sábado, 21 de diciembre de 2013

'Rebobina': ¡Quinta entrega!



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Extracto de un correo electrónico enviado por Alejandro Gutiérrez.
Julio, 2013.

Si he de escribir sobre Juan Águila, no tengo más remedio que retrotraerme a la excéntrica noche en la que, al igual que haría un par de meses después, para pedirme el favor de que compusiera estas líneas, vino a mi casa sin previo aviso y me dijo “cámbiate que vamos a cenar fuera, ¿te apetece?”. La pregunta final parecía sugerir que mi amigo me estaba ofreciendo o proponiendo que saliésemos a cenar algo y ponernos al día (llevábamos unas semanas sin vernos), pero yo bien intuí, y lo supe además nada más abrir la puerta y encontrármelo en mitad del oscuro descansillo (por qué no enciende la luz cuando sube por las escaleras; es más, por qué sube siempre a mi apartamento por las escaleras, ¡si mi bloque tiene ascensor!), con la gabardina colgando de desigual manera de sus delgados hombros y el gesto cansado y entusiasta, una extraña combinación…

Les decía que yo bien intuí que no me estaba invitando a nada, sino que se encontraba convencido de que le iba a acompañar a donde fuera que tuviese pensado llevarme. De modo que, a pesar de tener mi cena, una triste tortilla de ajetes entre dos escuálidas rebanadas de pan, enfriándose sobre el poyo de la cocina, obedecí y entré en mi cuarto, para salir cinco minutos más tarde con los vaqueros ya puestos (adiós al gastado chándal de estar por casa) y una chaqueta en la mano, por si refrescaba luego y la camiseta no me abrigaba lo suficiente. En esta ciudad el tiempo cambia de un momento a otro.

Bajamos en el ascensor sin mediar palabra. Tuve que volver a subir al apartamento porque con las prisas me había olvidado la cartera y también el móvil, y sólo había cogido las llaves (menos mal, por cierto, o me habría quedado en la calle). Juan me esperó abajo. No quiso subir de nuevo. Al salir del portal, me lo encontré recostado junto a una farola cercana. Jugueteaba con el móvil entre sus manos. Cuando reparó en mi presencia, cada vez más próxima, se lo guardó en un bolsillo interno de la gabardina y me dijo que anduviéramos hasta su coche. “Está a la vuelta de la esquina”, dijo. Su voz me sonó un poco ida, puede que algo ausente; tal vez no fue nada… A veces cuesta horrores explicar con palabras las sensaciones que uno ha experimentado o que experimentó.

Escribía que cuando me sintió llegar a su posición, Juan guardó el teléfono, por tanto, no alcancé a ver qué trasteaba en el aparato. Sí que creo que consultaba algo y el fugaz vistazo que logré echar, imposible jurarlo a ciencia cierta (no tuve tiempo), me hizo pensar en un mapa o algún tipo de representación gráfica. Caminé anexo a mi amigo en silencio, cavilando y tratando de adivinar qué me deparaba la noche, hasta su auto, un Renault Mégane de color gris, adornada la luna trasera con una alargada pegatina que recordaba los dos primeros títulos mundiales de Fernando Alonso en la Fórmula Uno, 2005  y 2006.

Se disponía a subir cuando Juan pareció recaer en algo y no se adentró en el coche, lo rodeó y me indicó que me bajase, yo ya me había sentado en la posición del copiloto. “Conduce tú, Ale”, fue su única aclaración. “¿Y eso? ¿Quieres que lo lleve yo?”, no pude evitar preguntarle. Mi amigo me miró y apostaría a que dudó, a que, por un momento, no supo qué decirme. Miró a los lados, no había nadie, a esa hora de la noche (eran más de las diez) y en lunes no es común ver gente andando por las calles de Teatinos; sí que llegaba ruido de risas y charla del interior de los bares cercanos. Satisfecho o, al menos, convencido de que nadie estaba cerca de nosotros, Juan por fin se dignó a responderme y comentó: “Es una larga historia, por favor”. A secas.

O aquella anoche me encontraba especialmente dócil o una vez más mi amigo (creo que ya les conté a ustedes algo de acerca de su capacidad para crear misterio) había conseguido inocularme una dosis letal de curiosidad que me hacía querer saber qué lo tenía tan raro y silencioso, a dónde pretendía llevarme; básicamente, qué le pasaba. El caso es que me plegué a su petición y, un par de minutos más tarde, pasábamos junto al Hospital Clínico y nos disponíamos a abandonar Teatinos, sentido Málaga.

Entonces Juan, que aún no se había abrochado el cinturón de seguridad y desordenaba la guantera en busca de algo que no conseguía encontrar, me indicó que tomase la ronda de circunvalación. “¿Hacia el recinto de la feria?”, le pregunté. “Sí…”, respondió con el piloto automático, de forma (otra vez) ausente, mientras su cabeza estaba concentrada en su infructuoso rastreo; no sé cuántos papeles debía de tener guardados dentro de la pequeña guantera del Mégane. “Vale, pero ponte el cinturón, tío, que vamos a meternos en la autovía”, le ordené o le pedí, ni siquiera sé en qué tono le dije esto, porque bastante tenía yo con hacerme con los mandos de aquel coche que no había conducido en mi vida. Lo que no se haga por un amigo. “Ahora, ahora; claro, tío; pero tú asegúrate que te incorporas dirección Cádiz, no Almería”, y así comprobé, para mi sorpresa, aunque algunas sospechas ya me habían rondado la cabeza, que no íbamos hacia Málaga ciudad. Por si fuese poco, encima nos empezó a llover…

Ahora que es de día (aunque ya por la tarde) y estoy sentado de forma confortable frente al ordenador y, entre pequeños tientos a la taza de café, tecleo lo que ustedes están leyendo, y empiezo a ver lejanos los sucesos de aquella noche que viví al lado de mi amigo Juan Águila, lo que los difumina en mi olvidadiza memoria y me permite alguna licencia o adorno (será mínimo, ya que no deseo incumplir mi compromiso con el narratario), me gusta pensar que el cielo lloraba de risa en las alturas y por eso nos llovió. El firmamento se desternillaba de nosotros o puede que no, que sólo se carcajease de mí, secundado por la risa de Juan, ahogada y sepultada dentro de la guantera.

No llegamos hasta Cádiz. El trayecto en coche fue mucho más breve, aunque se hizo, a mí al menos así se me hizo, asombrosamente largo. Procedo a explicarme. Bajo una apremiante lluvia, conduje en silencio por la ronda de circunvalación hasta el Palacio de los Deportes Martín Carpena. Allí abandoné la autovía y, a petición de Juan (me alegró sobremanera ver que había cerrado la guantera y estaba quieto en su asiento, con el cinturón de seguridad ya abrochado), me interné por la antigua carretera de Cádiz, la cual pasaba y todavía pasa junto al aeropuerto.

Velozmente, empezaba a familiarizarme con los pedales del Mégane y el tráfico brillaba por su ausencia; cruzamos varios concesionarios y, tras dejar atrás una gasolinera y la entrada al polígono de La Azucarera, enseguida nos encontramos atravesando la desembocadura del Guadalhorce. Las luces de la torre de control parpadeaban ante nosotros, pequeños flashes intermitentes desenfocados por la cortina de agua. Juan, que su inactividad había resultado ser excesivamente efímera, encendió la luz interior del coche y un torrente amarillo nos cayó sobre las cabezas. El río era una insondable mancha negra a nuestra derecha. Entonces, desplegó mi amigo un mapa y su dedo índice (el izquierdo, ya que Juan es zurdo) inició un errabundo recorrido entre las cuadrículas de lo que parecía un vetusto y desfasado mapa de carreteras.

Las esquinas arrugadas y vueltas hacia arriba me hicieron compadecerme de Águila, por lo que le pregunté: “¿Adónde vamos? Porque pareces perdido”. “Nada de eso, nada de eso, Ale…”, me respondió y esta vez sí que percibió mi imperiosa necesidad de información extra, de modo que añadió: “Todo recto vamos bien. Cuando vayamos a pasar Torremolinos te indico”, y volvió a imbuirse en su exasperante silencio. Dicho silencio me hizo reparar por primera ocasión en la música que sonaba de fondo, tan bajo se oía que no me había percatado de ella hasta ahora. Miré la radio. “TRACK 10”, leí, al lado de un poco imaginativo y pixelado dibujo de un CD, en la pequeña pantalla del aparato de música. “¿Qué suena, Juan?”, inquirí. “Es Tom Waits, ‘Rain Dogs’”, y yo me reí como un loco. Aquello era realmente maravilloso, cómo no había imaginado el título de la canción. Hubiese sido difícil encontrar una banda sonora mejor para nuestra situación. “Muy apropiado, insuperable”, le espeté a mi amigo al tiempo que un cartel anunciaba que estábamos adentrándonos en Torremolinos y la lluvia ofrecía una tregua. Divisé un claro en el cielo y eso me hizo albergar cierto grado de esperanza...

Minutos más tarde estacionaba el auto en una amplia calle que, entre grandes hoteles y bloques de apartamentos, corría paralela al paseo marítimo. Juan me había guiado hasta esa zona turística próxima al mar. Con anterioridad yo ya había transitado esa parte de la costa, aunque no recordaba mucho de ella. Sabía que a algo más de un kilómetro hacia el norte se extendía el barrio pesquero de La Carihuela.

Nos apeamos del coche y mi amigo camino decidió hacia la otra acera. De milagro se libró de que una furgoneta, que rodaba veloz, le atropellase. Él no pareció inmutarse de tal amago de fatalidad. Un suelo empapado por la lluvia caída hacía resonar nuestras pisadas en medio de una atmósfera nocturna de luces difusas y anaranjadas. Pasamos de largo ante un bar belga y también delante un chino. El litoral malagueño se encuentra atestado de locales pertenecientes a extranjeros instalados en la provincia que, además, atienden casi exclusivamente a clientes foráneos.

En el tercer local, en cambio, nos detuvimos. Águila me dirigió un gesto que no supe descifrar y luego se internó en aquel ‘ristorante’. Yo le seguí. Al otro lado de las puertas de madera la cálida atmósfera resultaba gratificante y acogedora. Un bigotudo y orondo camarero se acercó a nosotros. Después de intercambiar unas pocas palabras, nos acompañó hasta una mesa anexa al ventanal que daba a la calle. En silencio contemplé la decoración del lugar. Las paredes, asimismo el techo, estaban atestadas de banderines, bufandas y camisetas de cientos de equipos de fútbol, de todas las nacionalidades y ligas.

Juan reparó en mi examen ocular y me preguntó si nunca había estado antes allí. Le respondí que no. Él me aseguró que me iba a gustar, que no me defraudaría. Aproveché el breve intercambio de frases para interrogarle acerca del motivo por el que cenábamos en aquel sitio en concreto, que nos pillaba excesivamente retirado y más, tratándose como se trataba (siento la redundancia), de una noche desapacible y lluviosa. “Todo a su tiempo, Ale”, me aplacó, para posteriormente añadir: “¿Qué vas a beber?”. Como desconocía si me iba a tocar conducir durante el trayecto de vuelta, pedí una coca cola; Juan, por el contrario, dijo que tomaría un botellín de cerveza. El raudo camarero trajo las dos bebidas y nos dejó un par de cartas. Mientras las ojeábamos, extrajo un encendedor de uno de los bolsillos de su chaleco y, con aprendida habilidad, dio lumbre a la vela que, circunvalada por una copa de cristal grueso y algo mate, presidía la mesa de cuadros rojos y blancos del tramado mantel.

Con voz cantarina el camarero anunció que volvería enseguida, cuando supiésemos qué plato deseábamos. Y, a continuación, se marchó a atender una de las otras dos mesas que estaban ocupadas: en una de ellas había una pareja de jóvenes, parecían (o a mí me lo parecieron) novios, y en la otra un matrimonio ya avejentado daba cuenta de una opípara cena… El local en sí, tan italiano en los colores y la ornamentación, fuera había podido ver que el toldo de la terraza se hallaba pintado con los colores de la bandera del país con forma de bota; desprendía confortabilidad.

Uno estaba cómodo en el interior y el olor procedente de la cocina resultaba, como poco, delicioso. Era aquel un buen ‘ristorante’. De momento, a falta de yantar las viandas, se llevaba mi aprobado y así se lo hice saber a Juan, que no se inmutó y creo que ni tan siquiera me escuchó. Le veía enfrascado en la lectura, prácticamente jeroglífica (de la atención que le estaba dedicando), de su carta. Mas no tomé a mal su indiferencia, sino que me dio absolutamente igual. Qué sé yo… Empezaba a invadirme un sentimiento de optimismo, quizá la noche no iba a transcurrir de forma tan mala, después de todo.

Presto como un rayo volvió el orondo camarero. Ahora pude observar su frondoso y rubio bigote. Ese sujeto se me antojaba tan arquetípico, tan ‘stromboliano’, como la propia decoración de la pizzería y/o ‘ristorante’. Empezó a tomarnos nota. Yo sabía lo que quería, una lasaña. Pero mi querido Juan se adelantó y pidió primero; a veces su falta de modales se vuelve completamente reprobable: “Buey a la langosta aliñado, por favor”. Nada más haber salido las palabras de su boca me sentí profundamente avergonzado. El camarero no descompuso el semblante y objetó un cordial: “¿Perdone, señor?”. “Sí”, repitió Juan: “Le he pedido”, y lo pronunció muy lentamente, como si estuviese hablándole a alguien duro de oído: “Buey a la langosta aliñado”.

“Pero me temo que tal plato no está en el menú, caballero”, dijo el amable empleado del establecimiento al tiempo que miraba a izquierda y derecha, implorando una ayuda que sentía no le iba a socorrer. “Ya, ya…”, Juan estaba glacial, impávido: “Vaya a la cocina y pregúntelo; seguro que algo queda”. Y, seguidamente, extrajo mediante un veloz movimiento de mano un billete verdoso (¡100 euros!) que guardó en uno de los bolsillos del chaleco abotonado al inflado torso del camarero. Éste último se marchó circunspecto, no sin antes garantizar que regresaría en breve, en cuanto supiese si la solicitud del caballero podía ser atendida.

En el momento en que volvimos a estar los dos solos, atosigué a Juan a preguntas y esta vez no iba a dejar que me aplacase con evasivas. Quería saber de qué iba todo aquello, por qué se encontraba tan raro y silencioso o si no… Le garanticé que me iría de allí y se las averiguaría sin mí. Lo tenía muy claro y de este modo se lo hice saber, pienso que fue una amenaza en toda regla la que vomité sobre mi amigo. Seguramente, así la percibió él, ya que comenzó a soltar prenda, como suele decirse. Fue en este momento cuando por primerísima ocasión escuché el nombre de Amadeo Garrido. La historia, ustedes la sabrán ya mejor que yo, por lo que no citaré salvo lo imprescindible, emana de un encuentro que mi amigo tuvo con el tal Garrido. Juan debía entrevistarlo para el periódico en el que trabajaba y, de forma inesperada, en mitad de la conversación surgió el nombre de Elston Gunn…

“Ale, ¿te acuerdas de Elston Gunn?”, me inquirió Juan en tono bajo y con el rostro cerca de la vela que nos iluminaba. “Por supuesto”, contesté, “cómo no voy a conocerlo; en esta ciudad, en esta país, es una celebridad. Todo el mundo sabe de él y sobre todo tú, Juan, un maldito experto en la materia; te he escuchado batallitas de todo tipo acerca de Gunn”. Mi amigo sonrió complacido, luego me afirmó: “Pues bien, Garrido me relató una historia curiosa sobre la existencia de una canción de Gunn que casi nadie conoce, que no aparece en su discografía, que fue grabada días antes de su muerte y en compañía del mismísimo Tom Waits; sólo se tocó una vez en un concierto realizado en una playa durante una noche de San Juan…”. “Espera, espera”, le interrumpí: “O no hablas o no callas. Por favor, ve por partes que me pierdo… Ah, y antes de que prosigas vuelve al principio, ¿qué tiene que ver todo eso con qué cenemos hoy aquí y pidas ese plato imposible? Juan, a veces no creo que estés en tus cabales; es como lo de hacerme conducir tu coche sin…”.

Todo eso descargué sobre mi amigo, que la verdad es que me tenía bastante harto (por mucha curiosidad que sus planes me provocasen), pero no me pude desahogar más, debido a que cuando me hallaba en mitad de mi iracundo parlamento sentí la voluminosa presencia del camarero, que aguardaba junto a la mesa, con una boca sonriente bajo el frondoso bigote. Por tanto, reprimí mi cólera y le pregunté con la cabeza que qué pasaba. Sin borrar su expresión victoriosa, comentó éste que la solicitud del caballero iba a ser atendida, de modo que, por favor, le siguiésemos hasta la cocina. Ahora que echo la vista atrás se me antoja que este fue el momento de la noche en el que comprendí que nada de aquello tenía sentido, pero no, nada de eso. Todavía me quedaba demasiado inverosímil y absurdo por vivir… No obstante, durante aquella velada no tuve tiempo a siquiera una fugaz reflexión y estas cavilaciones me sobrevinieron ulteriormente. Antes de terminar su frase, Juan ya se encontraba de pie y caminaba en pos del camarero rumbo a la cocina. Yo les imité. Crucé el salón del ‘ristorante’, donde de repente caí en el enfado que tenía el hombre joven, miembro de la supuesta pareja de novios que nombré con anterioridad... Los tres atravesamos una alta puerta batiente, similar a las del viejo y lejano Oeste, y nos adentramos en la parte trasera del local. Los insultos e improperios que el posible novio lanzaba a otro camarero se silenciaron una vez que el aleteo de la puerta quedó quieto, con nosotros (Juan y yo, y el camarero) del lado opuesto.

Aquella cocina no era común. Algo irradiaba de ella, de sus estantes, de sus cacerolas, de sus fogones… No consigo explicarme con mayor claridad. El caso es que la estancia me puso en alerta desde el primer momento. Y la repentina aparición de la anciana y menuda cocinera, con sus ojos hundidos y su pelo abundante y blanco recogido en un moño que estiraba los surcos de la piel de su rostro, no ayudó a que me calmase. A mi vera Juan parecía expectante, mas tranquilo, como si la situación fuese tremendamente común. La voz quejosa y profunda de la chef nos dio la bienvenida. Su español aún guardaba, pese a los años en la península que deduje debía de llevar, un fuerte acento italiano. Vi cómo se guardaba el billete de cien euros en el interior del batín y, seguidamente, inició un peculiar trasteo del contenido de una inmensa olla.

El camarero, ahora menos sonriente, nos invitó a que nos aproximáramos infinitesimalmente a la anciana mujer y su vetusto caldero. La luz en la cocina se proyectaba mortecina, procedente de pequeños focos polvorientos ubicados aquí y allá; la combinación de haces, con sus estudiadas sombras y formas, teñía el espacio de un tono dorado oscuro, dentro del cual el aire se antojaba denso y esponjoso. El bigote del camarero se había tornado de un rubio más intenso. Aunque esta descripción no ha de ser tomada al pie de la letra, ya que adelanté antes que aquel lugar me afectó de cierta y extraña forma, que alteró mi ecuánime sentido de la percepción de inexplicable modo…

El ruido de un mozo lavando los platos en un lugar perdido de la recóndita cocina, que tenía que quedar en un punto invisible para nosotros, me hizo girar bruscamente la cabeza. Cuando miré de nuevo hacia adelante vi a Juan un par de pasos más cerca de la cocinera. Ella preguntó quién era la persona por la que preguntábamos. Juan pronunció entonces el nombre de Elston Gunn. Se sonrió la mujer e inició un lento y constante movimiento circular de su cucharón dentro de la olla, bajo la que el fuego había cobrado fuerza y calentaba concienzudamente lo que fuese que aquel receptáculo cobijase. Quise asomarme para ver el interior de la perola, pero el bigotudo empleado me agarró del brazo y me recomendó que no lo hiciese. “La chef sabe lo que se cuece; ésta es una labor carente de peligro, pero no conviene confiarse en exceso, amigo”, me susurró al oído.

Contemplé a Juan y vi sus ojos demasiado abiertos y desenfocados. Qué hacíamos delante de aquella mujer y su olla. Como si ella hubiese oído mis quebrantos mentales, se dirigió a nosotros y habló lentamente a la par que rebuscaba entres sus especias e iba volcando alguna de ellas en el interior de la inmensa cacerola (con cada nuevo condimento emanaba un gas de color variable y se oía un chapoteo): “Ya no quedamos muchas que sepamos preparar estas recetas”, pronunció con exasperante parsimonia; añadió luego: “Sin embargo, los guisos y las salsas poseen la virtud de conectar realidades; casi nadie lo cree pero, si se siguen los pasos certeros y precisos, pueden unir lo vivo con lo muerto y reclamar la presencia del que desapareció…”. Su discurso cayó víctima de una atropellada risotada de júbilo. Yo no podía creer todos los disparates que la señora, probablemente senil, nos estaba contando. No obstante, el camarero y sobre todo Juan parecían aceptar como verdad absoluta lo afirmado por esa mujer.

“¿Pero qué tontería es ésa?”, vociferé. Fue Juan el que me respondió y el que me instó a callar cuando, según él, nos hallábamos ante un momento ‘trascendental’: “Ale, en algunos sitios te leen el futuro en los posos de café, en otros te echan las cartas para horadar el porvenir y aquí el espiritismo reside dentro de esa perola; Elston Gunn nada sumergido en esa salsa”. Tuve que contenerme para no zarandear a mi amigo por los hombros. Menudo imbécil.

El silencio se instaló en la cocina y sólo la chef se atrevió a quebrarlo al susurrar: “Ya debía haber aparecido… Tarda demasiado… Parece que no perteneciese al orbe de…”. Agarré a Juan del hombro y tiré de él. Necesitaba huir de allí. El estampido de una burbuja me frenó. Mis ojos percibieron el humo grumoso y negro que se elevaba de la olla y, esta vez era distinto, danzaba delante de nuestros sorprendidos rostros, empezando a adquirir cierta constitución. Me disponía a blasfemar cuando observé que el humo se deshacía de nuevo en la nada más absoluta. La anciana se esforzaba en remover la olla y recitar extrañas palabras entre dientes, mientras luchaba por mantener vivo el guiso o salsa o…

La puerta se abrió entonces de un fuerte golpazo y entró por ella el joven novio de una de las mesas que tan airado había parecido mostrarse desde hacía rato. Le seguía, pegado como una sombra que intentaba detenerle, el camarero amonestado. “Se van a enterar, tratar de esta forma a unos clientes… ¡Cuánto más tendremos que esperar si puede saberse!”, pronunciaba cada frase a borbotones, como ladridos, preso de una furia desatada que contrarrestaba con su imagen elegante y su ropa aseada, y un afeitado impecable. Al vernos a todos de pie junto a una gran olla de la que salía un cada vez menos danzante humo, se calmó levemente. Dirigió su ira al bigotudo y orondo camarero y a la anciana, visiblemente molesta por la interrupción y los problemas en su potingue, y advirtió: “Mi novia y yo nos vamos de aquí, pero no quedará así la cosa. ¿Saben quién soy, majaderos? ¡José Antonio Tapia! Óiganme, impresentables, ¡José Antonio Tapia!”. Entre los dos empleados le acompañaron hasta la salida de la estancia y sus gritos se perdieron más allá de ella.

Una vez recobrado el quedo silencio, la anciana se colocó junto a Juan y le devolvió el billete. Se excusó diciendo que no estaba la noche para preparar cierto tipo de recetas. Según parece, los espíritus andaban inquietos y el ambiente en el ‘ristorante’ no resultaba el más idóneo (me lanzó en ese instante una mirada furibunda). Águila cogió los 100 euros y salimos del establecimiento sin decir adiós. No había ni rastro del cliente colérico ni de su novia. El matrimonio ya mayor también había desaparecido. En la calle, donde de nuevo llovía, mi amigo se ahuecó la gabardina sobre los hombros y miró unos momentos en lontananza, la vista perdida en lo que intuí pensamientos difusos. “Juan, ¿estás decepcionado? ¿No pensarías que esa vieja de verdad nos pondría en contacto con el espíritu de Elston Gunn?”, y me reí al terminar de haberlo dicho. “Claro que no”, me objetó él, para puntualizar después: “Ya que Gunn está vivo, como sospechaba. Eso veníamos a comprobar”.


“No esperabas que lo de la olla funcionase… ¿Pero tú habías visto a la vieja hacer esto con anterioridad?” Mis preguntas no hallaron contestación alguna. Juan Águila ya andaba decidido hacia el coche. Por mi parte, aligeré el paso para ponerme a su altura y, como dos ‘rain dogs’, como dos perros de lluvia (esos a los que canta Tom Waits con su voz ronca e imposible), nos filtramos en la noche sin rumbo cierto, al menos sin que yo supiese cuál era, en busca de nuestro siguiente destino… Y sin haber cenado, permítanme que resalte esto último.


->Dentro de tres semanas (el sábado 11 de enero) la sexta entrega verá la luz. ¡Disponible sólo en la revista Mayhem!


Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.