lunes, 28 de octubre de 2013

Recordando a 'El hombre sentimental'


Nada, ocho veces de cada nueve nada me abate o aflige y mi día, por tanto, acaba bien; concluye de forma mágicamente suave y pacífica, sin sobresaltos melancólicos. Dentro de una irreal armonía floto a la deriva y desconecto de los quehaceres cotidianos pertenecientes al reino de la vigilia, deshaciéndome de esta o aquella preocupación, de este o aquel asunto pendiente, de este o aquel recado o encargo persecutor desde la víspera que se ha quedado sin hacer y, por consiguiente, resulta retrasado, siempre en la lista de lo postergado.

En esas ocho periódicas ocasiones la vida fluye sin que nada cambie y hoy es igual que ayer, y también idéntico a lo que será mañana; una sucesión infinita de nada que vacía y, a la vez, lo llena todo. Pero, sin embargo, con eso me basta o, al menos, en esos distintos ocho momentos se me antoja una existencia suficiente, soportable y valiosa. La novena vez, y creo que hoy, mientras escribo estas líneas, me encuentro irremisiblemente atrapado en ella, no resulta comparable a nada de lo anterior, tampoco me parece lógica, ni siquiera justificada; para nada…

Desolado, he cerrado el periódico y he pensado que ojalá nunca leyésemos, ni viésemos; que no supiésemos nada, porque de ahí brotan las ideas que acarrean todas las consecuencias. Qué bueno sería que la intuición le pusiese a uno sobre aviso, pero no existe ese sexto sentido. Yo carezco de él y por eso he leído la noticia entera mientras, letra a letra, el horror me invadía como el viento frío que franquea la ventana abierta y me hace tiritar. Debería cerrarla y, además, tendría que darme prisa en ello o la noche terminará entrando en mi hogar. Aunque también qué más da, me pregunto desde esta novena vez en la que me hallo preso.

Él también tenía su ventana abierta o eso afirma la información del diario. Me aterro sólo de pensarlo, mas no consigo dejar de figurármelo, real y corpóreo como si estuviese ahora a mi lado. Y es entonces cuando le veo con nitidez cristalina; le observo llegar a casa después del trabajo, de idéntica forma que el resto de sus jornadas, y dejar (es su costumbre) la chaqueta doblada sobre una silla y pasar al baño, donde sumerge la cara en agua helada.

Y, a su vez, le contemplo prendiendo la televisión, ya que él jamás la encendía, sino que la ‘prendía’, pero hoy no echan nada bueno (algún partido de escaso interés y anuncios, siempre es posible disfrutar de un generoso bloque de anuncios); de modo que se tumba sobre la cama y mira el techo, y creo que sí… Estoy prácticamente seguro, pese a que el periodista del diario nada dice al respecto (es de lo poco que se reserva en su exhaustiva y desasosegante pieza). Creo que por primera vez lo piensa y ahora el miedo me atenaza el pecho, pese a que nada debiera temer yo.

Al principio le viene como una idea absurda e intrusiva, un molesto fogonazo neuronal que puede alejarse de una impulsiva patada que le descalza un pie, pero no se va. Y prueba con la otra pierna, pero tampoco se marcha. Nada cambia. Se levanta y camina inquieto de un lado a otro. El gélido linóleo atraviesa la tela de sus calcetines. Le conozco (le conocía) y sé que la ausencia de motivo, la carencia de razón y causa para su pensamiento, es lo que más le perturbó, lo que le terminó de tensar los nervios.

Lanzo el periódico por los aires y palpo con la diestra el tercer cajón del escritorio. Con los ojos cerrados empiezo a tirar del hermético receptáculo hacia mí y éste se desliza siguiendo las guías metálicas que lo sujetan. Él, dice la noticia, no precisó de mesa o cómoda, sino que abrió, (en mi cabeza) abre el vestidor y lo reconoce desierto; en realidad, parcialmente desierto: una solitaria mitad fantasmal y en la otra, su consabida y denostada ropa.

¿Fue éste el impulso definitivo? No me atrevería a garantizarlo. Nada era diferente aquella noche, pero todo había cambiado. Cualquier infinitesimal factor, quizás el sudor que le empapaba la camisa o la inmovilidad de su concluido día, detonó su oscura reacción, una respuesta conductual tan negra como el largo y metálico cañón de la escopeta que yacía silenciosa en el fondo de su vestidor. Él la ase con destreza y retira el seguro. Y se vuelve a la cama. Descubre que le apetece tumbarse. Le parece todo más cómodo y soportable desde esa posición horizontal. Y mira de nuevo hacia el techo, pero él otea más allá, vislumbra las alturas y en un penúltimo instante de consciencia siente que está llamando a las puertas del cielo… No dejo de pensar que si hubiese tenido un periódico en casa, algo que leer y con lo que entretenerse, un esparcimiento que le hubiese llenado la cabeza de otras ideas, que hubiesen convertido aquella novena vez en una de esas ocho repetitivas e insulsas, pero seguras… Entonces, nada de lo que siguió se hubiese producido. O, tal vez, sí…

Lo único claro es que llegados a este punto sus ansias de ser protagonista de una página del periódico de mañana (mi hoy) le parecen incontenibles. Todo y nada le alcanzan en un rápido estruendo sonoro. Cuando la televisión deja de emitir anuncios, unos desmadejados ojos abiertos indican que él ya duerme para siempre… Aterrado, abro yo los míos y pestañeo y salgo de mi quietud, y extraigo del tercer cajón del escritorio una caja de metal. Me estremezco al tocarla. Pero no se abatan por mí, tampoco se aflijan, no quiero que se preocupen; es únicamente que esta noche, como le ocurrió a él ayer, me encuentro atrapado en la novena vez (ya se lo decía al principio de estas líneas), pero yo no guardo deseos de fama ni tampoco (perdónenme la redundancia) guardo armas de fuego en mi hogar. En esa caja sólo caben las esperanzas, esperanzas transfiguradas en fotografías que me apaciguan el espíritu. Las imágenes pasadas nunca desaparecerán del todo, aunque el tiempo y el viento frío de la noche las desgasten inmisericordemente a través de una negra ventana que todavía sigue abierta.



martes, 22 de octubre de 2013

'El otro'


Cuando de madrugada uno vuelve andando a casa solo y ha de cruzar esas largas e inacabables avenidas huérfanas de tráfico, en las que los frondosos árboles que dormitan proyectan sombras sobre la acera, filtrando la luz amarillenta y artificial de las farolas, puede sentirse la presencia del otro en su eterno merodeo. Si se agudiza el oído y se atiende con auténtica concentración, resulta perceptible y reconocible la sonoridad de unas pisadas duplicadas, copias prácticamente idénticas del caminar propio, salvo que ligeramente (más bien, debiera decir que imperceptiblemente) desacompasadas. Y se nota que por momentos, al principio dichas pisadas eran lejanas e inaudibles, se acercan o al menos se escuchan con mayor intensidad o estruendo.

En esos instantes uno acelera la marcha, pese a que trato de convencerme de que son únicamente imaginaciones mías emanadas del sueño perdido y retrasado hasta horas tan intempestivas, y además uno se ciñe (desde luego, yo siempre lo hago) el abrigo a la cintura, si el frío permite llevar tal prenda. Y, por supuesto, en tales casos, siempre se evita mirar atrás no vaya a ser que realmente alguien nos aceche y persiga, y eso nos paralice. La sola idea se erige perturbadora. Entonces, de forma obsesiva surge en mi mente la imagen del otro, al que no conozco pero del que sí aventuro sus oscuros propósitos. Pienso que viene a por a mí, que está dispuesto a liquidarme sin ningún tipo de contemplación, mediante funestos actos que me destruirán y sepultarán. Siento la muerte sobrevolando mi nuca y, aterrado, aligero mis pasos que llegan a ser zancadas. Algunas de las ocasiones en que esta sensación me ha invadido casi he terminado por echar a correr, presa del pánico.

Sin embargo, en los segundos de mayor terror, siempre consigo arrojar una pizca de luz sobre mis negras cavilaciones y recuerdo, para mi alivio, que aunque así él lo quisiese, el otro no puede matarme. Él es mi trasunto y, como tal, cuando yo me acuesto el otro se levanta; si callo, habla; si me apesadumbro, se regocija; y viceversa. Sólo consigue ser feliz a costa de mi tristeza. Lo mismo a mí me ocurre, pero al revés. Aunque he de aclarar que esto es menos común. Normalmente, el otro logra salirse con la suya y acabo siendo yo el desdichado. Nunca hemos hablado. Él vive dentro de mí, pero a menudo me compongo su imagen como la de un ser de otro mundo que me resulta ajeno por completo. Tal vez lo único que nos une y nos asemeja es el odio visceral y primario que nos proferimos mutuamente.

Es en noches como éstas, en las que vuelvo a casa de madrugada, andando solo por largas avenidas mientras escucho cómo unas pisadas se arrastran a mi espalda, cuando descubro cuánto detesto al otro y lo que me gustaría verlo extinto. Pero no, esto no es del todo cierto; en realidad, le envidio y deseo arrebatarle su día a día. Sin sorpresa me reconozco pretendiendo ser él, tratando de asumir la identidad del otro. Nada me agradaría más que sustituirle cuando se divierte y también cuando triunfa. Por supuesto, anhelo suplantarlo en los momentos que se encuentra con ella y ambos destilan felicidad y placer al tiempo que a mí, en cambio, me aguarda el lado más amargo, el ostracismo de la soledad. Me encantaría ser él de idéntica forma que echo de menos ser aquella persona que nunca fui y en la que no me reconozco. La imposibilidad eterna del cambio.


A causa de este inconfesable deseo, razono de forma furtiva (en medio de mi agotador camino de vuelta a casa) que tal vez él venga tras de mí y planee oscuros propósitos contra mi persona, pero que a lo mejor yo también puedo sorprenderle y pillarle con la guardia baja, ahora que sus pasos suenan tan próximos a los míos. Me escondo en la penumbra de un soportal y, apoyado contra el frío mármol de la pared y con el corazón palpitante bajo el abrigo, esta noche el tiempo permite llevar tal prenda, extraigo el juego de llaves de un bolsillo. Con mi mano izquierda las agarro como si de un manojo de cuchillos se trataran y el refulgir del metal en la penumbra me hace sonreír. Elijo la más larga y puntiaguda, y la empuño decididamente. Aguardo paciente. Añoro ser aquella persona que nunca fui, me repito mientras las persecutoras pisadas ya casi llegan a mi posición al tiempo que yo tenso los músculos del brazo, preparado para asestar un golpe definitivo que ponga fin a nuestro sempiterno enfrentamiento. Todo es acerca de mí, pero también concierne al otro; siempre el otro.


miércoles, 16 de octubre de 2013

'El viaje a ninguna parte'


“Voy a matarte y así pagarás por lo que hiciste”, dice una voz seca y cavernosa a través de los cortados labios de una cara mal afeitada. El artífice de la frase, embutido en una gabardina y cobijado bajo un sombrero de ala ancha, esboza una sonrisa de satisfacción al ver cómo pierde color la cara de su interlocutor, que retrocede un paso y nota el frío cemento de la pared en su espalda. Aunque tiembla, presa del miedo, trata de alegar a su favor: “Espera…”, mas no logra emitir ningún otro sonido. Tampoco tiene tiempo, ya que el trueno de la detonación resuena repentino y envuelve la atmósfera, y la bala, pulida y metálica, abandona acelerada la pistola de pequeño calibre para alojarse justo en el corazón de su víctima, que cae entre gemidos, los ojos desmadejados.

El disparo ha sonado altísimo y los ha sobresaltado en medio de su acalorada discusión. La habitación queda en un extraño silencio cuando John Ross coge el mando a distancia y quita el volumen al televisor sin mirar a Eva Brown, su pareja. Ninguno de los dos habla. El cuchillo sigue sobre el cristal de la mesa y su hoja metálica refleja la amarillenta luz del techo. Al otro lado de la pantalla, en un mundo de formas sin más colores que el blanco y el negro, un gánster se agacha junto al tipo que acaba de asesinar, para registrarlo. Es la escena de una famosa película. John y Eva llevan un rato sin prestar atención a la antigua cinta. Estaban enzarzados en una trifulca cuando el sonido del arma los ha sobrecogido, pero pese a ello John deja la televisión encendida. Finalmente, se miran y respiran hondo, de forma involuntaria pero sincronizada, y es Eva la que pregunta, la voz alterada:

— ¿Pero qué hacías? —le grita y, sin esperar una respuesta, prosigue—: ¡Me has dado un susto de muerte! ¡Si no llego a entrar…!

— ¿Por qué? —John se gira y se sienta en un sillón junto a la mesa. Levanta los brazos, esbozando un gesto de incomprensión.

— ¡Estás loco! —Eva camina deprisa de un lado a otro de la estancia hasta que se detiene y señala el cuchillo—. ¿Es que eres un suicida?

—No sé de qué me estás hablando… —John empuja el cuchillo con su mano izquierda y deja escapar un improperio. Se ha roto la parte del cristal de la mesa que ha sido golpeada por la hoja del cuchillo al caer—. Y apártate, estás en medio de la tele.

—Me lo prometiste, John; me prometiste que todo esto había terminado —Eva se da la vuelta y mira a través del ventanal. Ve el mar y las nubes que tapan el cielo. La noche es oscura. Algunas luces permanecen encendidas en las casas más cercanas a la costa. Guarda silencio durante unos minutos. De repente, busca su bolso y se calza los zapatos que yacían en el suelo junto al sofá. Abre y cierra varios cajones, y aparta varios marcos con fotografías de ambos. Cuando encuentra la llave de su coche se encamina hacia la puerta, tras agarrar su abrigo de cuadros.

—No te vayas, deberíamos aclararlo… —John le habla en un tono muy bajo y pausado.

—Ya lo hablamos y me diste tu palabra —Eva da varios pasos más y abre la puerta.

—Y la he cumplido; sigo aquí, ¿no? —oye decir a John.

— ¿Es que no quieres vivir? —Eva ha vuelto al salón y se coloca frente a John, que no le responde, al menos no de inmediato. La puerta que comunica con el descansillo permanece abierta y se escucha el ruido lejano procedente del ascensor.

—Quizá —murmura John después de varios segundos al tiempo que se rasca su cabeza rapada y, posteriormente, se mesa su boscosa barba castaña—. Pero no estaba haciendo nada, de verdad.

— ¿Entonces qué hacías con el cuchillo en el salón? Explícamelo —varios mechones de cabello se agolpan sobre la frente sudada de Eva. Durante un par de minutos ninguno de los dos habla de nuevo—. Tú no quieres a nadie.

—Eso será.

—Fue un error venirme a vivir contigo —y Eva se va con paso ligero.

—Te vas porque quieres, ¡no ha pasado nada! —John vuelve a subir el volumen del televisor. Sus dedos agarran el cuchillo y, con rabia, lo lanzan contra una estantería. Varios libros caen al suelo con estrépito.

—Cómo me engañaste. Vas a hacer infeliz a toda persona que se te acerque —es lo último que dice Eva antes de dar un portazo.

John mira sin ver la televisión. Queda quieto, absorto. Pestañea varias veces y decide ponerse en pie. Se aproxima a la cocina. John abre el frigorífico para coger una lata de cerveza. Después de abrirla y beberse más de la mitad de un trago, John repara en la llave de su coche, que se encuentra sobre el electrodoméstico. La observa con detenimiento. Termina por cogerla y abandona lo que le queda de cerveza en el fregadero. Con andares rápidos y precisos, John sale de casa. Su abrigo, en cambio, le aguarda sobre la cama y en la cocina el frigorífico está abierto de par en par, mientras que las luces de la casa todavía se mantienen encendidas y la película llega a su fin.

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—Parece que por fin vuelve en sí —asevera la calmada y grave voz del doctor Anderson, apostado con su lisa bata blanca a los pies de la verdusca cama de hospital—. Oiga, John, ¿John? ¿Me oye? ¿Puede oírme? —pregunta y mueve al mismo tiempo una mano sobre el rostro del paciente que, después de haber compungido el gesto, abre los ojos.

—Soy el doctor Anderson, ¿cómo se encuentra? —John Ross ve desfigurado el rostro del médico y parpadea repetidas veces, tratando de que la realidad se asiente. Las paredes de la habitación de hospital laten arrítmicamente.

—Mareado —su voz suena ronca, con un tono apagado.

—Es normal, no se preocupe; poco a poco su cabeza se irá asentando. No tenga prisa.

—Me cuesta ver —dice fríamente John.

— ¿Puedo hablar ahora con él, doctor? —la estridente voz de Nick Blore hace a John contraer de nuevo el rostro. Blore va vestido con un traje oscuro que le queda grande y la corbata es de color amarillo fosforito.

—Por favor, le he dicho que no era el momento —la mirada del doctor Anderson es recriminatoria—. No tenía que haberle permitido entrar aquí…

—Sí, sí, le entiendo; me comportaré, palabra… —asegura Blore tras levantar las manos en señal de paz. Su pelo resulta escaso y ralo, pero se lo peina de forma que los cabellos acaban tiesos y con volumen—. Pero yo tengo que redactar un informe y ya voy con varios días de retraso…

—Sólo unas preguntas rápidas; tendrá tiempo de preguntar todo lo que quiera cuando el señor Ross esté recuperado —concede el doctor.

—Gracias —y Blore se olvida del médico para centrarse en John Ross, que yace en la cama con evidentes muestras de fatiga—: Sí, sí; verá, John, seré muy rápido, ¿recuerda usted algo del accidente que sufrió?

— ¿Qué? —acierta a comentar John.

— ¿Que si recuerda algo de su accidente con el coche? —insiste Blore.

—El coche…

—Dígame, John, usted conducía su coche hace unas noches y algo ocurrió, ¿no? ¿Qué fue? —Nick Blore habla muy deprisa y el doctor Anderson le advierte que si sigue así tendrá que irse.

—No lo sé —responde finalmente John después de varios segundos en silencio, cavilando.

—Ya, no lo sabe, entiendo. Pero trate de recordar, porque el asunto es bastante raro…

— ¿Cómo que raro? —se sorprende John.

—Era un tramo de carretera recto, sin curvas —Blore parece no haber oído las últimas palabras de John y prosigue con su argumentación—; sus neumáticos no mostraban signos de haber sufrido un pinchazo, parece que el motor tampoco falló y las marcas de ruedas sobre el asfalto hacen suponer que ni siquiera iba usted más rápido de lo permitido… —Nick Blore camina alrededor de la cama mientras habla—. En cambio, usted se estrelló y su coche dio tres vueltas de campana. Perdone que sea tan franco… Pero es que este suceso me tiene absolutamente anonadado… —relata atropelladamente—. Además, era de noche, eso es cierto; pero la visibilidad era muy buena, una ruta bien iluminada. No llovía, tampoco había ninguna otra inclemencia meteorológica… Por tanto, sólo usted puede darnos la respuesta… —y cierra una carpeta con documentos que ha estado consultando—. ¿Qué pasó, John?

—Ya le he dicho que no me acuerdo, ¡qué sé yo! —grita—. Y me duele la cabeza horrores…

—Ya es suficiente, señor Blore —el doctor Anderson coge del brazo a Blore, que hace caso omiso.

—Vamos, John, póngase en mi lugar… Casi parecería que se dejó usted ir…

— ¡Cómo se atreve! —estalla John.

—Le he dicho que ya era suficiente. Salga de aquí —el doctor Anderson empuja a Nick Blore hasta la puerta de la habitación—. Usted, John, descanse; en unos días estará como nuevo. Ha demostrado ser muy fuerte.

—Pero, doctor, usted piensa igual que yo… Este tío es… Dígalo… Es… —se defiende Blore, tratando de resistirse a salir al pasillo.

—Cállese, le digo…

—No me parece un accidente normal, se lo repito…

El doctor Anderson consigue llevarse fuera a Blore. A John empiezan a pesarle mucho los párpados de nuevo. Comienza a caer en un profundo sueño y la realidad se va difuminando lentamente a su alrededor. Se le cierran los ojos. En el pasillo, escucha como el doctor y Blore siguen hablando de él:

—Cuando se haya recuperado, le haremos un diagnóstico psicológico completo y su compañía será la primera en recibir los resultados…

Justo antes de dormirse, John aún logra oír en la distancia algunas palabras más sueltas:

—Me apuesto... Que sea… Intentó…

—Lo… Vigilado…

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Varias semanas después del accidente, John ya ha vuelto a casa. Aunque el doctor Anderson le ha asegurado que puede llevar una vida completamente normal, no se ha reincorporado al trabajo. Casualmente, ahora que no aparece por la redacción del periódico, John ha comenzado a escribir más que nunca. De hecho, junto con correr, es lo único que hace, día tras día. John sólo escribe y sale a correr. Se encierra en casa y las horas transcurren raudas mientras él teclea aceleradamente, la cabeza a sólo un par de palmos de distancia de la pantalla del ordenador. John escribe entre un desorden incipiente de libros por doquier (antiguos y nuevos, ediciones rústicas y pasta blanda) y restos de comida y latas de cerveza, entre algún que otra vetusta carpeta e infinidad de folios escritos. Estos borradores contienen numerosas veces palabras como ‘receta’, ‘camino’, ‘viaje’ y ‘verdad’, entre otras.

El piso se encuentra sumido en el caos y nada se halla en el mismo sitio que estaba antes del accidente. Lo único que permanece inalterable es la llave del coche, que sigue sobre el frigorífico. John no ha conducido desde el accidente. El seguro cubrió todos los gastos y se encargó de reparar los desperfectos del auto. Una mañana de la semana pasada un empleado de la aseguradora, que no era Nick Blore, vino a traerle el coche. Lo aparcaron a unos metros de su portal y subieron a entregarle la llave a John. Y éste la dejó sobre el frigorífico, sin tocarla más. Al lado de la llave está el reproductor de música portátil que John coge cada mañana, antes de salir a correr varios kilómetros por el paseo marítimo. John corre deprisa y no para hasta que su corazón empieza a latir desbocado, entonces vuelve a casa andando. Así, día tras día, para posteriormente pasarse el resto de la jornada y parte de la noche, hasta que se duerme, escribiendo  sin descanso.

Al tener el pelo muy largo y despeinado, John usa felpa sobre la frente cuando hace ejercicio. Está más delgado y sonríe ante el espejo cada vez que se ve reflejado en él. El teléfono no ha sonado ni una sola vez desde que regresó del hospital. Tampoco ha recibido visitas. Su vida se había vuelto una programada y repetitiva rutina hasta que esta mañana cuando, ya vestido y con las zapatillas de deporte puestas y la felpa en la cabeza, ha ido a coger el reproductor de música y ha reparado en la presencia de la llave. John la ha observado con detenimiento y su mano izquierda ha empezado a temblar. La mandíbula se le ha tensado. Ha soltado entonces John el reproductor y ahora agarra la llave entre sus dedos. Sale de casa y baja por las escaleras. En la calle, recorre con zancada veloz los escasos metros que le separan del coche. Lo rodea y abre la puerta del conductor. Ya va a sentarse dentro cuando escucha una voz detrás de él:

— ¿Vas a salir? Es que estoy buscando aparcamiento...

John se gira y ve a su lado un pequeño coche azul que refulge bajo el sol de la mañana. Una chica joven de pelo rubio lo conduce. Lleva los labios pintados y unas gafas de sol le tapan los ojos. John se acerca y se agacha para asomar levemente la cabeza por la portezuela del asiento del copiloto, cuya ventanilla está bajada:

—Perdona, ¿te conozco? —pregunta John y, sin dar ocasión para recibir una respuesta, añade—: Me llamo John, John Ross.

—No, estoy casi segura de que no nos conocemos. Yo soy Eva.

—Encantado, Eva —John sonríe y le ofrece una mano que ella le estrecha—. No te preocupes, ya muevo el coche y te dejo el sitio. Un momento.


John se monta en su coche y enciende el motor. Con pericia, mete la marcha atrás y comienza a maniobrar para sacar su auto de la plaza de aparcamiento. Eva Brown espera en doble fila con la luz del intermitente derecho parpadeando y, desde detrás de los cristales tintados de sus gafas de sol, sus grandes ojos oscuros no pierden de vista ni por un instante los movimientos de John Ross.


domingo, 13 de octubre de 2013

INVISIBLE


El hombre invisible sueña con verse reflejado y al fin poder apreciar sus formas. Después de toda una vida de espera, contempla sus anhelados contornos. Y ése es su gozo, un placer compuesto de simple felicidad. Sin embargo, de repente despierta y se sumerge en la pesadilla del cruel y repetitivo espejo, superficie pulida que nada le muestra salvo transparencia y lo que hay detrás de su inexistente figura. Le revela tan poco como la tinta mojada que resbala a través de la hoja de papel y que, lentamente, se escurre oleaginosamente hasta volver inapreciables para el ojo humano las letras que forman palabras, esos entes invisibles…

Todo lo que no se ve, lo que ni tan siquiera se intuye, es invisible. Una película que no se recuerda está condenada a la invisibilidad. También la pregunta que nunca se responde es invisible. Por fuerza, invisibles se tornan las líneas escritas que nadie lee, los libros que no se abren y permanecen alineados en los estantes, los periódicos, que mal doblados, conservan frescas las piezas de fruta, adaptados a un empleo para el que no fueron formados. Un sueño que se ahoga en los primeros sorbos del café de la mañana, por fantasioso y vívido que sea, compone la más sutil forma de olvido. Y, desgraciadamente, el olvido también es invisible, ya que nadie lo ve ni repara en su callada presencia.

A veces, hasta lo que se antojaría como inevitablemente visible y reconocible, difícil de ocultar, pasa desapercibido y es invisible. De este modo se explican las multitudes que, pese a reclamar la devolución de unos derechos sustraídos a traición, nadie escucha. Escuchar requiere atención y es una actividad que cansa y fatiga; en cambio, oír es involuntario y obligatorio, y no existen párpados en las orejas que puedan entornarse y, por tanto, silenciar un grito. Aun así, el grito sordo de la sociedad también es invisible e inaudible.

Vivimos en un mundo invisible donde los colores se confunden y se mimetizan. Donde las aceras y las farolas, y también los árboles, y hasta los edificios, se diluyen en una acuarela gigantesca y viva. Conocemos tan perfectamente nuestra senda que marchamos entre los recovecos de la ciudad con los ojos cerrados. La realidad resulta invisible entre el mar de calles que nos circunda. Los escaparates, igual que las cristaleras, no reflejan imágenes sino proyecciones artificiales de las mismas. El caleidoscopio presenta infinitos matices y éstos se anulan de forma involuntaria, convirtiendo el resultado en invisible.

Invisibles nuestras vidas y las acciones que las llenaron y dieron sentido. Historias y anécdotas que enterramos hasta que, de invisibles que se vuelven, suponemos que han sido inventadas y fabuladas, y que nunca las vivimos. Aquel descubrimiento del que nos deshacemos, esa coincidencia irreal, la primera cita traspapelada, los sentimientos desgastados… Como si fuésemos crueles espejos, negamos el reflejo de quien en nosotros se mira, esperando reconocerse y dejar de ser invisible. Borramos a los demás y, a su vez, también nosotros somos borrados.


Parece inevitable e irreversible. Por eso te digo que invisible serás tú el día que tus redundantes días lleguen a su fin y te conviertas en mera nostalgia. Invisible seré también yo, y además a mí me llegará mucho antes que a ti, cuando mañana desaparezca y me desvanezca, las últimas luces de la tarde comienzan a borrar ya mi escurridiza silueta, y no se me recuerde ni se me añore. Cuando haya partido y mi estela se camufle con lo etéreo del pasado. Invisible me harás tú al no echarme de menos. Si para que el corazón no sienta, los ojos no han de ver, deben permanecer vendados; el adiós, entonces, se encuentra detrás de un parpadeo.


lunes, 7 de octubre de 2013

Tiempos modernos


A través del cristal parcialmente empañado, veo que ha dejado de llover y las gotas, que antes caían del cielo, ya no golpean el resbaladizo pavimento. Le entrego un billete al conductor y me apeo del taxi en plena avenida, con tráfico en ambos sentidos, mientras los rayos de luz comienza a filtrarse entre la muralla de nubes, cada vez más menguante. El blancuzco taxi refulge ante mis ojos con un brillo magnético, por lo que me alejo de él aterrorizado. Atravieso la calzada y flanqueo una moto de dos cilindros y un todoterreno que, exhaustos, tocan el claxon, impacientes por reanudar la marcha. El tráfico resulta angustioso y emite un olor metálico, de modo que me siento feliz y apaciguado cuando noto bajo la suela de las botas el húmedo tacto de la hierba. Aliviado cruzo un breve sendero verdoso y, a la sombre de una palmera, vecina a su vez de una farola fuera de servicio, observo la bahía que se descubre ante mí, mostrando su amplísima paleta de colores. El paseo marítimo serpentea, al Este y también al Oeste, hasta donde se pierde la vista. No hay mucha gente y los pocos que andan por el lugar parecen ocupados y ajetreados. Caminan nerviosos y hablan acaloradamente a sus teléfonos móviles. Un hombre pasa con su bicicleta a toda velocidad y a punto de está de hacer caer a una anciana algo despistada. No se detiene a disculparse, ni siquiera echa la mirada atrás. Con tristeza, caigo en la cuenta de que estos son tiempos modernos y lo normal ahora es comportarse de manera egoísta y zafia. Así que me pongo en marcha y comienzo a pasear marcha atrás, camino de espaldas para separarme lo más posible de estos malditos tiempos modernos.

El mar brilla y se mece frente a la playa y al espigón hormigonado que se adentra en las aguas. Las nubes se han retirado casi en su totalidad, ahora ya no son más que un recuerdo lejano de una pesadilla que se pierde por la línea del horizonte. Amanece una tarde maravillosa en la que el atardecer toma protagonismo. Veo y siento los colores, y en mi cabeza se graba el contraste de la masa acuosa, plomiza y grisácea, contra el cielo vívido, bañado de todos los matices que uno pueda imaginar. Pero en todo esto sólo reparo yo, los demás, que componen el resto del mundo, se quejan del tráfico e intentan llegar a tiempo a sus modernos trabajos o a encender sus modernas computadoras. Únicamente, yo asisto a la caída del día más bella jamás soñada. Y mientras me embeleso, las pupilas vacías, camino hacia atrás, huyendo de los tiempos modernos.

A mi lado transita corriendo un joven de constitución atlética y con pinta de cuidar su forma hasta el extremo. Lleva un reproductor de música ceñido a la cintura del pantalón corto y, a través de los auriculares, acompaña su ejercicio de unos estridentes sonidos a tal volumen que todo el paseo sabe de qué canción se trata. Corre absorto en su música y sus ojos se arrastran por el suelo. No escucha el azote de las olas en la orilla, no siente el susurro del viento que se acerca (al igual que la noche, por momentos tremendamente próxima) y seduce cada uno de los huesos de mi esqueleto, que se sacude conmovido bajo la cazadora. Él solo vive su carrera diaria. No le culpo, al fin y al cabo está atrapado en los tiempos modernos.

De espaldas llego hasta un saliente en el paseo que se adentra en el mar, lo que lo convierte en un mirador perfecto. Interrumpo mi paseo hacia atrás y me acerco a ver mejor el paisaje. Las nubes siguen en fuga y el éter de la atmósfera refracta la luz de diversas maneras, desde el último celeste diurno hasta el primer violeta negruzco de las horas oscuras. El mar mantiene su perpetuo vaivén y el viento mece a todos los que, a estas horas, aún siguen por el paseo marítimo. Me giro  y descubro que el blancuzco taxi que me había recogido en la estación se encuentra detenido en la carretera a mi misma altura. Con el infernal atasco, ha podido avanzar poco desde que me dejó un rato antes. El conductor, irritado y a la vez impaciente, trastea con el dial de la radio en busca de alguna emisora que le satisfaga. Derrotado, se vuelca sobre el claxon y lo acciona con demencia homicida. Paso a su lado y me toco el sombrero en señal de saludo. No parece verme y mucho menos reconocerme. Sus ojos están velados y no ven más allá de los tiempos modernos.

Me aprieto la mochila al costado y me acaricio la cara mal afeitada. Hay un elevado número de personas a mi alrededor, pero nadie interpreta este momento como yo; nadie es capaz de subir los párpados para contemplar lo que verdaderamente importa; prestan atención exclusivamente a su propia persona, a su yo y a sus minucias diarias. Mientras, el universo despide el día de una forma formidablemente hermosa. Lástima que nadie esté interesado en observar ahora que corren estos tiempos modernos.


Lo superficial manda y nadie escucha la letra, sólo permanece el soniquete de la música. Lo ajeno es malo y lo intrascendente se vuelve vital. Pienso y reflexiono. Y me asusto profundamente: estamos condenados. El mundo se ha vuelto loco y la tradición y la historia ya no tienen hueco dentro de él. Me gustaría que alguien lo comprendiese, tal vez así cambiasen las cosas. Pero el viento de la noche aúlla detrás de mis orejas y el sol, al mismo tiempo, se esconde detrás del horizonte, por donde las nubes ya han desaparecido. Queda una luz tenue y un mar calmado y sereno. Permanece la humedad en la atmósfera y el olor a césped recién regado. Las palmeras ceden su protagonismo a las farolas que se encienden, las que todavía funcionan, sin remedio… Sin más detenimiento, me afianzo el sombrero, me guardo los ojos en los bolsillos y reanudo mi camino. Hacia atrás, firme y confiado, ando en dirección contraria al blancuzco taxi que, atrapado en la jungla urbana, representa la peor parte de estos tiempos modernos que nos ha tocado vivir.


domingo, 6 de octubre de 2013

'Tarde de domingo'


Juan Deza era un hombre vanidoso y pagado de sí mismo y, claro, aquel nuevo modo de vida en el que se veía obligado a subsistir no le satisfacía lo más mínimo; todo lo contrario, su recién estrenada posición financiera le irritaba profundamente, confiriéndole un humor de perros las veinticuatro horas del día. Las tardes de domingo, y sólo algunas tardes de domingo, aquellas en las que sobre el azulado cielo refulgía un sol luminoso que se colaba a través del gran ventanal de su salón, conformaban el único momento de la semana en el que Juan se relajaba, desfruncía el ceño y dejaba caer su pesado cuerpo (Juan Deza era un voluminoso sujeto que rondaba los cien kilos) sobre el sillón de orejas para posteriormente sumergirse durante horas en la lectura, un hábito casi obsesivo al que dedicaba gran parte de su tiempo libre y ocupaba, en forma de libros apilados unos sobre otros en pequeñas y desordenadas montañas, la mayor parte de la superficie del apartamento pequeño y vetusto.

Resultaba cuanto menos sorprendente que una persona tan hosca como Juan Deza, tan alejada del mundo y de sus gentes, que se consideraba superior a ellas y, por qué no decirlo ya que él lo pensaba así, mejor que ellas, tuviese tanta admiración y leyese de manera tan increíblemente apasionada a un ejército de autores muy notable y variopinto: de Conrad a Nabokov, pasando por Poe, Cervantes, Faulkner, Bello y Auster, y muchos más, la lista sería inacabable. Sentado en su sillón que, como decía antes, era de orejas, pero también era de fina piel color marrón, una de las pocas pertenencias que le habían quedado de su anterior vida (junto con todos sus libros, no había consentido desprenderse de ninguno de ellos), Juan se olvidaba de la crisis financiera, esa que le había arrebatado su trabajo en la oficina y había destruido de un zarpazo su prometedora carrera profesional, a la que había dedicado más de veinte años de su vida y por la que había sacrificado tantas cosas, tantísimas. La actual situación económica le había mandado a la larga cola del desempleo.

Con el tiempo, los meses fueron pasando inexorablemente, el montante de dinero de Juan en el banco fue disminuyendo hasta el punto de que no pudo pagar las letras pendientes del coche, ni tampoco fue capaz de hacer frente a los pagos de la hipoteca de su magnífico piso del centro, entre otros gastos acumulados; así que tuvo que abandonar su acomodado estilo de vida y deshacerse de prácticamente todo, de modo que ahora se veía forzado a subsistir en aquel pequeño apartamento de las afueras de la ciudad y no tenía más remedio que buscar desesperadamente un trabajo, tarea a la que dedicaba toda la semana debido a que a su edad, Juan Deza superaba ya los cuarenta y cinco años, no le resultaba nada fácil obtener un empleo. Día tras día, nuestro protagonista seguía una existencia apática y carente de trascendencia, una vida repetitiva, monótona y solitaria, sin un gran número de familiares, amigos e incluso conocidos con los que relacionarse; pero, creo haberlo mencionado al comienzo de estas líneas, Juan Deza era un hombre vanidoso y pagado de sí mismo, que no aceptaba nunca una derrota ni perdía un ápice de su orgullo; él estaba convencido de que “sacaría la cabeza del agujero” (expresión que él mismo solía usar con asiduidad) y pensaba que su resurgimiento, su vuelta a la senda del éxito, era cuestión de tiempo, de paciencia, por lo que debía insistir y buscar un empleo semana tras semana, invirtiendo en ello todo su tiempo con la única excepción de la tarde del domingo, que era su rato de descanso, el cual dedicaba a la embelesada lectura, sentado en su sillón, con los rayos del sol cayendo, de igual manera, sobre las hojas de sus libros y su incipiente calva, y proyectándose en mil irisados reflejos al atravesar la luz el cristal de sus gafas de cerca.

Sin embargo, aquella tarde de domingo fue muy diferente de las otras. Juan Deza no logró concentrarse mucho tiempo en su lectura a pesar de haberse sentado cómodamente, contar con una iluminación perfecta y tener entre sus manos un libro de Roberto Bolaño que le había cautivado siete días antes, cuando lo había empezado. La culpa de su pérdida de atención y también de todo lo que trágicamente vino después la tuvieron aquellos malditos ruidos, ese incesante martilleo que le llegaba desde hacía largo rato a través de la pared situada en su lado izquierdo, donde se encontraban varias pilas amontonadas de novelas y el lugar por el que su enjuto apartamento colindaba con otro inmueble del bloque. En aquel edificio había dos viviendas por planta y, concretamente, el cuarto piso, el del apartamento de Juan Deza, no era ninguna excepción.

Nuestro ávido lector no había tenido ninguna queja, ni siquiera había tratado con ellos, de sus vecinos durante los ya numerosos meses que llevaba viviendo en el edificio. No había sabido nada de ellos hasta aquel fatídico domingo por la tarde; la verdad, dicho sea de paso, es que tampoco había querido saber lo más mínimo acerca de la naturaleza de sus compañeros de planta. Simplemente, no le habían interesado. Juan Deza no había reparado en su existencia y correspondiente corporeidad hasta que sintió el rítmico golpeteo del mazo contra la pared, aunque sí es cierto que le había parecido curioso, o cuanto menos raro, no haberse cruzado nunca con nadie en el rellano de la escalera.

Al principio, es decir, la primera vez que Juan escuchó los mazazos contra la pared, se sobresaltó y dio un brinco que casi le acarrea una aparatosa caída del sillón al suelo, cubierto este último como estaba por una espesa capa de polvo. Cerró Juan, entonces, el libro de golpe y se dispuso a recuperar el aliento; el corazón se le había acelerado como el de un potro desbocado ante la sorpresa del martillazo, que había retumbado como un petardo en medio de la quietud de su apartamento.

No pasó ni un instante hasta que Juan volvió a oír un nuevo golpazo contra la pared y al poco rato, otro más, y otro más a la nada, después. Era una sucesión constante de mamporros ensordecedores que le impedían retomar la lectura, había dejado una frase a medias, algo que odiaba, y hacían vibrar todo el apartamento. “Esos animales van a echar la pared abajo”, gruñó Juan en voz alta antes de dejar caer la recopilación de cuentos breves de Bolaño sobre una pila de ejemplares anexa a su lujoso sillón. Luego, se puso de pie maldiciendo entre dientes (“¿Qué estarán haciendo?”, farfulló repetidas veces) mientras buscaba sin suerte las zapatillas de andar por casa, que las había dejado tiradas de cualquier manera antes de apontocarse en el sillón de orejas. Exhausto, desistió en su búsqueda, saldría descalzo, y se abrochó los botones de la enorme camisa, que daba la sensación de ser aún más grande de lo que era a causa de que la llevaba por fuera de los pantalones, unos roídos y descoloridos vaqueros.

Los martillazos no remitían ni por un momento, ya llevaban varios minutos golpeando sin parar: “¿Cuánto tiempo van a seguir así?”, se preguntó Juan a sí mismo en voz alta. Como, obviamente, desconocía la respuesta, giró la llave de su cerradura para ir a parar, entre torpes trompicones, al rellano de la escalera, una estancia amplia, pero a la vez húmeda y oscura, muy mal iluminada por un par de insuficientes candelabros, de esos que cuentan con bombillas que simulan tener forma de velas. Sus grandes zancadas cruzaron el linóleo y Juan se plantó delante del apartamento de sus vecinos, cuyo timbre tocó con vehemencia e insistencia. Tras varios segundos de normalidad el ruido de los golpes cesó y, casi al mismo instante, la puerta se abrió. Al otro lado aparecieron tres figuras: una, no cabía duda, era la del propietario de la casa que, ataviado con jersey y pantalones de pinza, miraba con recelo al extraño hombre gordo que había llamado a su puerta; las otras dos figuras parecían más jóvenes que la primera, aunque superarían ya con creces la treintena, y, en cualquier caso, eran dos hombres que portaban monos blancos de trabajo, por lo que Juan dedujo que eran obreros y, por tanto, los odiosos responsables de aquellos martillazos en su pared.

El protagonista de nuestra historia no vaciló ni perdió el tiempo en presentaciones y demás fórmulas de cortesía, más bien se podría decir que fue al grano, de forma directa y precisa: “¡Se puede saber qué demonios hacen!”, vociferó Deza encendido por la ira, no era tampoco Juan lo que se dice un hombre paciente; a lo que añadió sin dejar tiempo a la réplica: “Ya se están todos ustedes quietos o vamos tener un problema, ¿me oye, usted? Que es domingo, que estoy descansando; no se dan cuenta, hombres… ¿Es qué son idiotas?”, Juan escupió todas y cada una de aquellas palabras con profundo asco y desprecio, también con algo de confusión, ya que al principio le habló a él, al dueño del inmueble, pero luego también incluyó en su mención a los albañiles. En esta ocasión tampoco dejó que sus interpelados, los cuales estaban, como poco, estupefactos, se explicasen. Juan no quería excusas ni palabrería, simplemente exigía que parasen de hacer ruido y de dar golpes, y eso era algo que ya había dicho, así que agarró la puerta de aquel apartamento que no era el suyo, sino el de su hasta hacía un momento desconocido vecino, y la cerró de un rápido tirón. Volvió a su casa y dio otro portazo. 

Posteriormente, se sentó en su sillón, que era de orejas y también de piel, y volvió a clavar sus glaucos ojos en el libro, recuperado de la pila de volúmenes anexa. Y no se oyó nada más, sólo silencio y una agradable calma, al menos así fue durante un par de minutos.

Transcurrido ese plazo de tiempo, el martillo volvió a su labor y el atronador golpeteo recuperó su fuerza anterior, es más, a Juan le pareció que ahora los mazazos todavía sonaban más fuerte. “No puede ser, se ríen de mí; lo que me faltaba, van a oírme esos animales, van a oírme…”, dijo tirando el libro por los aires. Esta vez no anduvo, sino que corrió hasta el descansillo. Juan tenía la frente perlada en sudor, mitad a causa del esfuerzo realizado y la otra mitad debido al sofoco que tenía en el cuerpo, cuando aporreó frenéticamente la puerta de su vecino. Éste volvió a abrir, una vez más franqueado por los dos tipos con el mono blanco, el de la derecha cargaba ahora con un gran mazo de mango largo (“el causante de todo aquel alboroto”, consiguió pensar instintivamente Deza).

Juan presumía de expresarse siempre con bastante propiedad, pero por si aquella gente era lenta de entendederas, repitió el mensaje de su primera visita (eso sí, lo hizo gritándoles a pesar de que no le separaba de ellos distancia física) y, ahora, en vez de marcharse como había hecho antes se quedó a escuchar qué tenían que responderle o a ver si es que algo, le extrañaba esto último, no había quedado lo suficientemente claro. Fue el propietario, ahora Juan Deza sí se fijó en su rostro pálido y su mal recortada perilla (le pareció a primera vista un auténtico pusilánime, un ser despreciable), el que de los tres tomó la palabra y lo hizo en un tono de voz bajo, duro y al mismo tiempo conciliador, aunque en el fondo se mostraba muy tajante. El propietario le vino a relatar a Juan que aquellos dos hombres del mono blanco eran amigos suyos y le estaban ayudando a hacer una “chapuza” (esa fue la palabra que utilizó) en el apartamento; según narró a Deza, su mujer había heredado la casa hacía cosa de un mes y se querían venir a vivir a la ciudad pero, claro, la vivienda había estado años deshabitada y antes de la mudanza había que realizar ciertas obras para acondicionarla al gusto de ellos. “Este rollo está muy bien”, pensó un Juan poseído por el enfado y con los ojos enrojecidos, “pero a mí qué me importa, no habrá días en la semana para ponerse a dar la murga el domingo”; Deza quiso hablar para repetir por tercera vez su orden de que parasen y, por qué no, también mandarlos de nuevo a freír espárragos, mas el propietario, que había cogido el mando de la conversación y no quería dejar de hablar, se le adelantó y le informó de que las obras iban a realizarlas durante los fines de semana ya que no tenía dinero para contratar a obreros profesionales y la labor, además, la llevarían a cabo sus dos amigos y él en sus ratos libres. “Ya sabe usted, la crisis que obliga a reducir gastos y más cuando hay poco trabajo”, remató su argumentación el propietario, siempre usando un tono de voz bajo, seco. Juan compuso una mueca de sorpresa que, en realidad, era de incomprensión: “¿No van a dejar de hacer ruido? ¿Eso me está diciendo?”, se preguntó mentalmente, casi sin llegar a creérselo. El propietario, cuyo nombre no dijo en toda la conversación (tampoco se presentó), se disculpó de nuevo por las posibles molestias que le causasen y cerró la puerta de golpe. Enseguida, esta vez aún desde el descansillo del edificio, Juan Deza volvió a oír los martillazos, constantes y ruidosos como la furia que le consumía por dentro.

“¿Con qué me salen con estas? Piensan ignorarme, ¡bien!”, masculló Juan de vuelta a su apartamento. No estaba dispuesto a dejar que jugasen con él. Así que, sin dudarlo un segundo, fue hasta el teléfono y marcó tres cifras del mismo tras descolgar el auricular: primero presionó el cero; luego, siguió pulsando el nueve y, finalmente y para terminar, tecleó el uno. “Si esos tres tienen ganas de molestar, van a ver con quién están tratando”, pensó Deza mientras miraba a través del ventanal abierto y esperaba a que el teléfono diese tono de línea.

Después de informar a la policía, que le garantizó que en breve una patrulla de servicio se desplazaría hasta su inmueble para mediar en el conflicto y tomar las medidas pertinentes, nuestro protagonista se acercó hasta la pared, en la que seguían retumbando los incesante martillazos (no habían cesado ni un instante), y gritó para hacerse oír por encima del ensordecedor metrónomo: “He llamado a la policía. Ya vienen hacia aquí, ¡a lo mejor a ellos si les hacéis caso!”. Los golpes se interrumpieron de inmediato y reinó el silencio, volvió a imperar la calma y la paz en el apartamento. Juan se rió entre dientes, complacido: “He vencido a esos cretinos”, susurró y remató su frase, aunque esto último sí lo dijo para sus adentros: “No los voy a dejar escapar de rositas, estos van a pagar la tarde que me están dando; todavía no he acabado con vosotros”.

Juan Deza estaba pletórico, no cabía dentro de sí, les había vencido; esos tres mequetrefes del apartamento de al lado habían dejado de armar jaleo, seguramente asustados ante la próxima llegada de los agentes de policía. Habían pasado ya más de diez minutos y a los oídos de Juan no llegaba sonido alguno procedente de la pared; silencio, tan sólo placentero silencio. Agotado por el ajetreo y la tensión acumulada, Juan Deza dejó caer su pesado cuerpo en el sillón de orejas y palpó, con los ojos cerrados (necesitaba reposar la vista, aunque únicamente fuera durante unos segundos) y la mano sudorosa, la pila de libros contigua a su poltrona. Pero no encontró la recopilación de cuentos breves escrita por Bolaño, “¿dónde la he metido?”, se inquirió. Ahora que había vuelto la paz, que podía volver a imbuirse en su tarde de domingo, en su tarde de lectura, no hallaba el dichoso libro. ¿Dónde lo había metido? No lograba acordarse. “¿Qué he hecho con él?”, cavilaba reflexivamente: “Leía sin poder concentrarme por el ruido del vecino cuando me he alterado y he…”. Ahora sí le vino a la cabeza lo que había pasado: la segunda vez que había ido a quejarse al descansillo, antes de salir de su apartamento, había lanzado el libro con genio furibundo. 

No había tiempo que perder, debía recuperar el rato perdido. Por tanto, Juan empezó a recorrer su apartamento en busca del ejemplar extraviado. Para ello repasó cajas y montañas de libros apilados, removió sillas y muebles, y hasta se agachó debajo del sillón para echar un vistazo: allí estaban sus zapatillas de andar por casa, las que antes había necesitado. Nada, no lo encontraba, “¡qué desastre! Esto es ya lo que me faltaba hoy”.

Exasperado, Juan Deza se asomó al ventanal para mirar el ajetreo cotidiano de la ciudad, cuatro plantas debajo de él. Normalmente, cuando estaba nervioso o inquieto, le tranquilizaba dejar vagar sus ojos por las siluetas que paseaban calle abajo o se movían tras los cristales de los edificios de enfrente. Y ahí estaba, Juan Deza no se lo llegaba a creer, casi no podía creerlo, pero lo estaba viendo: el libro de Bolaño se encontraba ahí, delante de él, un poquito más abajo; concretamente, apoyado en la cornisa que circundaba el ventanal, con media tapa fuera del borde, suspendida en el aire, y la otra media mágicamente adherida al hormigón de la fachada. “Sí que lo he lanzado con fuerza”, pensó, “misterio resuelto, ahora simplemente hay que atraparlo”. Juan estiró su brazo derecho y este fue iluminado por la luz de sol de aquella tarde dominical. No llegaba a agarrarlo del todo, aunque ya acariciaba el libro con los dedos. Alargó un poco más la mano y, por tanto, el brazo y, para ello, inclinó su voluminoso torso hacia adelante, colocándose en precario estado de equilibrio. Fue entonces cuando por fin asió los relatos de Bolaño, justo cuando inesperadamente el martillo volvió a sonar al otro lado de la pared, haciendo un ruido estrepitoso que aturdió momentáneamente a Juan Deza, sólo por un instante, lo suficiente para hacerle perder su precario estado de equilibrio y desaparecer al otro lado de la cornisa, al otro lado del ventanal.

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A la mañana siguiente una nueva semana comienza; es lunes y, a primera hora, el cielo amanece de un color gris sucio, adornado de varias nubes amenazantes desde la distancia. En un kiosco cercano al apartamento de Juan Deza un hombre, no nos importa quién es, compra un ejemplar del periódico local. Con sorpresa, lee la principal noticia de portada. Parece ser que alguien ha muerto en el barrio. Intrigado, nuestro desconocido lector de prensa abre la edición y busca en las páginas interiores la crónica completa. Cuando empieza a caer una fina llovizna, por fin encuentra el texto, enmarcado en la parte superior de la página once. Según narra el redactor: “Un vecino se quitó la vida ayer domingo saltando desde el ventanal de su apartamento”. “Los primeros indicios hacen pensar que posiblemente la víctima se suicidó debido a la imposibilidad de hacer frente a sus abundantes deudas económicas y a no poder encontrar empleo”, continúa leyendo y la pieza aún contiene más información: “Los que le conocían dicen del finado que era una persona huraña y retraída; minutos antes de su muerte discutió con un vecino del inmueble: ‘Parecía fuera de sí, aquel hombre daba miedo’, ha comentado el inquilino a este medio”. “Que noticia más triste”, piensa en voz alta nuestro comprador anónimo, a lo que enseguida apostilla: “Esta crisis nos acabará matando a todos”. El kiosquero asiente con la cabeza. Nuestro lector de prensa no tiene tiempo para demorarse más; además, las primeras gotas de lluvia comienzan a calarle la gabardina y empieza ser necesario ponerse a resguardo del agua; de modo que se despide con un gesto de la mano, dobla el periódico y se lo coloca bajo el brazo. Sus pasos le conducen calle abajo, no quiere mojarse por lo que va esquivando los charcos que ya se forman. Dentro uno de ellos, para su asombro, observa que yace un libro bastante ajado, con los bordes doblados y las hojas empapadas, el color de las tapas está prácticamente ido. Se agacha y lo recoge, es una recopilación de cuentos breves escrita por Roberto Bolaño.