lunes, 25 de noviembre de 2013

'Desmejorado'



No muchos lo saben pero existe en Málaga un barco, un antiguo ferry, que dos noches a la semana cruza la bahía de un extremo a otro. Va lleno de rocas procedentes de una cantera. Las piedras transportadas están siendo utilizadas para construir un dique más allá del municipio de Benalmádena. Mientras que la carga ocupa todo el espacio disponible en la bodega, la zona superior de la embarcación, lugar que antaño acogía a los viajeros cuando la nave realizaba sus labores de transbordador, navega ahora desierta. Y el capitán (no diré que sea un corrupto, pero jamás rechaza la oportunidad de obtener un pellizco de dinero extra) permite, a cualquiera que abone un módico precio, surcar las aguas de la bahía como pasajero del barco.

Decía al comienzo de estas líneas que no muchos en la ciudad conocen la existencia de estos trayectos nocturnos y todavía son menos, debo añadir ahora, los que saben que es posible unirse temporalmente a la escasa y silenciosa tripulación del buque, pagando el clandestino pasaje. Pues bien, ya lo habrán supuesto, yo soy uno de los habituales beneficiarios de la laxitud moral del capitán y de vez en cuando desembolso el peaje y me doy una vuelta por la bahía a bordo del antiguo ferry. Mas no soy el único, nunca viajo sin compañía. Cierto es que suele verse poca gente en la planta superior, la destinada a los pasajeros, pero siempre hay alguien que se suma a la travesía. Hablamos de trabajadores rumbo a no se sabe qué oficio, insomnes dispuestos a lo más inusual con tal de sobrellevar la larga noche de vigilia, bohemios y poetas en busca de inspiración, solitarios, viejos lobos de mar, amantes de la calma y la reflexión y también, por qué no mencionarlo, algún que otro sujeto raro y extraño, de esos que producen en uno rechazo y desconfianza desde el primer vistazo. No suelo confraternizar con ninguno de ellos, ya que de madrugada la gente tiende a ser poco habladora y los que nos desplazamos en el barco anhelamos esa quietud que únicamente brotan en el mar y, principalmente, en sus tinieblas.

Sin embargo, hace unas noches hice una excepción y me acerqué a conversar con otra pasajera. Primero, me parece recomendable que les indique, aunque sólo sea de manera sucinta, qué me llevó hasta el transbordador en esa ocasión. Verán ustedes. Llevo una racha que me encuentro francamente desmejorado, como si no fuese el mismo hombre de antaño, como si de algún improbable modo hubiese ido involucionando hasta etapas pretéritas y nefastas. Ha sido un proceso lento, pero constante. Poco a poco, con la ligereza de una hoja que cae mecida por el viento, he perdido peso; lo cierto es que como menos de un tiempo a esta parte. Mis pómulos se han afilado y mi mirada se ha hundido en la cuenca de los ojos, presa de una fuerza que la atrae al interior del cráneo. He perdido el ímpetu y el entusiasmo. Mis manos son garras de hueso y hasta la voz se me ha debilitado. No hay razón aparente, tampoco explicación plausible, pero eso no es coartada para ocultar la realidad: me consumo como una vela que lleva demasiado rato prendida. Me descompongo en jirones de lo que antes era mi esencia. La claridad de mi blancuzca piel a veces me parece que deja entrever lo que hay detrás del mismo modo que uno logra ver a través de un cristal opaco. La pose encorvada se ha apoderado de mi anterior gesto erguido. También me han despedido del periódico en el que trabajaba y últimamente nada de lo que escribo se me antoja inspirado. Aparte de que nadie lo lee. Hace un tiempo decidí componer un libro e irlo subiendo a un blog quincenalmente, pero el ciberespacio no le dedica la más mínima atención. Supongo que a nadie le importa lo que uno pueda hacer o deshacer, cosa que en el fondo entiendo. El humor, además, ha huido de mi carácter, quizá temeroso de verse contagiado de este veneno de desmejoramiento que circula por mis marcadas venas.

En esas condiciones me encontraba por casa a última hora de un día indistinguible, reposaba mi eterno cansancio tumbado sobre una áspera y sucia alfombra, cuando decidí que saldría a caminar y ver caer los últimos rayos de sol de la tarde. Con la remota esperanza de airear mi maltrecha alma, me conduje hasta el paseo marítimo y, desde ahí, vagué larga distancia silencioso como una sombra sin vida. Mis erráticas pisadas, que sonaban huecas como las de un esqueleto que caminara sin masa, me arrastraron al escondido pantalán, pasado el Peñón del Cuervo, donde se amarra el ferry entre un trayecto y otro. Quiso la suerte que aquella noche el barco tuviese organizada una travesía al lejano extremo de la bahía, por lo que decidí enrolarme temporalmente, como ya había hecho en (tal vez) incontables ocasiones anteriores. Devotamente, pagué al capitán su conocido peaje y, tras divisar momentáneamente la monumental bodega atestada de rocas de infinitas formas y colores, una suma totémica de incontables aristas y relieves, olor terroso flotando en el viciado aire, subí las escaleras que conducían a la parte superior del buque, por la que deambulé perezoso hasta que escogí un lugar entre los asientos más cercanos a la proa del navío; concretamente, uno de los de las primeras filas, próximo a la baranda de cubierta, perfecto enclave para observar las negras aguas que navegaríamos. No vi a nadie más en todo el piso.

Cayó el manto oscuro sobre el firmamento y una hora antes del mañana, delimitado por las campanadas de medianoche, zarpamos en sordo silencio hacia al Oeste. El mar se hallaba en calma, pero las estrellas y la luna, rielando sobre nuestras inquietudes, no me resultaban visibles. Recordaba haber presenciado un día claro, sin nubes, por lo que deduje que debía de haberse levantado una inesperada bruma, densa capa esponjosa que nos rodeaba y delimitaba nuestro campo de visión. El ferry se desplazaba en mitad de la nada, creando y destruyendo el mundo a medida que avanzaba hacia un destino fijado que aquella noche me parecía incomprensiblemente inalcanzable.

Sin ánimo para leer ni para escribir, ni tan siquiera para reflexionar, miraba el vacío arrebujado contra la baranda. La humedad calaba mi débil constitución, filtrándose dentro de la inútil gabardina. Lamenté no haberme abrigado más. En uno de los espasmódicos movimientos que realicé para entrar en calor, comprobé que había alguien más en la zona de pasajeros. No había reparado en su presencia, no la había oído ni sentido llegar. Se encontraba sentada en el otro flanco del barco, unas filas por detrás. Bajo un amarillento farol leía absorta y sólo se interrumpía para retirarse el pelo largo y oscuro de la cara. También llevaba gabardina, la suya marrón y no gris, y remataba su cabeza con un gorro de lana calado hasta las cejas. Sus pies iban envueltos en unas botas sin tacón. Sus facciones me resultaron peculiarmente familiares y me incorporé y anduve unos pasos para verla más de cerca. Sí, desde luego que la conocía…

Me senté a su vera y la saludé efusivamente. Ella mostró sorpresa y preocupación cuando me notó a su lado. Cerró el libro, pero mantuvo el dedo índice de su mano derecha en la página por la que se había quedado leyendo (pude ver, por la composición del texto y la abundancia de diálogos, que se trataba de una novela), y me miró sin reconocerme. Percibí cómo se alejaba levemente. Empecé a hablar y le pregunté por su vida, quería saber qué tal le iba todo. Me había alegrado mucho encontrarla en aquel vetusto transbordador que sólo navegaba dos madrugadas a la semana. Ella aseveró que no me conocía de nada y que por favor la dejase en paz, que no la molestase más. Pensé que bromeaba y seguí como si nada. En el pasado no habíamos terminado bien, de acuerdo, pero eso no justificaba que actuase como si yo fuese un completo desconocido. Además, había llovido mucho desde el complicado final de nuestra relación. Llevaba años sin saber de ella, casi la había olvidado por completo; de modo que no era coherente esa actitud de odio indisimulado.

Insistente, le cité dos fechas específicas y varias situaciones comunes y pretéritas vividas por los dos. Ella insistió en su tesis de que no me había visto en su vida. Y, esta vez, añadió que la estaba asustando y le iba a obligar a llamar al capitán. Perplejo, la contemplé en silencio y vi que no bromeaba. Pero aquello era imposible, un sinsentido. Me retiré confuso, pero retorné para un último intento a la desesperada: la llamé por su nombre y apellidos. Ella dejó caer el libro al suelo y gritó espantada que cómo sabía eso. Insinuó que yo era un siniestro y también un perturbado, y salió corriendo escaleras abajo.

Volví a mi escogido asiento, padeciendo verdadera incomprensión. No hallaba explicación a tal disparate. Aguanté escasos segundos junto a la baranda y me moví de nuevo. Ahora conduje mis aceleradas zancadas hasta el aseo de caballeros. Pulsé el decrépito interruptor de la luz y, sin esperar a que éste realizase su labor y encendiese los nebulosos fluorescentes del techo, abrí a tope el grifo y bañé mi rostro sin afeitar en gélida y herrumbrosa agua. Mi corazón se calmó y esto alivió, aunque de forma mínima, mi agitación interna. Ya con luz en el cuarto de baño, alcé la cabeza y divisé lo imposible al otro lado del espejo. Incluso, en un primer momento, me eché hacia atrás asustado. En vez de un espejo parecía un cristal sucio y mugriento, pero no lo era. Se trataba de una superficie sucia y mugrienta, sí, y con cortes y arañazos, también, pero no era un cristal sino un espejo. Un maldito espejo. Entonces, ¿quién estaba ahí? No podía ser yo aunque se movía de idéntica forma a mí y pestañeaba a la misma velocidad, a su vez componía mis mismas muecas. Pero yo no era aquel tipo, eso lo sabía a ciencia cierta. Dije mi nombre y me sonó al de otra persona. Rebusqué en mi memoria y todo pululaba entre el embrollo y la maraña. Nada era rescatable del olvido. Únicamente tenía enfrente de mí ese rostro anómalo detrás del espejo y el presente. Pronuncio en esta ocasión un nombre distinto al mío, pero mis oídos se reconocen en él. Aterrado abandono el aseo y su luz dañina me persigue en la huida. Mis erráticos pasos buscan la baranda al final de la cubierta, necesitado de hundir mis horribles presagios en las negras aguas de la bahía.

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo: