miércoles, 27 de noviembre de 2013

'Rebobina': ¡Tercera entrega!


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Conversación telefónica mantenida con Lucía Zamora.
Agosto, 2013.

Durante un rato estuve realmente preocupada. Mi plan se deshacía como un azucarillo dentro de un vaso de agua. Sin embargo, de repente le vi y eso me tranquilizó. Y, diría más, llegué a relajarme por completo ya que, pese a que yo urdía esa tela de araña y era la que le esperaba y debía localizarle y ganarme su confianza, fue él el que primero reparó en mi presencia y el que, desde ese preciso momento, no me quitó los ojos de encima de una forma bastante descarada, facilitándome todo tanto… O, al menos, eso pensé yo en un principio cuando le observé dejar su bandolera y una pequeña maleta en el espacio superior destinado a tal fin y ocupar, luego, una plaza a escasas filas de mí, un asiento que le colocaba de cara al mío (yo me hallaba sola situada en una de las mesas para cuatro pasajeros); frente a frente, sus grandes ojos azules tras las amplias lentes, los dos éramos prácticamente los únicos pasajeros del vagón, viajeros de un tren que a velocidad vertiginosa cruzaba la geografía andaluza rumbo a Córdoba. Aquella fue la noche que conocí al impredecible Juan Águila, enigmático sujeto con el que una nunca sabía a qué atenerse; sí, eso lo descubrí muy pronto.

No aguantó muchos minutos en su asiento y, apenas hubimos abandonado la estación de María Zambrano, la zona periférica de Málaga todavía corría frente a nosotros al otro lado de la oscura ventanilla, se levantó y con andares seguros pero prudentes se aproximó hasta mi mesa. Educadamente me consultó si me importunaba que se sentara allí. Según me dijo, quería aprovechar el tiempo del viaje para revisar unos papeles y componer unas notas y, claro, para él sería muy ventajoso disponer de una superficie sobre la que descargar su cúmulo de folios. Le respondí que no me molestaba en absoluto y que se pusiese cómodo. Él sonrió de forma enigmática y volvió sobre sus pasos. Asió la maleta y la bandolera, y las cambió de sitio. Antes de depositarlas en el espacio destinado a tal fin, esta vez dicho espacio se hallaba sobre la mesa, extrajo unas libretas y varios documentos grapados. Aún no se dejó caer sobre el asiento, sino que rebuscó en el interior de la chaqueta que portaba. Su mano izquierda reapareció ante mi vista con un par de bolígrafos azules. Una vez acomodado, se enfrascó en la lectura concentrada de sus hojas y sólo despegaba los ojos de aquel material impreso para anotar alguna que otra frase o palabra en una de las libretas; eran cuadernos de hojas lisas, sin tramados de líneas o cuadros, simples hojas blancas. Por mi parte, yo fingía leer una novela y le estudiaba con detenimiento; el viaje acababa de comenzar.

Intentaba componerme una estudiada idea acerca de Juan Águila. Había leído sobre él, también había escuchado cosas de su vida; pero ahora le tenía delante de mí y debía llevar a cabo mi propósito, mas no sin antes destriparle ocularmente, radiografiar sus maneras y sus tics, desentrañar todos los pensamientos que se escondían detrás de sus grandes gafas de ver en unos ojos extraños y profundos y, ya lo he especificado antes, azules. Esperaba que fuese más alto, la verdad. Sí que, como me lo habían descrito, también había caído en mis manos alguna que otra foto de él (pero nunca me fío mucho de ellas, ya que en una imagen pueden sacarle a una desde tal o cual ángulo y así dar una apariencia de lo que no se es; todo se ve muy distinto cuando el trato se vuelve en persona), era muy delgado y le envolvía un aura de misterio, de misterio triste si me permites la puntualización. Águila vestía, qué bien recuerdo esto, una estrafalaria camisa azul atestada de lunares blancos y agradecí sobremanera que el aire acondicionado del vagón no le invitase a deshacerse de la chaqueta de corte deportivo que me libraba de la visión completa y devastadora de aquella blusa de decoración escalofriantemente retro. Y es que hacía frío dentro del tren, yo no me había quitado la cazadora.

Entre ojeadas y mentirosos fogonazos de atención al libro que reposaba entre mis manos, le descubrí un par de veces mirándome de soslayo. Algo le inquietaba, lo supe enseguida. Poco después, su descaro mutó y pasó a ser absoluto. Juan dejó el bolígrafo con sus congéneres, descansando sobre la lisa superficie de la mesa, y se quedó observándome con fijeza. Qué sencillo todo, menudo imbécil. Falsamente molesta, apoyé el libro boca abajo en mi regazo y le devolví la escrutadora mirada. Su sonrisa me hizo esbozar a mí otra. Bajo el desordenado y voluminoso pelo de la cabeza, su pose me resultó momentáneamente conmovedora. Pero estoy bregada en mil batallas y no me iba a ablandar por su gesto de inocente memez. Tal vez en este punto no supe apreciar el poso de brillo inteligente que latía bajo su apariencia externa. Estoy dispuesta a reconocer que quizá me equivoqué y le prejuzgué con excesiva premura. Qué distinto es todo cuando se recuerda y ya no tiene arreglo porque ha sucedido y no se puede deshacer. Entonces, todos decimos aquello de que tuve que haber sido más avispada y haber intuido o conocido sus recónditos intereses…

Ah, decía que me quedé mirándole y devolviéndole la sonrisa. Los dos estuvimos unos eternos instantes así, frente a frente en silencio, sólo separados por la mesa, una sucesión de inertes túneles se desplegaba en el paisaje por el que galopaba el potente tren de alta velocidad. El recorrido entre Málaga y Córdoba se cubre en algo menos de una hora de reloj, por lo que no podía dormirme en los laureles aunque, como de veras me ocurría, estuviese disfrutando con la confección de la red que le atraparía fácilmente; Águila me parecía más que dispuesto a dejarse embaucar. De modo que, sin perder más tiempo, le pregunté qué miraba con tanto interés. “Diría que a ti”, me respondió. “Pero no te alarmes”, prosiguió, “que sólo bromeo. ¿Me dejas hacerte una pregunta?”. Le aseguré que no había ningún problema, pero que para ser precisos le dejaba hacerme otra pregunta, puesto que al inquirirme ya había formulado la primera de sus cuestiones. Él se rió a mandíbula batiente y simuló aplaudir en señal de aprobación. Entonces fue cuando me preguntó si yo era lectora de El sol del Sur y supe que no había dado puntada sin hilo, cada vez le tenía más a mi merced.

“Jamás he oído hablar de ese periódico o revista; lo siento, no lo leo”, le contesté. Juan me comentó que aquello le parecía harto curioso y me aclaró que se trataba de un diario, no de un magacín. A continuación, me comentó que lo sacaba a colación porque él trabajaba allí y hacía pocos días había publicado una reseña sobre el libro que yo leía en esos momentos. “Es una casualidad tonta, lo sé, pero no por ello me parece propio dejar de mencionarla”, matizó. Agarré el libro y lo sostuve delante de mi cara como si lo viese por primera vez. Era La última noche en Twisted River, una novela del escritor John Irving. Le dije a Juan que sí que era toda una coincidencia y añadí que me encantaría leer su texto para ver si coincidían mis criterios con los de un reputado crítico literario en prensa. Aquello le provocó otra carcajada. A Águila todo aparentaba hacerle gracia, desconozco si real o fingida.

Me aclaró que él no trabajaba como crítico literario, aunque sí realizaba de vez en cuando las tareas puntuales como si fuese uno de ellos. De hecho, argumentó que, según la ocasión lo requiriese, escribía para el periódico acerca de cualquier asunto noticiable: sucesos, crónicas deportivas, crítica de libros, denuncia social, horóscopo (campo en el que aseguraba estar volviéndose un experto cuando se trataba de fallar cualquier adivinación respecto al provenir)… Aprovechó Águila este momento para disculparse y, como él mismo puntualizó, presentarse como era debido. Yo le correspondí diciéndole mi nombre y él me estrechó la mano. Noté su tacto suave y algo blando, pero no me desagradó.

Permanecimos brevemente en silencio. No largo rato. Seguidamente, Águila me preguntó mi opinión sobre el libro; a él le había encantado, lo que le había animado a escribir la crítica para el diario. Le conté que mi personaje favorito era el de Ketchum y, al instante, vi como un brillo resplandecía en sus ojos. Me estaba asegurando de pulsar las teclas precisas. Luego, le hablé de lo acertada que me parecía la trama en sí. Diserté sobre el misterio y la huida del cocinero Dominic y su hijo Danny de aquel accidentado y fortuito crimen, y la evolución de los personajes con el tiempo. Y, por supuesto, di mi opinión acerca del carismático y barbudo Ketchum y sus excentricidades. Juan no tardó en sacar a colación diversos episodios de la novela.

Le pedí que no me diese muchos detalles, ya que todavía la llevaba a medias. Él juró solemnemente, y por primera vez intuí con certeza la parcela cómica de su personalidad, que jamás me revelaría nada que pudiese estropearme un emocionante giro de la trama. Empecé a comprender que aquel peculiar hombre se tomaba todo a broma; todo a broma, pero al mismo tiempo todo le parecía tremendamente serio. Sé que te puede resultar contradictorio, pero para nada lo es. Deja que me explique. Su humor era un mecanismo de defensa, una herramienta tan precisa como un mísil teledirigido, así de trabajado lo tenía. Representaba el escudo bajo el que escondía lo que fuese que guardase. Supe por cómo me miraba que, al contrario de lo que pudiera parecer, no me costaría llegar a su interior. Algo de mí le atraía, siento sonar presuntuosa. Pero debía ir con cuidado, tenía que ser efectiva, resolutiva, pero sin despegar los pies del suelo ni un instante…

Ahora que ya nos habíamos presentado de la forma usual y había quedado claro entre nosotros que ni yo iba a leer ni él iba a retomar sus notas, ahora sí podíamos hablar con calma y yo podría hurgar en busca de la información que tanto ansiaba descubrir. Me había llevado medio trayecto, pero la red estaba urdida; él se había instalado cómodamente en ella. De modo que le pregunté para qué se dirigía a Córdoba. De forma embustera sugerí que a lo mejor visitaba a su familia. “No, nada de eso”, me indicó él, “es todo mucho más laboral; digamos que hay un libro que estoy preparando…”, y se detuvo y miró a ambos lados, aun a sabiendas de que nadie nos oía, y retomó su parlamento: “Verás, no quiero seguir en el periódico para siempre”. Hice gesto de asentir y me mostré comprensiva. Le halagué refiriéndole lo polifacético que decía ser, que si escribía en prensa, pero también sabía facturar una crítica literaria y, además, componía un libro. Que todo se me antojaba muy interesante quise que creyera, pese a que en el fondo sí que sentía verdadero interés por sus tejemanejes. Aclarándole que no pretendía ponerle en un apuro, le pedí que me contase (si podía), algo más de ese libro. “¿Qué o quién hay en Córdoba que te obliga a ir?”, le pregunté al tiempo que echaba el cuerpo hacia delante y mis ojos se clavaban en los suyos, a una novela y sólo unas hojas grapadas de distancia.

No dudó ni se paralizó. No lo valoró con mesura. Juan Águila me respondió al instante, mas no tuvo tiempo de explicarse debido a que, a la segunda palabra que salía de los labios que escondía su barba de pocos días sin afeitar, el tren frenó abruptamente y, tras un par de leves sacudidas, quedamos detenidos en medio de un campo verde negruzco, una extensión dividida en dos por la línea ferroviaria, con la luna sobre nosotros y la noche bañando la tierra que horadábamos. Tres segundos después de parar nuestra marcha, no dio tiempo a siquiera preguntarnos qué había sucedido, se fueron todas las luces del vagón y nos hallamos a oscuras. Nada se veía dentro del tren, ni rastro de las supuestas luces de emergencia para estos casos. Afuera, los campos brillaban con la luz irreal que caía del firmamento. Dentro, nada se veía ni oía. Los dos estábamos inexplicablemente silenciosos.

Dentro de mi cabeza yo elucubraba acerca de la posibilidad de un improbable fallo en el suministro eléctrico, cuando sentí que una rápida presencia me rozaba, fue una estela etérea que cruzó a mi lado y se perdió en las profundidades del tren no sin antes haber acariciado mis labios con dulzura. Todo mi cuerpo la había sentido e incluso juraría que el pelo se me meció ante su paso. Temí que Juan se hubiese levantado y, tras la caricia, pretendiese huir, propiciando que todo mi plan se escapase en lo ignoto de la noche. Ahora caigo en lo absurdo de mi miedo, ya que no tenía dónde meterse dentro del tren. Pese a ello, al momento me giré y busqué entre las sombras. De repente, volvió la luz y el crepitar de los potentes motores diesel, que recuperaron su perdido empuje. Nada vi en el pasillo del vagón ni más allá.

Miré al frente y Juan Águila seguía allí, impasible. Su pose era la misma que antes del apagón eléctrico, como si el tiempo se hubiese congelado para él. Me miraba con incomprensible devoción. “No tengas miedo, estas cosas a veces pasan; no será nada”, me dijo en tono quedo, su voz era opuesta a la viveza de sus ojos azules. Sin comprender, le pregunté si había sentido a alguien pasar corriendo a nuestro lado; le pregunté también si se había levantado o si había ido a algún sitio, aunque sabía que aquello no había sido posible por falta de tiempo y porque no había sentido nada en los momentos de oscuridad, aparte de aquel extraño roce o caricia desconocida y su fugaz paso. “¿Te ibas?”, le inquirí asustada. “¿Adónde? Estamos en un tren en mitad de ningún sitio; no creo que uno puede bajarse así como así”, me respondió y volvió a reírse, y yo sentí alivio, pero también algo de miedo. Y, sin valor para sonsacarle si era él el que se me había acercado, presentí aterrorizada que mi tela de araña no se encontraba tan fantásticamente urdida como yo barruntaba…

Pero nuestra charla, al igual que el veloz avance del tren, siguió sin más contratiempos y en un breve suspiro, tras algunas obviedades y la más baladí de las chácharas, desembarcamos en la estación de Córdoba y cada uno siguió su camino, separándonos por medio de una cordial despedida. En esos momentos me pareció que el apagón y, sobre todo, la dulce caricia en mis labios habían sido soñados; lo aduje todo a un inesperado embelesamiento mental a raíz de una enana, momentánea y puntual avería mecánica que la subjetividad había dado peso y valor en mi psique. Todo eso pensé y hasta empecé a creérmelo. Sin embargo, ya en la cama del hotel, antes de dormirme, únicamente iluminada por la borrosa luz amarilla de la lámpara de noche, abrí La última noche en Twisted River y me encontré, en medio de la página por la que me había quedado leyendo en el tren, una blanquecina tarjeta que jamás había visto. En ella se encontraban caligrafiadas unas seleccionadas palabras (y un número de teléfono) que, al examinarlas, me provocaron un abanico de inexplicables sensaciones que me mantuvo despierta toda la madrugada de aquella noche en la que traté por primerísima vez al enigmático Juan Águila.

->Dentro de dos semanas (el sábado 7 de diciembre) la cuarta entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!


Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta. 

lunes, 25 de noviembre de 2013

'Desmejorado'



No muchos lo saben pero existe en Málaga un barco, un antiguo ferry, que dos noches a la semana cruza la bahía de un extremo a otro. Va lleno de rocas procedentes de una cantera. Las piedras transportadas están siendo utilizadas para construir un dique más allá del municipio de Benalmádena. Mientras que la carga ocupa todo el espacio disponible en la bodega, la zona superior de la embarcación, lugar que antaño acogía a los viajeros cuando la nave realizaba sus labores de transbordador, navega ahora desierta. Y el capitán (no diré que sea un corrupto, pero jamás rechaza la oportunidad de obtener un pellizco de dinero extra) permite, a cualquiera que abone un módico precio, surcar las aguas de la bahía como pasajero del barco.

Decía al comienzo de estas líneas que no muchos en la ciudad conocen la existencia de estos trayectos nocturnos y todavía son menos, debo añadir ahora, los que saben que es posible unirse temporalmente a la escasa y silenciosa tripulación del buque, pagando el clandestino pasaje. Pues bien, ya lo habrán supuesto, yo soy uno de los habituales beneficiarios de la laxitud moral del capitán y de vez en cuando desembolso el peaje y me doy una vuelta por la bahía a bordo del antiguo ferry. Mas no soy el único, nunca viajo sin compañía. Cierto es que suele verse poca gente en la planta superior, la destinada a los pasajeros, pero siempre hay alguien que se suma a la travesía. Hablamos de trabajadores rumbo a no se sabe qué oficio, insomnes dispuestos a lo más inusual con tal de sobrellevar la larga noche de vigilia, bohemios y poetas en busca de inspiración, solitarios, viejos lobos de mar, amantes de la calma y la reflexión y también, por qué no mencionarlo, algún que otro sujeto raro y extraño, de esos que producen en uno rechazo y desconfianza desde el primer vistazo. No suelo confraternizar con ninguno de ellos, ya que de madrugada la gente tiende a ser poco habladora y los que nos desplazamos en el barco anhelamos esa quietud que únicamente brotan en el mar y, principalmente, en sus tinieblas.

Sin embargo, hace unas noches hice una excepción y me acerqué a conversar con otra pasajera. Primero, me parece recomendable que les indique, aunque sólo sea de manera sucinta, qué me llevó hasta el transbordador en esa ocasión. Verán ustedes. Llevo una racha que me encuentro francamente desmejorado, como si no fuese el mismo hombre de antaño, como si de algún improbable modo hubiese ido involucionando hasta etapas pretéritas y nefastas. Ha sido un proceso lento, pero constante. Poco a poco, con la ligereza de una hoja que cae mecida por el viento, he perdido peso; lo cierto es que como menos de un tiempo a esta parte. Mis pómulos se han afilado y mi mirada se ha hundido en la cuenca de los ojos, presa de una fuerza que la atrae al interior del cráneo. He perdido el ímpetu y el entusiasmo. Mis manos son garras de hueso y hasta la voz se me ha debilitado. No hay razón aparente, tampoco explicación plausible, pero eso no es coartada para ocultar la realidad: me consumo como una vela que lleva demasiado rato prendida. Me descompongo en jirones de lo que antes era mi esencia. La claridad de mi blancuzca piel a veces me parece que deja entrever lo que hay detrás del mismo modo que uno logra ver a través de un cristal opaco. La pose encorvada se ha apoderado de mi anterior gesto erguido. También me han despedido del periódico en el que trabajaba y últimamente nada de lo que escribo se me antoja inspirado. Aparte de que nadie lo lee. Hace un tiempo decidí componer un libro e irlo subiendo a un blog quincenalmente, pero el ciberespacio no le dedica la más mínima atención. Supongo que a nadie le importa lo que uno pueda hacer o deshacer, cosa que en el fondo entiendo. El humor, además, ha huido de mi carácter, quizá temeroso de verse contagiado de este veneno de desmejoramiento que circula por mis marcadas venas.

En esas condiciones me encontraba por casa a última hora de un día indistinguible, reposaba mi eterno cansancio tumbado sobre una áspera y sucia alfombra, cuando decidí que saldría a caminar y ver caer los últimos rayos de sol de la tarde. Con la remota esperanza de airear mi maltrecha alma, me conduje hasta el paseo marítimo y, desde ahí, vagué larga distancia silencioso como una sombra sin vida. Mis erráticas pisadas, que sonaban huecas como las de un esqueleto que caminara sin masa, me arrastraron al escondido pantalán, pasado el Peñón del Cuervo, donde se amarra el ferry entre un trayecto y otro. Quiso la suerte que aquella noche el barco tuviese organizada una travesía al lejano extremo de la bahía, por lo que decidí enrolarme temporalmente, como ya había hecho en (tal vez) incontables ocasiones anteriores. Devotamente, pagué al capitán su conocido peaje y, tras divisar momentáneamente la monumental bodega atestada de rocas de infinitas formas y colores, una suma totémica de incontables aristas y relieves, olor terroso flotando en el viciado aire, subí las escaleras que conducían a la parte superior del buque, por la que deambulé perezoso hasta que escogí un lugar entre los asientos más cercanos a la proa del navío; concretamente, uno de los de las primeras filas, próximo a la baranda de cubierta, perfecto enclave para observar las negras aguas que navegaríamos. No vi a nadie más en todo el piso.

Cayó el manto oscuro sobre el firmamento y una hora antes del mañana, delimitado por las campanadas de medianoche, zarpamos en sordo silencio hacia al Oeste. El mar se hallaba en calma, pero las estrellas y la luna, rielando sobre nuestras inquietudes, no me resultaban visibles. Recordaba haber presenciado un día claro, sin nubes, por lo que deduje que debía de haberse levantado una inesperada bruma, densa capa esponjosa que nos rodeaba y delimitaba nuestro campo de visión. El ferry se desplazaba en mitad de la nada, creando y destruyendo el mundo a medida que avanzaba hacia un destino fijado que aquella noche me parecía incomprensiblemente inalcanzable.

Sin ánimo para leer ni para escribir, ni tan siquiera para reflexionar, miraba el vacío arrebujado contra la baranda. La humedad calaba mi débil constitución, filtrándose dentro de la inútil gabardina. Lamenté no haberme abrigado más. En uno de los espasmódicos movimientos que realicé para entrar en calor, comprobé que había alguien más en la zona de pasajeros. No había reparado en su presencia, no la había oído ni sentido llegar. Se encontraba sentada en el otro flanco del barco, unas filas por detrás. Bajo un amarillento farol leía absorta y sólo se interrumpía para retirarse el pelo largo y oscuro de la cara. También llevaba gabardina, la suya marrón y no gris, y remataba su cabeza con un gorro de lana calado hasta las cejas. Sus pies iban envueltos en unas botas sin tacón. Sus facciones me resultaron peculiarmente familiares y me incorporé y anduve unos pasos para verla más de cerca. Sí, desde luego que la conocía…

Me senté a su vera y la saludé efusivamente. Ella mostró sorpresa y preocupación cuando me notó a su lado. Cerró el libro, pero mantuvo el dedo índice de su mano derecha en la página por la que se había quedado leyendo (pude ver, por la composición del texto y la abundancia de diálogos, que se trataba de una novela), y me miró sin reconocerme. Percibí cómo se alejaba levemente. Empecé a hablar y le pregunté por su vida, quería saber qué tal le iba todo. Me había alegrado mucho encontrarla en aquel vetusto transbordador que sólo navegaba dos madrugadas a la semana. Ella aseveró que no me conocía de nada y que por favor la dejase en paz, que no la molestase más. Pensé que bromeaba y seguí como si nada. En el pasado no habíamos terminado bien, de acuerdo, pero eso no justificaba que actuase como si yo fuese un completo desconocido. Además, había llovido mucho desde el complicado final de nuestra relación. Llevaba años sin saber de ella, casi la había olvidado por completo; de modo que no era coherente esa actitud de odio indisimulado.

Insistente, le cité dos fechas específicas y varias situaciones comunes y pretéritas vividas por los dos. Ella insistió en su tesis de que no me había visto en su vida. Y, esta vez, añadió que la estaba asustando y le iba a obligar a llamar al capitán. Perplejo, la contemplé en silencio y vi que no bromeaba. Pero aquello era imposible, un sinsentido. Me retiré confuso, pero retorné para un último intento a la desesperada: la llamé por su nombre y apellidos. Ella dejó caer el libro al suelo y gritó espantada que cómo sabía eso. Insinuó que yo era un siniestro y también un perturbado, y salió corriendo escaleras abajo.

Volví a mi escogido asiento, padeciendo verdadera incomprensión. No hallaba explicación a tal disparate. Aguanté escasos segundos junto a la baranda y me moví de nuevo. Ahora conduje mis aceleradas zancadas hasta el aseo de caballeros. Pulsé el decrépito interruptor de la luz y, sin esperar a que éste realizase su labor y encendiese los nebulosos fluorescentes del techo, abrí a tope el grifo y bañé mi rostro sin afeitar en gélida y herrumbrosa agua. Mi corazón se calmó y esto alivió, aunque de forma mínima, mi agitación interna. Ya con luz en el cuarto de baño, alcé la cabeza y divisé lo imposible al otro lado del espejo. Incluso, en un primer momento, me eché hacia atrás asustado. En vez de un espejo parecía un cristal sucio y mugriento, pero no lo era. Se trataba de una superficie sucia y mugrienta, sí, y con cortes y arañazos, también, pero no era un cristal sino un espejo. Un maldito espejo. Entonces, ¿quién estaba ahí? No podía ser yo aunque se movía de idéntica forma a mí y pestañeaba a la misma velocidad, a su vez componía mis mismas muecas. Pero yo no era aquel tipo, eso lo sabía a ciencia cierta. Dije mi nombre y me sonó al de otra persona. Rebusqué en mi memoria y todo pululaba entre el embrollo y la maraña. Nada era rescatable del olvido. Únicamente tenía enfrente de mí ese rostro anómalo detrás del espejo y el presente. Pronuncio en esta ocasión un nombre distinto al mío, pero mis oídos se reconocen en él. Aterrado abandono el aseo y su luz dañina me persigue en la huida. Mis erráticos pasos buscan la baranda al final de la cubierta, necesitado de hundir mis horribles presagios en las negras aguas de la bahía.

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo:

lunes, 18 de noviembre de 2013

El buen pastor



Cómo pasa el tiempo, no corre sino vuela. Parece increíble pero el próximo mes de enero se cumplirán ocho años de mi llegada a esta casa, instante que supuso el inicio de mi actividad profesional. Sí, como lo oyen, hace ocho años ya. Y es que empecé a trabajar siendo yo apenas un niño, pero esta vida que llevo curte a uno y pronto comencé a valerme por mí mismo y a hacerme con el control de la situación. En esta etapa he aprendido mucho y la verdad es que no me arrepiento de mi día a día. Lo aprecio y amo. Es cierto que a veces fantaseo con la posibilidad de otra existencia sin presiones ni responsabilidades, pero quién no se deja arrastrar por la imaginación esporádicamente. Todos somos débiles en ciertas ocasiones. Pero, siendo sincero, les digo que ahora mismo no podría adaptarme a otra rutina que no fuese la que sigo desde hace casi ocho años. No, me sería algo imposible. Lo tengo clarísimo.

Han de saber ustedes que nadie me explicó mi cometido; tampoco hizo falta, porque lo entendí enseguida. Pese a mi timidez e inseguridad iniciales, pronto me sentí capaz de realizar las tareas habituales con confianza en mí mismo. No es de extrañar, procedo de una familia que ha trabajado en este campo durante generaciones. Si se están preguntando a qué me dedico; bueno, se podría decir que velo por la vida de las cinco personas que se encuentran a mi cargo. Soy una especie de guardaespaldas, pero esa denominación se me antoja muy fría e inapropiada, ya que mis protegidos son mi familia y les quiero con locura (nunca me han tratado mal y de ellos no he recibido más que cariño y amistad, también han cuidado de mí en los momentos malos). En resumen, yo me encargo de que nada les ocurra. Y soy un hacha en mi profesión, les doy mi palabra.

La mayor parte del tiempo no he de enfrentarme a graves amenazas, pero mi cometido conlleva mantenerse en constante alerta, sin apenas pausas para el descanso. En cualquier momento puede presentarse la contrariedad y debo estar preparado. Por ello, continuamente paseo por los recovecos de la casa y me aseguro de que ningún intruso se ha colado o intenta entrar, también compruebo que no haya ruidos sospechosos ni desconocidos.

Mi única lacra es el idioma, pero la compenso con el olfato para el peligro. Lo detecto con gran celeridad. El idioma, en cambio, es otra cosa. Y eso que he aprendido un mundo desde que llegué a esta casa. Ahora sé muchas palabras que antes desconocía. Aun así, con frecuencia no entiendo lo que se me dice y me quedo estupefacto, tratando de descifrar qué se espera de mí. Gracias a Dios, casi siempre termino por comprender y no resulta la mía una falta muy gravosa… El olfato sí representa mi punto fuerte. Un olor me pone en guardia y todo el cuerpo se me tensa como un muelle, y mi pelo se encrespa. Considero que es una habilidad innata.

Como supondrán, este trabajo al que me dedico es fatigoso y cansado. A veces, me da vergüenza reconocerlo, acabo tan agotado que me quedo brevemente dormido mientras estoy de pie. Con rapidez vuelvo en mí y miro a todos lados temeroso de que mis protegidos hayan visto mi dejación de funciones. Nunca ha ocurrido. Sé que está mal, pero entiéndanme, hay noches que me las paso despierto, vigilante. A menudo tampoco puedo comer tranquilo, porque hay pisadas extrañas en la escalera o el ascensor registra una actividad superior a la habitual y he de ir a comprobar que todo sigue en orden. Entonces, aun cuando me he asegurado de que nada anormal acontece, ingiero a traganudos de mi plato y, cada escasos segundos, levanto la cabeza y oteo en busca del elemento que detone la señal de alarma.

Ya les decía que soy un profesional y sé hacer mi trabajo a la perfección. Por ejemplo, les contaré otro caso, aunque no quisiera cansarles ni parecer presuntuoso; mis protegidos, que en multitud de ocasiones me recuerdan a ovejas que uno debiera pastorear, tienen predilección por salir a caminar. No entiendo bien el por qué. No obstante, yo les acompaño de buena gana y me detengo en cada esquina, para asegurarme de que no hay peligros acechantes. Fíjense cómo me preocupo por ellos que me dejo atar una cuerda o correa al cuello y de este modo garantizo que vienen detrás de mí. Cuando se van de casa y no quieren que les custodie, me quedo muy preocupado y  aguardo detrás de la puerta hasta que regresan. Sólo entonces me relajo. Y es que verlos sonreír y que son felices representa mi única recompensa.

Es una vida sacrificada la mía, lo comentaba anteriormente. En mis poco comunes instantes de esparcimiento, me gusta tumbarme a descansar al sol y olvidarme de todo, cosa que casi nunca logro, debido a que una porción de mi ser sigue vigilante, por siempre protectora. Mientras dormito bajo la luz del día me imagino una vida en el campo, sin preocupaciones ni responsabilidades. Vagaría de un sitio a otro sin rumbo, disfrutando de cada momento…

Mas no, ése no es mi destino. Mi futuro está aquí con ellos, les quiero y, confieso que me asusta pensarlo, creo que moriría por salvarles. No soy muy grande ni fuerte, tampoco el más valiente. Seguramente, en mi barrio hay decenas de protectores mejores que yo. Sin embargo, nadie vigilará con más dedicación esta casa y a sus cinco inquilinos. Sólo tengo cuatro patas, mis puntiagudas orejas y este don olfativo con el que nací, pero bastará. Sólo soy un perro y para qué más. Jamás cejaré en mi cometido, jamás.

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de todo su trabajo:


martes, 12 de noviembre de 2013

'Rebobina': ¡Segunda entrega!


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Extracto de un correo electrónico enviado por Alejandro Gutiérrez.
Julio, 2013.

He de empezar diciendo que me llamo Alejandro Gutiérrez y escribo crítica de cine. Estudié Periodismo en la universidad de Málaga y, precisamente allí, conocí y trabé amistad con Juan Águila, del que ya habrán leído ustedes algo en las páginas anteriores de este texto, supongo. Yo puedo aportar a la historia que aquí se cuenta que hace ya algún tiempo, aunque, ahora que me detengo a pensarlo, quizá no haya pasado tanto tiempo después de todo (varias semanas, un mes, a lo mejor un mes y medio o dos); a veces es terriblemente difícil poner los recuerdos en fecha, nos ocurre tanto a diario y el presente parece a menudo tan intenso que quién es capaz de saber qué hizo ayer y ya no digamos rememorar a qué se dedicó uno antes de ayer y de ahí hacia detrás, todo lo que se intente recordar es bruma, espesa y esponjosa, de un tono gris indiferenciado. Pero no pretendía yo hablarles de mi escasa memoria, sino de mi buen amigo de la carrera Juan Águila, que, como quería escribir al principio de estas líneas, un atardecer de no hace mucho vino a mi casa, vivo sólo en un confortable apartamento con vistas a la avenida de Plutarco (en la zona de Málaga conocida como Teatinos), y me hizo una petición que, como poco, se me antojó harto extraña.

Veréis, me dijo, y esto sí que lo recuerdo como si hubiese acontecido ayer, sus ojos enormes y vivos, pero a la vez cansados, tras el cristal de sus gafas de ver de miope (y algo de astigmatismo en el globo ocular derecho, eso lo sé bien ya que me lo ha mencionado cientos de veces); “Ale, necesito que me escribas” y no añadió nada más, se calló y recostó sobre el respaldo del sofá que preside mi salón, al tiempo que apuraba la cerveza que informalmente, entre amigos siempre es el trato esperado, le acababa de ofrecer (Juan bebe, al igual que yo, directamente de la lata, sin utilizar vaso). Yo, en cambio, todavía no había descorchado la mía y, de hecho, no llegué hacerlo en toda la noche. La conversación me sorprendió tanto que me olvidé por completo de ella, y sólo me acordé de aquella extraviada cerveza cuando a la mañana siguiente, al levantarme, la encontré intacta sobre la mesa, ya a temperatura ambiente; y entonces me dispuse a retirarla y devolverla a la nevera, pero me detuve porque vi que había dejado un surco en la madera sobre la que había pasado la noche, un rastro que descubrí indeleble (la huella de Juan, tal vez) y que aún puede verse, temo que nunca se irá; tener amigos para esto…

Decía que yo no me bebí mi cerveza y, en cambio, Juan se tomó tres a mi salud (o, al menos, a mi cuenta) durante el rato que vino a visitarme y a pedirme aquel atípico favor que ahora pongo aquí por escrito. Y es que fue eso lo que mi amigo Juan me pidió, y pude entenderlo algo mejor cuando le pregunté qué quería decir con eso de “Ale, necesito que me escribas” y él me lo contó todo o casi todo, me lo explicó con las palabras más certeras que ahora creo que fue capaz de encontrar, ya que se le veía muy cansado, como si llevase días sin dormir, y que aquella noche (porque la charla que mantuvimos, más bien el discurso que Juan me vomitó, se extendió varias horas, hasta bien entrada la noche y eso que cuando se presentó en mi apartamento todavía colgaba el sol del cielo y ni siquiera estaban prendidas las amarillentas farolas de la avenida) me sonaron a términos confusos, embrollados, puede que hasta contradictorios.

En resumidas cuentas, lo que mi amigo quería y supongo que seguirá queriendo (siempre que ustedes estén leyendo estas líneas, lo que significará que el avezado Águila las ha incluido en su libro) era que escribiese sobre él, que, de alguna forma, yo narrase y contase por escrito (no sé si puede usarse tal término) a un lector imaginario (“al narratario, Ale; da igual quién sea”, me repitió varias veces aquella noche, entre rabiosos buches de cerveza) alguno de los hechos que han acontecido en su vida durante los últimos tiempos y en los que, no quiero pecar de falta de modestia y además malditas las ganas que tenía yo de verme involucrado en sus huidizos asuntos, también he jugado un papel, aunque me gusta pensar que ha sido exclusivamente un rol pequeño, accesorio; algo así como un cameo de los que suelo ver tan a menudo en el cine, campo al que, como ya he dicho antes, me dedico profesionalmente (quiero dejar esto claro antes de proseguir; soy crítico de cine, colaboro con diversas publicaciones, unas más prestigiosas o prestigiadas que otras, pero nada más).

Así que, como nos une una, ya de por sí, larga amistad y, en cierto modo, sí que he influido en las peripecias de sus últimos tiempos, Juan me instó a que lo registrase por escrito. “¿Y eso por qué, Juan?”, recuerdo que le interrogué y él tardó en responderme, siempre lo hace, parece que cada respuesta que se le pide es un complejo acertijo que debe resolver; “porque estoy escribiendo un libro, Ale; un libro extraño, la verdad”, acertó a decirme después de haber estado incontables segundos mirando el firmamento negro de la noche, al otro lado de mi ventana. Consiguió intrigarme (Juan siempre ha sabido cómo crear misterio), ya que, que yo supiese, él seguía trabajando en un pequeño periódico local y cubría informaciones insulsas de todo tipo, encargos del día a día, de esos que nadie lee y que casi siempre terminan por abrazar cuatro kiwis, un racimo de plátanos y, si es temporada, por envolver un suculento kilo de fresas; pero, en cualquier caso, ninguna noticia que pueda prestarse a elaborar un análisis en profundidad, un reportaje de investigación ni, por supuesto, un libro.

De modo que, tras mirar yo también al otro lado de la ventana y no ver nada salvo la noche sobre la ciudad, (quería saber que le tenía tan distraído, si acaso era el paisaje), le interrogué: “Extraño, dices… ¿Y de qué va ese libro que estás escribiendo?”. Juan ya no miraba la ventana, tampoco a mí me miraba, ahora estaba pendiente de la televisión, que seguía encendida a mi espalda. No me acordaba de que estuviese puesta. Debía de llevar todo el rato así, ya que yo la estaba viendo (creo que salían en ese momento los primeros informativos de la tarde) cuando Juan tocó al timbre y la había puesto en ‘mute’ al volver al salón con él, pero luego no me había acordado de quitarla, me había olvidado por completo de ella. Y la miré como Juan la miraba, pero creo que no la vi como él la veía; yo sólo tenía delante de mí las imágenes de los mejores goles de la última jornada de liga. Y Águila, que no es especialmente futbolero, tenía la vista perdida en la pantalla del transistor, absorto en ella, cómo si divisase algo que a mí se me escapaba y, de un modo inconsciente (quizás un tic nervioso que revelaba la tensión que por dentro le corría) se golpeaba los nudillos de la mano izquierda contra los labios y la barba mal rasurada.

Observar su barba de días sin afeitar me hizo recaer por primera vez en su aspecto desaliñado, en sus pantalones vaqueros raídos y gastados de puro uso y no por moda, en la camisa azul con lunares (¡con lunares! En qué piensa este hombre cuando se viste cada mañana) mal abrochada sobre una remera lisa de un color amarillo imposible, y reparé también en su pelo castaño, que más que pelo era una melena alborotada y plagada de ondulados rizos, algunos con formas que desafiaban las leyes físicas que rigen el mundo. En fin, mi querido amigo iba hecho un pincel, por decirlo con pocas y coloquiales palabras.

Y, cuando yo pensaba que el último gol marcado el día anterior por el Getafe lo iba a tener embelesado todo la noche (cuántas repeticiones ponen de cada jugada, me parece algo exasperante) y que haría bien en no aguardar una respuesta por su parte, Juan me la dio y, además, lo hizo mirándome a los ojos, muy serio, su boca sonreía pero sus iris azules irradiaban frialdad, o eso pensé yo; y entonces me dijo “un libro de música o de eso creo que va; en realidad, tiene un poco de todo, hasta creo que estoy yo dentro de él, de algún modo…” y nunca concluyó esa frase. Como podrán imaginar, aquella contestación de Águila no me aclaró prácticamente nada.

El caso es que yo la acepté y me comprometí a relatar la parte de la historia que a mí concierne, aunque sea en una pequeñísima parte. Y eso es lo que estoy haciendo precisamente ahora. Y Juan, eso me juró, decidió añadir mi aportación a su borrador del libro y, por tanto, publicarlo sin tocar una coma, ni alterar nada. Váyanse a saber si me mintió o me dijo la verdad. Juan es así, entrañable a su manera, pero también extraño. Yo no puedo arrojar más luz al respecto. Simplemente, me comprometo (como ya hice con él) con el tan manido narratario, con usted o ustedes, a garantizarle que lo que a continuación cuento es real y que sucedió de la manera en la que lo expreso, y no en ninguna otra. Tampoco exagero ni me dejo llevar por el encanto de contar y de adornarse, de redondear una escena, al fin y al cabo.

Mientras tecleo estas líneas pienso en Juan y me pregunto si cumplirá él su palabra de publicarlo tal cual (supongo que primero tendrá que encontrar una editorial que acepte su pintoresco libro, desconozco si ya se ha puesto de acuerdo con alguna) o si, en cambio, deslizará algo de su propia cosecha, alterando mi texto; o quizá, se me ocurre también, lo transformará de arriba abajo para que quede como a él más le plazca; o puede, y esto lo aventuro ahora, de repente, y sería lo más lógico ya que definiría a la perfección las formas y las dobleces de mi querido amigo, lo mandará a la imprenta (el libro ya concluido) y dentro de él mi pasaje irá clónico en un noventa y nueve por ciento, una copia exacta del original a ojos de cualquier lector salvo del que lo ha escrito, que rastreará el engaño, sabrá ver el embuste, distinguirá la más ligera desviación entre tanta bruma gris (una historia es similar al paso del tiempo, en ella también todo se va homogeneizando y nos acaba resultando imposible particularizar ningún hecho concreto) y descubrirá o, mejor dicho, descubriré con horror que Juan es demasiado listo para mentir, él se limita a crear su verdad.


Pero no tengo opción, he saltado al vacío sin paracaídas. Le he prometido a mi amigo que iba “a escribirle” y eso es lo que voy a hacer. Y es que lo recuerdo sentado en mi sofá hace tiempo, aunque no hace tanto tiempo en el fondo, y sigo sin dar crédito a muchas de las cosas que me explicó aquella noche, mientras la televisión asistía muda a su relato y mi cerveza, eternamente cerrada, se filtraba entre los recovecos de la mesa de madera; la marca de Juan, quizá su huella… Allá voy, procedo a contarles, únicamente espero que la crítica (queridos lectores o narratarios) sea compasiva y benevolente conmigo; algo que, ahora caigo en ello, es justamente lo contrario a como yo me comporto cada viernes noche cuando salgo del cine después de ver el último estreno de la cartelera, y es que el cine es cada vez peor, como los libros…

->Dentro de dos semanas (sábado, 23 de noviembre) la tercera entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
http://www.mayhemrevista.com/category/rebobina-ficcion/


Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta. 

lunes, 11 de noviembre de 2013

'Siete de corazones'


Como si repentinamente fuese víctima de algún deslavazado e incomprensible conjuro, de vez en cuando hasta ella misma se hartaba de su imperturbable y abúlica forma de ser. Aunque sólo muy de vez en cuando, generalmente esto se producía un día a la semana; era el momento en el que se permitía ser otra, que no mejor, tampoco peor; únicamente otra. Digamos que se transmutaba en una persona diferente. Entonces, presa de la impaciencia, cogía ella el teléfono y me llamaba, o me escribía desde su ordenador, y me preguntaba qué tal me iba o qué tenía nuevo para contarle o relatarle, o qué me parecía hacer tal o cual plan esa tarde o a la noche; y yo, siempre accesible, dispuesto a su servicio, respondía que andaba genial, que la cosa iba sobre ruedas y que claro que me apetecía quedar; que eso ni lo dudase. Luego, concretábamos los esporádicos detalles y ella colgaba o abandonaba el teclado, según el caso, y yo permanecía unos segundos, qué largos e inevitables se me hacían (tal vez en esos momentos yo también era presa de un deslavazado e incomprensible conjuro, ni mejor ni peor que el suyo; tan sólo distinto), con el teléfono pegado a la oreja o, en su caso, los dedos sobre el portátil, y sentía una inmensa y boba alegría, pero también me embargaba la pena, una especie de culpa moderna.

Mi reacción, decía en el párrafo anterior, era siempre la misma; únicamente variaba el medio de contacto entre ambos. Ella era la que mutaba y poseía un humor cambiante, lo mismo era dulce y atenta, y divertida (un día, esto sólo se daba un día a la semana), que se volvía fría, arisca, distante y independiente (la mayor parte del tiempo). Uno nunca sabía a qué atenerse ni qué esperar. Sin embargo, las veces en las que me llamaba o escribía invitaban a ser optimista. Entonces, todo iba suave como la seda y reíamos sin parar, nada de reproches en esos mágicos momentos. Lástima que durasen tan poco tiempo...

Durante las treguas que se concedía a sí misma, yo aprovechaba para proponer los más disparatados planes, creyendo que así la mantendría lejos de su rutinaria apatía. Mas no obtuve éxito en mi diligencia. No obstante, la situación siguió más o menos estable; es decir, yo experimentaba pequeños instantes de placer seguidos de largas semanas de olvido. Esto caracterizaba nuestra peculiar relación hasta que los hallé fortuitamente...

Todo ocurrió la tarde posterior a una de nuestras quedadas. Desesperado como estaba para que ella mostrase indefinidamente su lado bueno y se olvidase de su insoportable y periódico distanciamiento al que me tenía acostumbrado, la llevé a saltar en paracaídas. Qué podía haber más emocionante. Me dan miedo las alturas, así que no recuerdo haber soportado nunca una experiencia peor y, pese a mi esfuerzo, no fue suficiente. Nada cambió y, conforme el día que compartimos iba llegando a su fin, ella volvió a ser la de siempre y me apartó de su lado. Hasta la próxima, parecía decirme.

Me retiré derrotado a casa y la tarde siguiente vagué por el centro de la ciudad, tratando de tener la mente entretenida. No quería pensar, únicamente buscaba que transcurriese el tiempo. Y fue ahí cuando les vi. Era ella, por supuesto (su melena, sus ojos), e iba acompañada de un hombre joven al que yo no conocía. Los dos andaban cogidos del brazo y miraban los escaparates, cruzando de un lado a otro de la calle. No sé por qué este descubrimiento no me sobresaltó excesivamente. Sin alterarme, empecé a seguirles desde una distancia prudencial, al acecho.

Al cabo de un rato entraron en un pub. Les esperé fuera, al arrullo del viento. La manecilla del minutero de mi reloj no migró más de diez minutos cuando la vi salir del establecimiento con rápidas y ágiles zancadas. Cuando pasó a mi lado, me giré en sentido contrario y levanté el cuello de mi abrigo. No se percató de mi presencia. Una vez me hube asegurado de que se había perdido entre el río de personas que recorrían la calle, franqueé la puerta del local. Estaba prácticamente vacío, todavía era pronto para beber.

Sin embargo, su acompañante, ahora solo, se encontraba sentado en un taburete junto a la barra. Daba cuenta de una cerveza en vaso de tubo. Me acomodé a su lado y pedí al camarero dos más. Una de ellas se la ofrecí a él. “Pareces necesitar otra, amigo”, le dije, “¿un día duro?”. Evidentemente, el hombre sufría y a todos nos apetece hablar y desahogarnos cuando nos encontramos en tal situación. De modo que no tardó mucho en sincerarse conmigo y confesarme lo que vino a llamar su ‘mal’ o problema. Yo, la verdad, aún andaba algo sorprendido por haber sido testigo de la separación física y repentina de la pareja; hacía unos minutos caminaban abrazados y ahora él bebía sólo. ¿Qué había acontecido? Además, el parecido físico que guardábamos ambos, el uno con el otro (gafas de ver, constitución delgada, color de pelo…), también me despertaba cierto sentimiento de recelo.

“Problemas de pareja, supongo que sabes de lo que hablo”, le indiqué con un gesto con la cabeza que lo sabía, cosa que de hecho era cierta, pero no le interrumpí. Notaba la impaciencia en mis músculos, las ansias por saber. También experimentaba una extraña simpatía por aquel tipo, aunque debía odiarlo; le había visto pasear con mi novia… Él prosiguió: “Estoy con una chica perfecta, pero la situación entre nosotros resulta muy rara. Tal vez te sorprenda, pero ella es maravillosa y me quiere…”. Hizo una pausa de unos cuantos segundos. Luego, retomó la frase: “Y me quiere, pero sólo un día a la semana; el resto del tiempo va a su aire, me ignora y casi diría que me trata a patadas. Pero cuando menos me lo espero, esas veces que estoy en casa o, vete a saber, que tengo plan… Lo que sea. Entonces, ella me llama o me escribe y me dice de quedar y yo siempre acudo. Y ese día somos muy felices, pero luego todo llega a su conclusión y me ves como estoy ahora, abatido. No sé, es algo muy extraño; ni siquiera llegamos a discutir…”. Y no quise escuchar más. Dejé un billete sobre la barra y salí huyendo del pub. Hasta casa vine corriendo y agarré con fuerza el ordenador portátil. Mientras se encendía me senté junto al teléfono con el corazón desbocado, dispuesto a esperar mi turno una vez más.


->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita su página web para disfrutar del resto de su obra:

martes, 5 de noviembre de 2013

'Rebobina': ¡primera entrega!


1
Terraza de una cafetería de la Avenida del Gran Capitán, Córdoba.
Septiembre, 2013.

Sí, sí, por supuesto que sí. Fui yo el que le habló de Elston Gunn a aquel joven de gafas grandes… Juan Águila creo recordar que era su nombre. Sí, así se llamaba; uno no olvida a un sujeto tan peculiar. Y ya le digo: fui yo, no ningún otro, el que le instó a escribir el libro y resolver el enigma; lo puse a prueba, desperté su interés por el asunto y no me arrepiento… Pero claro que puede grabar lo que se le antoje. La conversación, claro, claro; faltaría más… Siéntese, siéntese, por favor. Estas no son maneras de iniciar una charla. Venga, póngase cómodo. ¿No se quita la americana? Ah, pues está usted equivocado por completo. Cada vez que el tiempo es liviano yo aprovecho para quedarme en mangas de camisa y airear la piel, que luego vendrán los fríos del invierno, ya sabe. En fin, como usted guste. Si está cómodo… Espero que no le importe que ya haya empezado sin usted. A cierta edad resulta espantoso tener la boca seca. Se le queda a uno la lengua pegada al paladar, una sensación horrible… No, no, por favor, tutéeme. Nada de don Amadeo o señor Garrido. No estoy cómodo con esa deferencia en el trato. Le echa a mi pobre corazón más años de los que ya tiene y, créame, son unos cuantos. Pero, aunque vea mi barba blanca, mi espíritu sigue siendo joven.

De modo que llámeme Amadeo o, mejor, Ama; mis amigos me conocen por Ama. Aunque, sinceramente, no recuerdo por qué me empezaron a llamar de forma tan abreviada, ni tampoco caigo ahora quién fue el primero en hacerlo, quién fue el creador de tal denominación. ¿Sabe? Al principio, no me agradaba oírla, pero la vida nos familiariza con todo. Por lo que llámeme Ama, espero que esté de acuerdo… ¿Y qué va a tomar? Ah, sí, y yo también me esforzaré. No me es fácil, ya que guardo hábito de conservar el trato de cortesía cuando me dirijo a un recién conocido. Pero, supongo, que si le pido… Bueno, si te pido que me tutees, no me queda más remedio que pagarle, digo pagarte, con la misma moneda. Lo intentaré…

Entonces, ¿qué tomas? Te recomiendo este pacharán que me estoy bebiendo. Sabe a gloria. Su fragancia le llena a uno el paladar, aunque entorpece la lengua, no te lo niego. No debo beber mucho, tan sólo una copa me permito, eso sí, grande y de balón; si bebo más mi relato, las respuestas a tus preguntas, se volverán confusas y embrolladas. Le… Te pido que seas benévolo con mi memoria, cada vez se halla más desmemoriada. Y no bromeo, ya me gustaría.

Te decía antes que fui yo y no ningún otro el que puso a Águila sobre la pista de Elston Gunn y su canción perdida. Leñe, parece que ocurrió ayer mismo y eso que ya ha transcurrido su buen tiempo… Me entrevisté con Juan una tarde como la de hoy, pero no nos vimos aquí sino en Málaga, muy cerca de la playa, en un bar colindante al paseo marítimo. Se encuentra en el barrio de Pedregalejo. Aquello es precioso; no sé si conoces la zona… Tienes el mar enfrente de ti y las nubes, algodonosas y blancas cuando tapan el cielo y su azul irreal (¡qué luz la del Sur!), se deslizan en eterna fuga delante de tus ojos. Y ves bullir el mar verde y el batir de las olas contra la orilla, también la subida y la bajada de la marea puedes presenciar si aguantas allí las horas suficientes y, hazme caso, no es algo difícil de lograr, ya que allí uno entra en trance y el tiempo se escapa, literalmente, volando. Además, el ambiente es muy animado, siempre hay gente de todo tipo, jóvenes y mayores, extranjeros y de la tierra, paseando y tomando algo en una u otra terraza. A mí me gusta mucho aquello, como ya te harás una idea a partir de mis palabras. De hecho, paso buena parte del año en la Costa del Sol, pese a haber nacido aquí, en Córdoba, y haber desarrollado toda mi carrera profesional en esta ciudad que pisamos, Patrimonio de la Humanidad.

Pero a día de hoy mi condición de jubilado me permite hacer cualquier cosa que se me antoje; dentro de unos límites, algo lógico… Por tanto, disfruto de largas temporadas en la playa y como se conoce que, pese a no estar ya en activo, mi reputación o lo que queda de ella me precede, cierto día (uno cualquiera, la verdad), recibí la llamada de un periodista que decía llamarse Juan Águila. Quería entrevistarme para el periódico en el que trabajaba, uno de tirada local y no muy leído entre la sociedad malagueña. No quisiera sonar hiriente ni cruel, ya que nada tengo en contra del medio de comunicación en cuestión. La proposición no me sedujo especialmente, no le mentiré… No te mentiré. Ves que me cuesta, ¿no? Mas no tenía nada que hacer, salvo sestear tranquilo, dar mi obligatorio paseo diario y poner al día mis lecturas atrasadas. De tal forma que acepté y concerté con Juan un encuentro junto al paseo marítimo para la víspera de lo que por entonces era nuestro mañana, ahora perdido en la repetitiva rutina de los días… Camarero, por favor… Sí, ¿me la rellenas? Hazme el favor, que tanto contar me está dejando la garganta dolorida y mi historia no ha hecho sino arrancar. No se puede hablar sin beber, estoy convencido de ello. No me juzgues severamente; quien dice que sólo dará cuenta de una copa, siempre acaba tomándose dos, como poco. Y tráele otra cerveza a este caballero, que ya tiene ésa por debajo de la mitad, en niveles críticos…

Por cierto, el joven Águila también bebía cerveza. Se declaró muy aficionado de la importada; me dijo que le daba igual la marca siempre que no estuviese hecha en España. Supongo que sería una rareza o manía personal, todos tenemos alguna… El caso es que aquella tarde los dos bebimos cerveza y nos tomamos unas cuantas. Tal vez se nos fue la mano. Lo que es seguro es que se nos hizo de noche entre trago y trago, y entre frase y frase. Aunque lo más curioso es que al principio el muchacho no estaba nada entusiasmado con la idea de tener que compartir su tiempo con un anciano como yo. Su gesto transmitía cansancio y fatiga. Sus preguntas eran rutinarias, sin alma; no sé si me explico… Le habían encargado hacerme la entrevista y él iba a cumplir con el trámite, como suele decirse; nada más. Así que me decía don Amadeo, ¿cómo fueron sus orígenes en el mundo de las editoriales? También me preguntó qué libro era mi favorito y de cuál estaba más orgulloso de haber rescatado del olvido… Todavía puedo verle, sentado enfrente de mí, con la grabadora sobre la mesa de madera, entre los dos (exactamente igual que sucede hoy, todo se repite), y la vista esporádicamente volcada hacia una libreta de hojas blancas en la que garateaba de modo convulso. Lo recuerdo como si lo hubiese vivido ayer mismo o incluso hoy. Y Juan, si me permite apuntarlo, se daba un aire con usted… Contigo. Su pelo rizado, similar al tuyo, aunque no tanto, el suyo era ondulado. Eso sí, el color era el mismo: un castaño que pretende ser claro. Y luego portaba sobre la nariz unas gafotas enormes que le restaban la poca credibilidad que su juventud no le había arrebatado ya. No te ofendas, pero os dais un aire. Tus gafas son más rectangulares y discretas. Bueno, en algo también os diferenciáis, los ojos de Águila eran muy azules, de un tono muy intenso. Llamaban la atención incluso desde detrás de las lentes, algo ocultaban que no llegué a desentrañar…

Pese a su desganado trato hacia mí, me cayó extraordinariamente bien aquel joven. Y es que algo fuera de lo común aconteció, de igual forma que una extraña energía parecía brotar de él. Verás. Justo antes de comenzar la batería de preguntas que me tenía preparada, le inquirí, por aquello de crear cierta confianza o cordialidad entre nosotros, acerca de su cometido en el diario. Me explicó de mala gana que tecleaba cualquier información que le encargasen sus jefes; también me dijo que a menudo escribía el horóscopo y presumía de no acertar nunca… Por lo visto, se había comprado a través del ordenador un libro que señalaba las pautas y los códigos necesarios a la hora de desentrañar el incierto futuro. En nada de aquello él creía. Su actitud ante la vida parecía la de alguien abatido, la estoica pose de un ser derrotado que sigue su rutina por inercia, no por impulso propio; sin pasión.

El laconismo de Juan me resultó infranqueable y la entrevista se inició con el mismo tono gélido con el que nos estrechamos la mano al saludarnos. Decía que, no obstante, algo sucedió… En cierto momento, tal vez una respuesta o un comentario azaroso por mi parte (este punto no lo recuerdo con precisión), nos hizo abordar el campo musical y descubrí que ese joven era un gran conocedor de antiguas batallitas que yo adivinaba olvidadas por todos salvo por los que todavía quedamos de mi tiempo. Pero Águila, sin obviar su juventud, era una enciclopedia ambulante en cuanto a musicología se refería. Y, lo más destacable, su actitud, incluso su gesto corporal, mutó por completo. El dinamismo contagió su voz y sus ojos refulgieron detrás de las gafotas que usaba. Para mi sorpresa, apagó la grabadora y pasó innumerables hojas de su libreta hasta que encontró una en blanco y ahí… Vaya… Ahí comenzó la auténtica charla. El joven Juan había hallado por accidente, fruto del azar laboral, un filón informativo que podía serle útil, una presa que no debía dejar escapar con vida.

De modo que yo le animé mientras dábamos cuenta de una cerveza tras otra. Mi fluida prosa le dio alas y animó su espíritu. Me encargué de disiparle las escasas dudas que le frenaban, aunque él mismo se habría desecho de ellas sin mi ayuda. Solamente acorté los plazos de espera… Claro, claro, en ese punto es cuando le conté todo lo que sabía de Elston Gunn. Era difícil que yo dominase algún dato que él no guardase en su hermética cabeza. Usted… Tú, si has llegado hasta mí, también tienes que dominar la cuestión, ¿no? Sabrás mucho al respecto: Gunn, la gira de Tom Waits, esa lejana noche de San Juan y la actuación de una canción que nadie recuerda, un tema que no está recogido en ninguna grabación conocida. ¿Acaso existe? ¿Es real? ¿Una leyenda? Yo creo que esa colaboración imposible entre aquellos dos grandes artistas sí se produjo y así se lo expresé a Juan Águila, que, una vez convencido y dispuesto a desentrañar el misterio (quizá con la esperanza de componer un libro con el que hacer dinero y fortuna, para dejar atrás su insulsa trayectoria periodística; tal vez buscando algo más, puede que encontrarse a sí mismo), me pidió consejo. Me preguntó por dónde debía seguir. Entonces, yo le propuse que viajase aquí, a Córdoba, y que se entrevistase con Carlos Bepo, el célebre crítico musical. Le insté a que si tensaba las fibras precisas, mi paisano se mostraría sincero y revelador… No sé si hizo caso a alguno de mis consejos.

En cambio, sí sé qué ocurrió aquella noche, que empezó siendo tarde y acabó más tarde de la cuenta; perdóname estos insulsos juegos de palabras. La edad nos vuelve pedantes. Te decía que… Sí, después de incontables cervezas (no exagero), Juan estaba eufórico y yo también, he de reconocerlo, me achispé ligeramente. Nuestra charla migró a otros derroteros musicales ajenos a los que hoy nos atañen y al motivo que te ha hecho reunirte conmigo e interrogarme. Águila y yo hablamos de música y de grupos antiguos, unos más olvidados que otros. Salieron a colación anécdotas de toda índole y, en un momento dado, Juan me pidió que le acompañase en el acto a su casa, vivía en ese mismo barrio, para enseñarme un disco pirata de Dylan. Me parece que había sido grabado en 1975, en el club ‘The Other End’. Yo jamás había oído hablar de ese LP, editado por fans (según él me confesó). El bardo de Duluth había cantado una fantástica versión de ‘Abandoned love’ que un buen dylanita como yo sabría apreciar. Por tanto, él me insistió que debía escucharla y sin falta.

En circunstancias normales, es decir, estando sobrio, nunca le habría seguido hasta su apartamento. Mas aquella noche lo hice. Primero, qué disgusto me llevé, me tocó abonar la cuantiosa cuenta en el bar, ya que Águila hizo amago de lanzar su mano al bolsillo en busca de la cartera, pero a medio camino se arrepintió y se sinceró conmigo, confesándome que no llevaba dinero encima. Posteriormente, recorrimos tambaleantes las estrechas y angulosas calles anexas al paseo marítimo y, apenas, diez minutos más tarde ya nos adentrábamos en la sombra del bloque donde residía. Ojalá hubiese podido saber, ojalá la intuición me hubiese alertado… Pero no recibí ninguna señal divina que fuese interpretable como un llamamiento a estar alerta.


Nos reíamos de un chiste sin gracia que ahora no viene al caso cuando salimos del ascensor en la tercera planta. Juan se encaminó hacia la entrada de su piso (la letra B), pero de repente ralentizó su acción de sacar la llave del bolsillo y su risa se quebró, la mía también, y quedamos estupefactos, en silencio. La puerta de su casa ya estaba abierta, más bien se encontraba entornada, y del interior emanaba luz. Y, lo más inesperado (que además nos sobresaltó), había una gota de sangre, redonda y brillante, y por supuesto roja, colgando de la cerradura. Ambos observamos aterrorizados aquella horripilante escena. En ese momento no fui capaz de preguntarme acerca de la naturaleza e identidad del extraño visitante de aquel joven, tampoco salí corriendo, ni grité asustado. Simplemente me quedé petrificado, parece que me ocurrió ayer. Juan, a mi lado, permanecía inmóvil con las llaves aún a medio camino de la ranura y su mirada vagaba perdida en el dorado del ojo de la cerradura, en su mancha oscura y oxigenada; mientras mis ojos fueron directos al linóleo, donde yacía un casquillo de bala. Su brillo era inconfundible. Lo reconocí enseguida. Pertenecía a un revólver de pequeño calibre, de esos que caben en cualquier bolsillo o en la cintura del pantalón. También pueden llevarse guardados en el forro interior de una chaqueta americana, como hace usted esta tarde, ¿verdad? ¿Cree que no me he dado cuenta desde el principio? Y disculpe que retome el trato de cortesía, pero respóndame usted ahora si me hace el favor: ¿Qué clase de persona queda para conversar con un editor retirado, en una cafetería del centro, y porta un arma bajo el costado? ¿Ha venido a matarme?

-> El próximo fin de semana la segunda entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!

Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.