lunes, 18 de noviembre de 2013

El buen pastor



Cómo pasa el tiempo, no corre sino vuela. Parece increíble pero el próximo mes de enero se cumplirán ocho años de mi llegada a esta casa, instante que supuso el inicio de mi actividad profesional. Sí, como lo oyen, hace ocho años ya. Y es que empecé a trabajar siendo yo apenas un niño, pero esta vida que llevo curte a uno y pronto comencé a valerme por mí mismo y a hacerme con el control de la situación. En esta etapa he aprendido mucho y la verdad es que no me arrepiento de mi día a día. Lo aprecio y amo. Es cierto que a veces fantaseo con la posibilidad de otra existencia sin presiones ni responsabilidades, pero quién no se deja arrastrar por la imaginación esporádicamente. Todos somos débiles en ciertas ocasiones. Pero, siendo sincero, les digo que ahora mismo no podría adaptarme a otra rutina que no fuese la que sigo desde hace casi ocho años. No, me sería algo imposible. Lo tengo clarísimo.

Han de saber ustedes que nadie me explicó mi cometido; tampoco hizo falta, porque lo entendí enseguida. Pese a mi timidez e inseguridad iniciales, pronto me sentí capaz de realizar las tareas habituales con confianza en mí mismo. No es de extrañar, procedo de una familia que ha trabajado en este campo durante generaciones. Si se están preguntando a qué me dedico; bueno, se podría decir que velo por la vida de las cinco personas que se encuentran a mi cargo. Soy una especie de guardaespaldas, pero esa denominación se me antoja muy fría e inapropiada, ya que mis protegidos son mi familia y les quiero con locura (nunca me han tratado mal y de ellos no he recibido más que cariño y amistad, también han cuidado de mí en los momentos malos). En resumen, yo me encargo de que nada les ocurra. Y soy un hacha en mi profesión, les doy mi palabra.

La mayor parte del tiempo no he de enfrentarme a graves amenazas, pero mi cometido conlleva mantenerse en constante alerta, sin apenas pausas para el descanso. En cualquier momento puede presentarse la contrariedad y debo estar preparado. Por ello, continuamente paseo por los recovecos de la casa y me aseguro de que ningún intruso se ha colado o intenta entrar, también compruebo que no haya ruidos sospechosos ni desconocidos.

Mi única lacra es el idioma, pero la compenso con el olfato para el peligro. Lo detecto con gran celeridad. El idioma, en cambio, es otra cosa. Y eso que he aprendido un mundo desde que llegué a esta casa. Ahora sé muchas palabras que antes desconocía. Aun así, con frecuencia no entiendo lo que se me dice y me quedo estupefacto, tratando de descifrar qué se espera de mí. Gracias a Dios, casi siempre termino por comprender y no resulta la mía una falta muy gravosa… El olfato sí representa mi punto fuerte. Un olor me pone en guardia y todo el cuerpo se me tensa como un muelle, y mi pelo se encrespa. Considero que es una habilidad innata.

Como supondrán, este trabajo al que me dedico es fatigoso y cansado. A veces, me da vergüenza reconocerlo, acabo tan agotado que me quedo brevemente dormido mientras estoy de pie. Con rapidez vuelvo en mí y miro a todos lados temeroso de que mis protegidos hayan visto mi dejación de funciones. Nunca ha ocurrido. Sé que está mal, pero entiéndanme, hay noches que me las paso despierto, vigilante. A menudo tampoco puedo comer tranquilo, porque hay pisadas extrañas en la escalera o el ascensor registra una actividad superior a la habitual y he de ir a comprobar que todo sigue en orden. Entonces, aun cuando me he asegurado de que nada anormal acontece, ingiero a traganudos de mi plato y, cada escasos segundos, levanto la cabeza y oteo en busca del elemento que detone la señal de alarma.

Ya les decía que soy un profesional y sé hacer mi trabajo a la perfección. Por ejemplo, les contaré otro caso, aunque no quisiera cansarles ni parecer presuntuoso; mis protegidos, que en multitud de ocasiones me recuerdan a ovejas que uno debiera pastorear, tienen predilección por salir a caminar. No entiendo bien el por qué. No obstante, yo les acompaño de buena gana y me detengo en cada esquina, para asegurarme de que no hay peligros acechantes. Fíjense cómo me preocupo por ellos que me dejo atar una cuerda o correa al cuello y de este modo garantizo que vienen detrás de mí. Cuando se van de casa y no quieren que les custodie, me quedo muy preocupado y  aguardo detrás de la puerta hasta que regresan. Sólo entonces me relajo. Y es que verlos sonreír y que son felices representa mi única recompensa.

Es una vida sacrificada la mía, lo comentaba anteriormente. En mis poco comunes instantes de esparcimiento, me gusta tumbarme a descansar al sol y olvidarme de todo, cosa que casi nunca logro, debido a que una porción de mi ser sigue vigilante, por siempre protectora. Mientras dormito bajo la luz del día me imagino una vida en el campo, sin preocupaciones ni responsabilidades. Vagaría de un sitio a otro sin rumbo, disfrutando de cada momento…

Mas no, ése no es mi destino. Mi futuro está aquí con ellos, les quiero y, confieso que me asusta pensarlo, creo que moriría por salvarles. No soy muy grande ni fuerte, tampoco el más valiente. Seguramente, en mi barrio hay decenas de protectores mejores que yo. Sin embargo, nadie vigilará con más dedicación esta casa y a sus cinco inquilinos. Sólo tengo cuatro patas, mis puntiagudas orejas y este don olfativo con el que nací, pero bastará. Sólo soy un perro y para qué más. Jamás cejaré en mi cometido, jamás.

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de todo su trabajo: