teniendo en cuenta lo mayor que ahora ella se ha hecho respecto de mí), pero este burdo dato biográfico no fue obstáculo para que nos viésemos varias veces más y acabásemos trabando amistad. La invité dos noches al teatro y cenamos, por lo menos, en otras tantas ocasiones.

Pero en ese momento hizo su aparición el indeseado Horacio Trebujena y nada fue igual a partir de este punto. Vaya desgracia la mía… Horacio era periodista y de los malos; dispénsenme, esto último lo añado yo. Su jefe estaba harto de él y quería despedirle. Le había concedido un ultimátum o eso era lo que se decía en los mentideros de la ciudad y lo que llegó a mis oídos cuando empecé a indagar sobre su incierta figura. Sí sé de buena mano que conoció a Mara Ruiz a causa de una entrevista. Su periódico, que era el más directo competidor del mío, quería paliar la pérdida de lectores (los estábamos destrozando, en términos estrictamente comerciales) dando a conocer nuevos talentos locales en una novedosa sección semanal. Para ello destinaba una doble página central cada domingo en la que se publicaban las distintas entrevistas de lanzamiento. La tercera estrella en ciernes requerida por el diario no fue otra que Mara Ruiz y Trebujena se encargó de componer la pieza; tal vez su última oportunidad de congraciarse con su jefe. Y ahí todo empezó a truncarse para mí. Aunque, por supuesto, yo no fui consciente de ello en un primer momento. En ese instante, sencillamente me conformé con leer la entrevista cuando fue publicada y me alegré del éxito que tuvo la misma, que propició que la popularidad de Mara creciese. Se imaginarán ustedes que yo deseaba lo mejor para ella, por supuesto.

Luego, con el tiempo, he sabido que mi querida Mara quedó gratamente impresionada de la complexión fuerte de Horacio (he podido verlo en persona y su pecho parece hecho de latón, similar a esos troncos abombados y llenos que suelen lucir los cantantes de ópera) y su lustrosa melena rubia (y extrañamente lisa, como si se la planchase). Su trato era muy cortés y los que en vida lo contaron entre sus amigos y conocidos presumen de su irreverente humor y su capacidad de divertir a cualquiera. Trebujena era un hombre afable y sin dobleces, es más, diría que no tenía ningún poso o vida interior. Todo en él era superficial y banal, parecía ser presa de lo aleatorio y lo cotidiano. Más de una vez me he preguntado si llegó a tener alguna inquietud en su vida. Pero claro que las tenía, sólo que yo no supe descubrirlas a tiempo… ¡Imbécil de mí! La cosa es que este iluso chupatintas comenzó a conquistar a Mara desde el mismo día en que la entrevistó, el bandido no perdió el tiempo. Fue conocerla y, al instante, ya quererla para sí. Y lo peor es que lo consiguió.

Si yo presumía, y presumo, de mi amistad con ella y nuestras esporádicas quedadas, he de reconocer que Trebujena me adelantó por la izquierda como una exhalación. Mientras yo creía gozar de una posición envidiable en cuanto a mis intenciones con Mara, Horacio y ella ya se veían muy a menudo y hacía tiempo que su relación había sobrepasado los límites de la simple amistad. Cuando me enteré, reaccioné muy mal y, además, tuve mala suerte (todo hay que decirlo).

Me lo dijeron de manera accidental, como todas las grandes revelaciones que nos llegan en la vida, y me lo contó un amigo que no pretendía hacerme ningún daño; ni siquiera sabía que yo conocía a Mara. Fue algo del estilo de “¿a qué no sabes la última?” mientras conversábamos y nos tomábamos unas cervezas junto al paseo marítimo. Rápidamente, mi cabeza comenzó a elucubrar. Me sentí ultrajado y traicionado. Me excusé con mi amigo y me marché inmediatamente. Pagué antes lo que nos habíamos bebido. Cuando arranqué el coche, mis pensamientos estaban a muchos kilómetros del resto de mi cuerpo. Recuerdo que me prometí que iba a destruir a ese periodista que había osado entrometerse en mi camino. Decidí que le dedicaría la columna del siguiente fin de semana. No sería difícil tener listo el artículo aunque tendría que informarme sobre él primero, estudiar cuáles eran sus puntos débiles, por dónde podía criticarlo. Olía la carnaza y mi mente carburaba las primeras líneas de la feroz semblanza: “El mundo de la prensa no es un pliego de virtudes, con ello nada descubro, pero hasta ahora la Vergüenza (escrita con mayúscula) no había penetrado en las hojas de los periódicos. Lamentablemente, la degradación ha llegado hasta nosotros personificada en la figura del tergiversador Horacio…”.


No fui capaz de terminar la segunda frase de mi aún danzante texto. Al igual que no fui capaz de llegar más allá del cruce que coronaba la calle de un único sentido en la que había aparcado el auto. No fui capaz de nada de ello porque, mientras abandonaba mi plaza de estacionamiento, no vi el semáforo con el disco rojo encendido (mis ojos sí lo vieron pero mi razón atendía en esos momentos a otros asuntos) y, por tanto, no frené sino que aceleré mediante un fuerte pisotón al pedal. El camión que cruzaba la vía perpendicular tampoco frenó a tiempo, aunque sí lo intentó, y mi coche, conmigo dentro, fue embestido y lanzado cien metros hacia la derecha, donde quedó en medio de la calzada, bocarriba, después de haber dado seis vueltas de campana. Fueron seis, una detrás de otra, aunque creo que a la tercera yo ya estaba inconsciente. Y eso es todo lo que recuerdo de mi desconcertante muerte…

(Continuará... Y concluirá en una tercera y última parte)