viernes, 31 de enero de 2014

Lo que nadie te ha contado de 'El llanero solitario'


Me gustaría hacerte ver lo genial que es la película de ‘El llanero solitario’ (‘The Lone Ranger’), lo trepidante y divertida que resulta, pero soy consciente de la dificultad de mi propósito. Como un irreductible galo, me enfrento sin refuerzos a toda una miríada de detractores de esta cinta, a la que atacan insidiosamente con frases del estilo “ha sido un fracaso en taquilla” (“para empezar la taquilla ha retornado la inversión y, después, coge la cámara y graba tú una mejor”, grito a veces cuando me enzarzo en discusiones cinéfilas, arrebatado por una ira justiciera). De modo que, como tengo complicado (casi imposible) convencerte de las maravillas que, desde mi punto de vista, adornan al metraje protagonizado por el camaleónico Johnny Depp (‘Ed Wood’ o ‘La novena puerta’) y el sobrio y correcto Armie Hammer (‘J. Edgar’ o ‘La red social’), ni siquiera lo voy a intentar.

En cambio, sí pretendo con mis palabras inocularte el veneno de la curiosidad (qué menos) y que, cuando acabes de leer estas líneas, te sientas impelido a darle una oportunidad a este solvente western moderno. Sólo te pido eso: ¡ve ‘El llanero solitario’ y, luego, júzgala! Parece broma, ojalá lo fuese, pero muchos han invertido la lógica tan básica de “prueba algo antes de criticarlo” y se han dedicado a vociferar lo horrible, insufrible y malísima que es la película de Gore Verbinski (‘Rango’, ‘El hombre del tiempo’ o la saga de ‘Piratas del Caribe’) sin haberla visto.

Por mi parte, voy a contarte lo que nadie te ha contado de ‘El llanero solitario’ (no me digas que no he conseguido intrigarte aunque sólo sea de manera ínfima). Para empezar te diré que el guión es sólido y que la trama se sostiene a las mil maravillas, mucho mejor de lo que cabría esperar. Una historia bien contada que se acerca a las dos horas y media de duración aunque no se hace pesada en ningún momento. Sin destripar nada sustancial del argumento (gastaré cuidado con los spoilers), te anticipo que la escena inicial en el tren te deja pegado a la butaca y que la extraña pareja que conforman la figura del llanero (nos encontramos aquí ante un eficiente Armie Hammer en el papel de héroe enmascarado a la antigua usanza, trasunto de su originario radiofónico) y el indio Tonto (renombrado como Toro en la versión del film doblada al español e interpretado por un polifacético Johnny Depp que, de haber nacido mucho antes, habría sido un fantástico actor de cine mudo; la expresividad de su actuación en la película está especialmente acertada por mucho que su nominación a los premios Razzie parezca sugerir lo contrario) encajan el uno con el otro sin fisuras, surgiendo entre ambos una complicidad propia de las mejores ‘buddy movies’.

El resto del reparto también destaca, sobre todo James Badge Dale (‘24’ o ‘Guerra Mundial Z’) y William Fichtner (‘Furia ciega’ o ‘Heat’), perfectos en sus roles secundarios. ‘El llanero solitario’ cuenta con un buen equilibrio entre tensión, acción, drama y pinceladas de humor (“algo malo pasa a ese caballo”, dice Toro de Silver, la montura del llanero solitario y una continua fuente de gags). El último tramo de la película rueda por vías de alta velocidad y el ritmo llega a ser frenético, alcanzándose el clímax en la magnífica secuencia final (probablemente la mejor escena con trenes que se haya grabado nunca; este alarde imaginativo, visual y técnico deja al espectador con la mandíbula desencajada). Y es que Disney se ha gastado un abultado presupuesto en hacer una película potente y robusta, lo que se traduce en una recreación histórica y una caracterización de los personajes soberbias (prueba de ello es que una de las dos nominaciones a los Oscars que ha recibido la película procede de la categoría de mejor maquillaje, la otra corresponde a mejores efectos visuales), a las que se unen unos inspirados montaje y fotografía.

No sé si habré sido capaz de persuadirte lo suficiente, mas insisto: te recomiendo encarecidamente que le brindes una oportunidad a esta bella película cuyo mayor problema o tara reside en haber salido al mercado años después del estreno la saga ‘Piratas del Caribe’ (sinceramente, ‘El llanero solitario’ supera ampliamente en talento y capacidad de divertir a las tres últimas entregas en alta mar, y también raya a un nivel superior que la primera y aclamada aparición del popular capitán Jack Sparrow en las salas de cine) y haber sido promocionada como una obra realizada por el mismo equipo técnico. Este clarísimo error de marketing ha provocado el hastío previo de los posibles espectadores que, erróneamente, han supuesto que se trata del mismo esquema argumental, únicamente cambiando el decorado.


Sin embargo, ‘El llanero solitario’ es mucho (muchísimo) más. Vence ese predisposición negativa que el mundo te ha implantado en el cráneo (ya sabes, eso de “ha sido un fracaso en taquilla”) y tal vez descubras que te gusta esta aventura en el Lejano Oeste. No puedo resistirme a poner el punto final a la crítica sin antes reproducir literalmente el tweet que el mismísimo Quentin Tarantino (‘Reservoir Dogs’, ‘Pulp Fiction’, ‘Malditos Bastardos’…) dedicó a la película de Depp y Hammer (a la que, por cierto, también incluyó entre su lista de las 10 mejores de 2013): "¡Es increíble! Cuando la vi me quedé pensando ¿Cómo? ¿Que esta es la película que todo el mundo dice es una mierda? ¿En serio?". Pues eso.

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Entonces, ¿voy a verla?
Una película sobre aventuras en el Lejano Oeste, bien rodada, con grandes interpretaciones y mucha diversión servida gracias a un guión construido concienzudamente… Definitivamente, ¡Sí! Corre a verla, aunque sólo sea para discrepar conmigo y criticarla con fiereza, pero antes has de verla. 

miércoles, 29 de enero de 2014

Veneno (Parte I...)


Acudí a su casa aquella noche porque él me lo pidió y porque era mi amigo y porque me necesitaba, me pidió auxilio y yo corrí en su ayuda. Lamenté y aún hoy lamento su muerte, con la que nada tuve que ver o eso quiero creer (al menos, de manera directa), pero no me atrevo a asegurarlo, ya que vago a la deriva en un inmenso mar de dudas… Si tienen un poco de paciencia, les contaré mis inquietudes y más negras sospechas. No pienso omitir ningún detalle, serán ustedes los que juzguen y repartan culpas, los que decidan o, por el contrario, los que tilden estas líneas de disparate o de burda mentira. Eso dependerá de cada cual.

Conocí a Agustín Sebas hace muchos años, ambos íbamos a las mismas clases en bachillerato y pronto entablamos amistad. Le gustaba leer y bebía en demasía. Su amor por los libros y los vidrios le definía a la perfección. Por supuesto, era buena persona, un chaval atento e inofensivo, también algo extraño y huidizo, su carácter independiente le hacía no encajar con el resto de amigos. Estudió Empresariales y, con presteza, nada más haber concluido la licenciatura, encontró trabajo y un buen puesto, dicho sea de paso, con un sueldo fantástico para tratarse de alguien sin experiencia que acababa de dejar las aulas. En resumen, su vida se encauzó por derroteros distintos a los míos y con lenta constancia nos fuimos distanciando.

Me llamo Víctor Montalvo y a causa de mi profesión, soy periodista (aunque también escribo ficción; es más, he obtenido algo de éxito de un tiempo a esta parte y ahora casi podría decirse que me dedico exclusivamente a la creación literaria; tengo tres novelas publicadas y, de hecho, hoy he estado firmando ejemplares de la última de ellas en la feria del libro), empecé a viajar y pasar largas estancias en el extranjero y, digamos, que eso nos hizo despegarnos y perder el contacto. Pese a ello, siempre le tuve aprecio; yo intentaba quedar con él para tomar unas cervezas cada vez que volvía a Málaga. Con el tiempo su ansia por la bebida fue menguando; su pasión por la literatura, en cambio, se mantuvo inalterable y si acaso varió fue para aumentar todavía más.

Hace ya algún tiempo el mismo trabajo que me hizo abandonar mi hogar me ha hecho retornar. De modo que ahora vivo y escribo en la Costa del Sol y, nada más me hube instalado, eché el teléfono a mi amigo Agustín con la intención de darle la buena nueva, se me apetecía verle, ya que llevaba demasiados meses sin saber una palabra de él. Probé a llamarle durante días pero no obtuve ningún éxito. Me presenté en su casa, mas nadie me abrió la puerta ni contestó mis repetitivos y concienzudos timbrazos. No me quedó otra que desistir y postergar al bueno de Sebas al más cruel de los olvidos. Mentiría si dijese que no intenté ponerme en contacto con él a través de terceras personas, que no le busqué en su oficina y que no me esforcé, sin ningún resultado, en localizar a sus padres... Llegué a pensar que Sebas se había mudado, que había desaparecido con la maleta bajo el brazo en busca de distintos paisajes y nuevas aventuras. También calibré la opción de un enfado, la amistad conmigo clausurada por su parte de manera unilateral, sin tan siquiera hacérmelo saber. Claro que, si esto se había producido, no era capaz de recordar qué le había hecho yo, qué mal le había propiciado que justificase tan drástica decisión.

Como no hallé contestación a tanta duda, a tanta incomprensión y, sobre todo, a tanto silencio me desentendí de la cuestión y seguí con mi vida, en el fondo entristecido al suponer que quizá jamás sabría nada de mi antiguo colega. Pero me equivoqué. Justo cuando abandoné el rastreo, meses después de haber vuelto yo a Málaga y haberme asentado en mi nuevo puesto de trabajo y haberme venido a vivir con mi preciosa Julia y, asimismo, haber recobrado los lazos con muchas amistades dejadas atrás y también con algunas nuevas, entonces, y sólo entonces, Agustín Sebas me llamó y su voz me asustó profundamente, sonaba rasgada y grave, tañía débil como si procediese de un sitio muy lejano, como si el cable del teléfono por primera vez en la historia de este invento reflejase la distancia real que existe entre las dos personas que charlan con el auricular pegado a la oreja.

Sebas me llamó una noche. El teléfono ya crepitaba cuando crucé el umbral de la puerta, no sé cuánto rato habría estado llamando o si era ésta, la vez que respondí y dije hola, la primera de sus intentonas. Y no puedo saberlo porque Julia tampoco había llegado a casa. Era una de esas ocasiones en las que se quedaba hasta muy tarde, a veces hasta bien entrada la madrugada, en el despacho de abogados donde trabajaba y trabaja, eso afortunadamente no ha cambiado. El caso es que cogí la llamada de Agustín y me alegré de oírle. Le atosigué a preguntas (¿dónde has estado? ¿Por qué no has respondido a mis múltiples llamadas? ¿Tienes idea del ahínco que he puesto en localizarte? ¿Qué es de tu vida?), mas él me cortó con un ataque de tos seca, creo que fue ésta la primera vez que me preocupé por su salud, que tuve un mal presagio.

Me pidió Sebas que nos viésemos, que si no me suponía mucho problema me desplazase hasta su casa esa misma noche. Yo argüí que aquello era muy precipitado, que esperaba a Julia, que, por cierto, debía conocerla pronto, esperaba que le cayese genial porque era una mujer que me hacía muy feliz… Y no recuerdo si le conté más, aunque sí rememoro aún con nitidez el instante en el que me quedé callado, sorprendido de no escuchar ni un murmullo al otro lado de la línea. Ambos permanecimos unos segundos en completo silencio, hasta la estática de la línea pareció haber quedado repentinamente muda. Víctor, necesito tu ayuda, susurró la voz debilitada (ahora sí lo percibí con rotundidad) de mi colega, que añadió, mientras yo cavilaba todo lo que ahora pongo por escrito, hay algo que necesito que oigas, es necesario que sepas y si no vienes hoy puede que mañana sea tarde.

No diré más por teléfono, amigo, dijo Agustín zanjando el asunto. Me plegué a su petición y le pregunté a dónde tenía que dirigirme. A mi casa, vivo donde siempre; creo que no recuerdo la última vez que salí de aquí… La llamada concluyó súbitamente y yo hablé, a lo mejor grité poseído por el pánico, al auricular muerto de mi teléfono, ¿qué dices, Sebas? ¡No bromees! ¡Me estás asustando! Sabe Dios que en esos momentos no era consciente del terror que estaba tomando forma ante mis ojos, pero cómo iba a imaginar algo así, ¡cómo!

Me eché la gabardina sobre los hombros y me adentré en el tráfico nocturno que recorría la ciudad. Antes de abandonar el piso, garabateé una nota para Julia. No deseaba que volviese y mi ausencia la asustase. En escasos minutos, no transcurrieron más de quince, ya franqueaba la puerta de la casa de Agustín. Él me recibió en la entrada y casi di un salto atrás al tenerle frente a mí. Ambos éramos de la misma edad, por tanto, la última noche que le vi con vida no podía tener más de treinta años. No obstante, su esqueleto se hallaba encorvado, volcado hacia delante, y estaba flaco como una vela que se ha pasado toda la madrugada prendida, sin dejar de consumirse. Su pelo raleaba y se ayudaba de un bastón blancuzco para caminar, un apoyo de madera que agarraba con unas manos mefíticas y arrugadas, plagadas de costras y con la piel, de un vívido color purpúreo, levantada. La visión de ellas resultaba completamente repugnante. Quise darle un abrazo pero temí que todo su ser se fuera a romper en mil pedazos al menor contacto, al más ligerísimo roce. Sebas tampoco hizo nada por exteriorizar ninguna muestra de entusiasmo ante mi llegada. Únicamente sonrió un poco, una sonrisa esbozada desde el fondo del cráneo, una sonrisa que se volvía prácticamente invisible ante la fijeza de los dos globos oculares que husmeaban sobre ella… Agustín siempre tuvo los ojos claros mas, pese a que no lo crean ustedes posible, aquella noche sus iris me miraban bañados en mitad de un lago amarillo.

Un gesto realizado con el bastón me instó a caminar hacia el salón. El polvo de toda una casa abandonada se elevó en forma de nube cuando me dejé caer sobre un carcomido sillón. A dos metros de mí se sentó, con visible esfuerzo, mi amigo y me dijo hola, se te ve bien, sano. Yo tardé en asimilar sus palabras al sentirme desbordado por el caos de libros reinante en ese salón. Cómo describirlo. La luz llegaba procedente de pequeñas lámparas equipadas con bombillas de bajo consumo. Las cortinas del ventanal, gruesas y pesadas, tapaban la visión del patio y de la calle, supuse que durante el día aquello parecería una cripta, ni un rayo de sol atravesaría ese telón de pétrea tela… Y los libros, qué de libros. Arriba y abajo, a un lado y a otro, en estanterías y montañas apilados, en el suelo y hasta el techo, junto a las fantasmales lámparas y cerca de las cortinas. Libros, libros y más libros. Libros caros encuadernados en edición rústica, también de bolsillo y baratos, y libros antiguos y nuevos y descatalogados; un infinito océano de papel inabarcable delante de mis pupilas.

Cuando hube admirado aquel paraíso de bibliófilo, reparé en las palabras de Agustín y me pareció cómico que alguien en su estado pudiese tan siquiera entrar a valorar cómo de sana era mi condición física y así se lo solté y, enseguida, una fracción de segundo posterior, le pregunté por su salud, le pedí que alumbrase los meses, casi un año entero, en los que nada había sabido de él. Qué te ha ocurrido, colega, le dije ante su expresión atentamente clavada en mí, su amarillo par de ojos me inspeccionaba. Te he llamado para salvarte, Víctor, dijo por fin. Para mí ya no hay escapatoria, afirmó después, pero para ti todavía queda tiempo. Escúchame y vivirás, no cometas mis errores. Atiende, Montalvo, atiende.

Su apariencia demacrada y sus ademanes dementes, junto con el matiz siniestro y débil de su voz, me hicieron pensar en una grave enfermedad, en un veneno que le había hecho renunciar al mundo y enclaustrarse en casa a esperar rodeado de libros el arribo de la muerte; leyendo hasta el fin de sus días, fecha que se antojaba próxima. Preocupado por Agustín, con presteza elaboré un plan para sacarle de allí y llevarle a un hospital de manera urgente. Sabía que primero debía dejarle hablar y de ese modo ganarme su confianza. Tenía que ser cauto ya que me parecía una persona profundamente enajenada. Sin embargo, cuando concluyó su relato y me explicó lo que me quería explicar ya no percibí de forma tan clara todo lo que aquí y ahora plasmo sobre el papel, sino que dentro de mis sienes retumbaba su desgarrada voz y la imagen nítida y dolorosa de sus manos, plagadas de costras y la piel, de un vívido color purpúreo, levantada…

(Continuará… La segunda y última parte de este cuento verá la luz el próximo miércoles, día 5 de febrero, en el periódico ‘La voz de hoy’)

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo:

martes, 28 de enero de 2014

'Mi vida se llama Bob Dylan', por Benjamín Prado


Hay senderos que son una respuesta al bosque,
hay palomas que mueven los mares de la luna,
hay palabras que corren por la piel como ríos,
porque existe Bob Dylan.

Hay huellas donde pueden leerse los desiertos
hay mujeres que sueñan con pirámides rojas,
hay canciones que tallan dioses en nuestro oído
porque existe Bob Dylan.

Hay jinetes que huyen con el sol en los ojos,
hay corazones tristes donde muere un océano,
hay caballos que agitan un polvo de otro mundo
porque existe Bob Dylan.

Hay hombres que transforman los sueños en dianas,
hay demonios ocultos en la hoja del cuchillo,
hay versos subterráneos en los papeles rotos
porque existe Bob Dylan.

Hay mañanas y noches
porque existe Bob Dylan.
Hay planetas y oxígeno
porque existe Bob Dylan.
Hay veranos e inviernos
porque existe Bob Dylan.
Porque existe Bob Dylan
hay fruta y hay leones.
Porque existe Bob Dylan
hay silencio y mercurio.
Porque existe Bob Dylan
hay antes y hay después.
Yo nunca he estado solo
porque existe Bob Dylan.
(Poema escrito por Benjamín Prado)

domingo, 26 de enero de 2014

'Rebobina' en Mayhem ¡recopilación entregas 1-6 + BONUS TRACK!


La revista Mayhem ha publicado en su página web:

“Desde que el 2 de noviembre del año pasado publicáramos la primera entrega de Rebobina, el relato por entregas que Fernando García de la Cruz nos va desgranando cada dos sábados, sabemos mucho más de Juan Águila, Elston Gunn y otros muchos personajes de lo más rocambolesco. Lo mejor es que a cada entrega estamos más enganchados a la historia, y queremos que cada vez seamos más los que esperemos sábado sí, sábado no, para descubrir cómo se va resolviendo el puzzle en el que su autor nos ha metido. Por eso hemos preparado este librito con las seis primeras entregas, que podéis leer más abajo, descargar o incluso leer desde vuestro libro electrónico o Kindle.

Al final del texto, los más habituales encontraréis una historia inédita en Mayhem, con lo que vosotros tampoco tenéis excusa para no descargarlo. Además, Fernando nos ha regalado una lista de Spotify con algunas de las canciones que aparecen en el relato y otras que él considera ideales para acompañar la lectura de esta historia tan peculiar.


La próxima entrega de Rebobina (la séptima) llegará a Mayhem el sábado 8 de febrero, y ya no tenéis excusa para perdérosla.”




La entrada completa en la revista Mayhem y los enlaces (PDF y formatos para libro electrónico), disponible haciendo click en el siguiente ‘link’:




Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta. 

viernes, 24 de enero de 2014

Entre las estrellas


Parpadeantes luces multicolores incrustadas en el panel de mandos alertan al cosmonauta de la avería. Ajustada la escafandra, abandona la seguridad oxigenada del módulo y, a través de la fría y solitaria nada que compone y circunvala el negro espacio exterior, se aproxima reptante a la cola del cohete, lugar donde se alojan los complicados y extensos circuitos de cableado que controlan el potentísimo motor diesel, una maravilla de la ingeniería aeronáutica que ha de llevarlo de vuelta a su planeta natal, que debe introducirlo en la aún lejana atmósfera terrestre. Con la presteza que otorga la experiencia al ojo aplicado, el cosmonauta comprende que no hay nada que hacer, la instalación eléctrica se ha perdido para siempre. Golpea entonces con rabia la helada superficie metálica del cohete y lanza gritos e improperios. Descubre que, sin apenas ser consciente de ello, está llorando. Piensa en llamar por radio a la torre de control, pero sabe que es en balde, que todo está perdido.

Después de unos minutos en sordo silencio, el cosmonauta vuelve al interior del cohete. No aguanta mucho tiempo dentro sino que sale de nuevo al espacio y ahora porta entre sus manos un potente artilugio diseñado para observar estrellas distantes. Dirige la mirilla del aparato hacia el planeta azul y divisa con pasmosa claridad la serpenteante muralla china, ve miles de turistas pulular de un sitio a otro de la milenaria construcción. Recuerda el cosmonauta la fecha del año en la que nos encontramos y enfoca su alargada lupa hacia los desiertos chilenos. Entre sus innumerables dunas vislumbra coches y motocicletas y también camiones, son los participantes del rally Dakar.


La precisión de las lentes le genera una extraña idea. Tras unas décimas de segundo dedicadas al rastreo, el cosmonauta se encuentra contemplando su casa. En el marco de la puerta abierta atisba la silueta de su mujer envuelta en un abrigo y el cuello apresado por los giros de una larga bufanda roja. Alrededor de ella, alrededor de toda la casita de dos plantas, refulge la nieve blanca. Un coche aparca y un hombre se apea de él. Sus pasos decididos le llevan hasta la entrada y, por tanto, hasta su mujer. El cosmonauta asiste pasmado al abrazo entre ambos. Su pulso tiembla cuando observa a la pareja besarse apasionadamente. No entiende nada y cuando el visitante se gira y muestra su rostro a la mañana rusa, como si posase para un espectador ubicado miles de kilómetros sobre ellos, el cosmonauta se siente confuso, ya que el usurpador resulta ser él. Y, aunque sabe que esto es imposible y él está en el espacio a punto de morir y no en su casa, no puede sino admirar el parecido de sus facciones con las del hombre que abraza y besa a su mujer: la misma estatura, el mismo pelo y hasta la misma ropa. Una copia idéntica observada desde los cielos por un cosmonauta con el cohete averiado, un trasunto observado por un hombre atrapado en el espacio pero fuera del tiempo, por un asteroide humano condenado a orbitar a través del cosmos transmutado en, como cantaba Lou Reed, un improvisado satélite de amor ascendido a las alturas.


miércoles, 22 de enero de 2014

La perfección ferroviaria



En fechas recientes he viajado en tren, por diversos motivos me he visto obligado a tomar varios y en uno de ellos, el que precisamente cubría el desplazamiento más largo, me contaron la historia que a continuación reproduzco. Pese a lo fantasioso e hiperbólico del relato que me fue narrado, el episodio es verídico o eso opino yo, y quizá me agarro a ello porque siempre me ha gustado tener fe en lo improbable y en lo aleatorio; no lo sé, la verdad…

Cuando ustedes lo oigan (o, mejor dicho, lo lean) casi con toda seguridad tenderán a pensar que no es cierto y que por tanto alguien lo inventó (tal vez aventurarán que yo mismo lo fabulé) ya que cosas así no ocurren hoy en día, no suceden a nuestro alrededor. Lo único que puedo afirmar con rotundidad es que yo me creí sus palabras a pie juntillas, como suele decirse, desde el primer momento en que empezó a hablar y dichas palabras flotaron en la quietud interior del vagón mientras sus manos acabadas en dedos redondeados de uñas imperceptibles, gesticulaba muchísimo, dibujaban el aire de forma invisible al tiempo que yo atendía con devota concentración a su voz y al mensaje que ésta albergaba, dejado sobre mi regazo el libro electrónico que antes me entretenía.

Ella era azafata pero ya había terminado su jornada laboral, aunque su pelo castaño recogido de manera perfecta parecía sugerir que su turno acababa de iniciarse y, además, aún portaba su uniforme de trabajo: chaqueta y falda negras, zapatos con algo de tacón y pañuelo verde esperanza anudado al cuello como único detalle ligeramente alegre o vistoso. Pero ella me dijo que no, me dijo que a esas horas su día ya llegaba a su fin y que viajaba en el tren de vuelta a casa, ubicado su hogar en una localidad que debía cruzar el ferrocarril y hacer parada, más o menos a mitad de camino de mi destino. Me dijo todo esto sentada a mi lado. Ella me había abordado y se había posado a mi vera mientras me encontraba absorto en la lectura de una novela. Enfrascado en el libro como estaba tardé en advertir su presencia. De vez en cuando retiraba yo la vista de la falsa tinta digital que simulaba la apariencia de una hoja de papel y dejaba las pupilas vagar al otro lado de la ventanilla y entonces durante un rato veía sin ver los campos y el cielo y las luces de las casas, o lo que se me antojaban casas en lontananza, pequeños candiles amarillos distantes que no duraban mucho ante los ojos, pues el velocísimo tren devoraba paisajes nocturnos con pasmosa celeridad. Y en uno de esos momentáneos e involuntarios atisbos terminé por percatarme de su sorpresivo arribo.

Después de saber su destino, le pregunté su nombre y ella me lo dijo y a mí éste me sonó bonito y melódico. Lo memoricé enseguida, resulta difícilmente olvidable. Quise yo pronunciar el mío como fórmula de cortesía, pero la azafata fuera de servicio me lo impidió y me anunció que ella lo adivinaría, cosa que de hecho hizo y, para mi asombro, lo acertó a la primera y, entonces, vio mi gesto de incredulidad y arguyó que tenía cara de llamarme como me llamo, que de qué me extrañaba. Sin darme tiempo para asimilar sus increíbles capacidades indagatorias me inquirió cuál libro estaba yo leyendo. Le comenté que se trataba de una novela: ‘2666’, del chileno Roberto Bolaño.

Mi improvisada compañera de asiento esbozó una sonrisa y sus ojos diamantinos se agrandaron sobremanera y por primera vez pensé que éstos quizá nunca parpadeasen ni se cerrasen. Me encanta, es de mis favoritos, casi me gritó pese a estar el uno del otro demasiado próximos o tocantes; ¿te está gustando? Respondí que mucho pero que todavía me quedaba por leer más de lo que llevaba leído. ¿Qué otros libros de él conoces? Le inquirí, mas no me respondió; me pareció que no había oído la cuestión y, en lugar de una contestación, dijo que no le gustaban los libros electrónicos, que no le eran cómodos ni gratos, que prefería el papel y cuanto más vetusto y gastado y amarillento, mejor. El tono de su voz bajó mientras se quejaba de la modernidad de esos ‘aparatejos’, como ella los calificó.

Y, como si se hubiese cansado de su propio comentario y, a la par, hubiese recordado algo trascendental o que venía perfectamente a colación en nuestro errático diálogo, me preguntó si sabía yo que Bolaño se había inspirado en un pasaje ocurrido en un tren a la hora de componer el fragmento de ‘2666’ en el que se habla del peculiar pintor (cuya nacionalidad ella no era capaz de recordar en ese momento) Edwin Johns, ése que en un arrebato creativo se cortó la mano con la que pintaba y la mandó momificar para ubicarla a modo de remate estelar a su obra más ambiciosa: una espiral de autorretratos presidida en su mismísimo centro por la citada y reseca mano del artista, desde ese momento condenado él a ser por siempre manco y también un habitante de la jubilación profesional, a partes iguales estos dos estados irrevocables tras su voluntaria y decidida amputación. Dije yo en ese momento que aquello no podía ser posible y que carecía de sentido. No veo ninguna relación entre el misterioso y enigmático pequeño personaje de la novela y un tren o los avatares que pueden sucederle a uno en un tren o ferrocarril, concluí. La azafata me detuvo con uno de los raudos gestos de sus manos acabadas en dedos redondeados de uñas imperceptibles. Dijo que por raro que pareciese así había ocurrido y que al legendario autor chileno afincando en Cataluña, en uno de sus viajes en tren cama al Sur, le había sido narrado un relato que le impactó profundamente y que acabó utilizando para el Edwin Johns de la novela.

La historia, según ella, resultaba muy popular entre el gremio del transporte ferroviario y me comentó que el paso de los años, había sucedido larguísimo tiempo atrás, la había ido difuminando e idealizando y los que la sabían en la actualidad ya dudaban de si se trataba de un cuento trágico o de un horripilante hecho fidedigno. Salvo ella; ella podía asegurarme a ciencia cierta que realmente aquello se produjo. Intrigado, le pedí por favor que me contase la historia, que me extrajese las dudas e incertidumbres que su discurrir me había inoculado, que saciase mi devoradora curiosidad. Miró ella un momento su reloj y algo debió de pensar porque estuvo durante segundos callada, como si razonase o siguiese los pasos de algún intrincado análisis mental.

Supongo que terminó por acceder a mi petición, no sé qué razones la impulsaron a ello, porque dijo tenemos tiempo hasta que lleguemos a mi estación. De acuerdo, te la contaré, me dijo a su vez. Dejé entonces yo el libro electrónico, olvidado por completo, en un recoveco del asiento y adopté una posición que colocaba mi cuerpo enfrente del suyo y que me permitía ver a la perfección cada uno de los aspavientos que adornaban el relato de su historia oral, y me permitía ver también sus ojos diamantinos que parecían no parpadear nunca y su pañuelo verde esperanza, que se contraía y expandía empujado por la tersa piel del cuello cuando hablaba y respiraba y sonreía, quedaba asimismo bien visible para mi deleite; toda la composición de su adorable y bello rostro coronado por aquel moño castaño que, perfectamente recogido, conducía al equívoco de pensar que su turno laboral recién había dado comienzo cuando en realidad ella ya se encontraba exhausta después de una larga jornada y volvía a casa como pasajera invitada del tren que a mí me llevaba a mi destino, distinto al suyo, nada de ello impedimento para que se me hubiese aproximado y nos hubiésemos presentado (ella lo hizo por los dos, ya que adivinó mi nombre) y yo, además, hubiese decidido renunciar al libro que leía con ahínco, prefiriendo en lugar de eso mecerme sobre los raíles al son de sus palabras, al calor de sus encantos, al influjo de su arrastrante magnetismo.

Ocurrió en un tren como éste, sólo que más antiguo y hace mucho tiempo, afirmó para levantar el telón de su relato. Y también me dijo, iniciada ya la historia, se conocieron en un desplazamiento en tren y desde esa precisa coincidencia ya no dejaron de encontrarse. Eran jóvenes y él viajaba de vuelta a la ciudad que le había visto nacer y ella, en el otro lado del columpio vital, se desplazaba por motivos laborales a esa misma urbe. Quiso el azar que les tocase ir sentados juntos y con presteza desarrollaron un trato coloquial. Se sentían atraídos mutuamente y con cada coincidencia en el ferrocarril, y éstas se daban muy a menudo porque ambos tenían que viajar hasta esa ciudad con frecuencia y de cierta forma entre consciente e inconsciente los dos trataban de coger el billete para el tren de la misma hora a la que se habían conocido, su confianza crecía y crecía.

Terminaron por enamorarse y entregarse a lo que podría llamarse una relación, pero una relación un tanto especial, debido a que jamás se veían en el origen o el destino sino que ceñían su trato exclusivamente al vagón, donde se mostraban acaramelados (cuando la azafata me relató este fragmento de la historia se sonrojó levísimamente). El asunto empezó a ser la comidilla entre los revisores y los maquinistas. Tan absurda se volvió la pasión entre la pareja que comenzaron a realizar el trayecto en tren casi a diario y varias veces a lo largo de la jornada (ida y vuelta), para así poder compartir más tiempo juntos. Era, auguró la azafata que me refería este hecho remoto y pretérito, como si hubiesen decidido salvaguardar su amor de los avatares del mundo exterior, como si hubiesen optado por agarrarse a la magia surgida entre ella y él en el primer encuentro, como si, en definitiva, hubiesen apostado por prolongar la breve y embriagante perfección que producen los viajes ferroviarios.

Sin embargo, todo acabó un día de forma tan abrupta como se inició. Ella alteró su rutina y decidió bajarse en una parada del tren previa a la llegada al destino. ¿Acaso habían discutido? Se preguntó y me preguntó la azafata. El caso es que, retomó su hilo narrativo, ella se apeó airada y él permaneció sentado junto a la ventana. Reparó entonces el joven que su amor se había dejado atrás el bolso y corrió con él entre las manos. La llamó de un grito y ella se volvió, se volvió y distinguió su bolso y, como acto reflejo, se llevó los dedos al hombro en busca de una correa que no estaba ahí y que, en cambio, la tenía él, que la instaba a volver para recogerlo. Con pasos acordes a la solemnidad de un plano cinematográfico a cámara lenta ella regresó junto a la puerta del vagón. Aguardaba él en la penumbra interior con el brazo extendido. La joven enamorada y posiblemente enfadada cogió el bolso, pero él no lo soltó y ambos quedaron con los brazos tirantes, el bolso en medio, y ambos quedaron por tanto mirándose, él admirándola refulgir bajo el sol de la mañana y ella oteando la grisácea sombra procedente del interior metálico. Ninguno soltó su extremo y así se encontraban, ambos agarrados, en el momento en que las puertas hidráulicas del tren cerraron sorpresivamente sus hojas y seccionaron el brazo derecho del amoroso joven a la altura de la muñeca. Su cuerpo, los ojos inyectados en dolor rojo, permaneció dentro del tren y un chorro a borbotones de pardusca y densa sangre emanó proyectado del final de su extremidad superior, empapando los flamantes y diáfanos cristales. Segundos después cayó desplomado y murió desangrado mientras el tren se alejaba de la estación e iba ganando más y más velocidad. Ella, sin embargo, permaneció de pie sobre el andén, petrificada y también sola. Su brazo aún se proyectaba hacia delante y sostenía el bolso y, del otro extremo, la mano que ella había conocido y acariciado; la mano de él que, ahora, amputada y goteante, muerta y contraída la musculatura, ella agarraba.

Y ése es el final de la historia, concluyó la azafata y añadió, ¿qué te parece? No sé qué pensar, contesté yo. Ya, a mí me pasa igual, coincidió conmigo; bueno, justo a tiempo, llegamos a final de mi trayecto, me ha encantado conocerte. Y cuando creía que me daría un beso ella se incorporó y se fue con gráciles andares, abandonándome en mitad del vagón, mi corazón encogido, reflexivo. Hice amago de levantarme y salir corriendo en pos de ella, que ya debía de hallarse bajando los escalones que la conducirían al firme de hormigón, cuando me vi alcanzándola y llamándola por su melódico y sonoro nombre, lo que haría que ella se volviese sobre sus pies y me diese la mano, fundidos en un apretón, preludio de un abrazo del que jamás nos separaríamos. Y entonces vi o, más apropiadamente, imaginé el cierre repentino de las puertas antes de unir nuestros cuerpos y mi mano siendo amputada y me imaginé muriendo boca arriba en el suelo de un solitario tren al tiempo que mi desprendida mano cogía la suya y la piel de su pañuelo verde esperanza se estiraba y se estira cuando ella grita y salta hacia detrás…

En mi mente vi todo eso y mucho más y, por tanto, me quedé quieto, desistí enseguida y la olvidé por completo. Lo último que recuerdo de la azafata es haberla contemplado caminando entre los azules de la noche rumbo al aparcamiento de la estación de tren. Retomé yo, escasos segundos después, la lectura de ‘2666’ y postergué su bella silueta a la invisibilidad hasta hoy, día en el que, mientras escribo las líneas que vuestros ojos leen, rememoro los de ella, que nunca tenían tiempo para parpadear y eran diamantinos; y rememoro asimismo su pelo tan perfectamente recogido en un moño castaño, y por algún oscuro propósito comienza a picarme, a quemarme, la mano izquierda, con la que escribo que no pinto, y pienso casi sin pretenderlo en Bolaño y en la dantesca historia de trenes que nunca sabré si realmente sucedió o es una fábula (quiero creer que ocurrió, ya lo dije anteriormente), y también vislumbro al, ése sí, irreal y ficticio pintor Edwin Johns y su autorretrato coronado por su propia mano amputada y momificada y por siempre inservible… Y he de dejar de escribir o presiento que me haré daño, mi mano izquierda ya arde, o me destruiré lejos de los encantos de la azafata, lejos de su influjo, expulsado de la perfección ferroviaria.

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo:

miércoles, 15 de enero de 2014

Una de fantasmas


Hace ya tiempo que esto no me sucede pero otrora me ocurría cada noche y él o mejor dicho su fantasma, cuando ya era una hora muy tardía y yo me encontraba dando cuenta de los penúltimos bocados de mi frugal cena mientras por televisión pasaban alguna película que observaba con escaso interés o tal vez, en vez de eso, cuando yo me hallaba leyendo o trabajando en algún artículo para el periódico a la par que terminaba de comer, él o de forma más puntillosamente correcta su fantasma se corporeizaba en mitad del salón y empezaba su espectáculo o show diario, una función consistente en deambular de un sitio a otro de la estancia, en plantarse delante del televisor impidiéndome la visión nítida, en hablar a viva voz y contarme cosas que yo no quería saber o conocer, en sentarse en el sillón enfrente de mí al otro lado de la mesa y, bajo la tenue luz amarillenta que la lámpara proyectaba y que le dotaba de brillo y de determinada transparencia opaca, contemplarme con ojos espectrales, mirarme con aire admonitorio a la espera de una reacción por mi parte, de una señal que le indicase que había percibido su llegada, que estaba dispuesto a soportarle una velada más.

En definitiva, aquel ente se dedicaba a molestarme con puntual frecuencia diaria al tiempo que yo trataba de disimular, que procuraba fingir que mis pupilas no habían detectado su etérea e irreal silueta, que mi oído resultaba inmune a su queja y discurso roncos, pero siempre me descubría en un parpadeo involuntario o en una atención infinitesimal a esa zona de la habitación en la que no debía haber nadie, mas estaba él. Y una vez atrapado, una vez consciente de mi sapiencia, me ponía la cabeza como un bombo, ya no callaba en horas, ya no regresaba adonde fuera que perteneciese hasta que los primeros rayos de sol de la mañana despuntaban iridiscentes en las lejanas tierras del Este. Las siguientes líneas del texto, también las anteriores, recogen la historia de sus apariciones fantasmales o, un término que me parece más adecuado, narran el relato de su sorpresiva desaparición mortal.

No sé cómo empezó todo, realmente quiero decir que no lo recuerdo pero sí lo supe en su momento ya que lo viví. Supongo que una noche, a la fuerza indistinguible de su antecesora y su sucesora en el tiempo, él apareció flotando en mi salón como quien no quiere la cosa. Por absurdo que pueda sonar o leerse así tuvo que suceder. Durante las primeras veladas, hasta que me acostumbré (luego, con la repetición de los encuentros, me terminaría por exasperar y hartar) a su presencia, hasta que me aclimaté a sus desvaríos, se me antojó como un hecho verdaderamente fascinante; un espectro había tomado forma dentro de mi casa y me visitaba cada noche para departir conmigo, para revelarme lo desconocido.

Soy aficionado a la literatura, me gusta leer y fabular, y este suceso me pareció una maravillosa transgresión de lo forzosamente improbable e imposible, como si yo me hubiese transformado en protagonista de algún deslavazado y sugerente cuento, como si mi sangre de un rojo pardusco hubiese coagulado en denso puré de infinitas letras tintadas. De modo que me decidí a disfrutar de la experiencia, a abrazar lo inusitado de mi invitado, por lo que me esforzaba en tratarlo de forma afable, siempre con respeto, guardando cortesía, no sabía la época o período histórico del que procedía, tampoco sus costumbres; y sobre todo no quería escandalizarlo ni soliviantarlo con alguna impertinencia o salida de tono propia de nuestros tiempos modernos.

Mas, claro, la rutina mata la novedad y, asimismo, se añadió a este factor la verdad universal o conclusión a la que llegué con rapidez (únicamente precisé de unas noches escuchándole): el fantasma que me había tocada en suerte no era más que un cuentista y un trolero, un parlanchín de ultratumba que para descargar la soledad de su inframundo se deshacía en palabras y batallitas cada vez que se dejaba caer por mi salón; en su errabundo rastreo por el universo había gozado yo de la irónica fortuna de convertirme en su oído amigo, en su confesor, en definitiva, en alguien al que podía dar la murga y sentirse así no tan abandonado ni olvidado, no tan muerto, si se me permite la expresión. Por tanto, como ya decía o escribía más arriba, muy pronto me cansé de él y surgieron las inevitables discrepancias.

Es más, el primer roce se produjo cuando le pregunté o espeté en todo su ingrávido rostro si él no tenía familia a la que ir a molestar, parientes o incluso conocidos, o descendientes de dichos conocidos, a los que envolver con su encantamiento. Me dijo que no, que por desgracia no contaba con nadie, que así de triste era su existencia y, nada más haberse compadecido de sí mismo, recobró el hilo de lo que fuese que estuviese contando; me parece que algo relacionado con el asedio al Alcázar de Toledo en plena Guerra Civil. Ni siquiera recuerdo en qué bando me dijo que combatió.

Y resulta, ésa es otra, que sus anécdotas florecían constantemente, siendo por lo común horriblemente contradictorias. Mientras veía yo la televisión o leía alguna novela no me importunaba tanto recibir su visita y atender sus necesidades verbales, pero cuando tenía trabajo pendiente y me esperaba el ordenador para componer tal o cual artículo o crónica o reportaje… Entonces sí que resultaba insoportable su continuo revoloteo alrededor de mí, sus historias inconexas y plomizas; además, con el tiempo yo deduje que escogía las vivencias (entre comillas eso de que eran vivencias suyas) más densas y soporíferas para los momentos en los que yo precisaba de mayor concentración; estoy seguro que sólo quería fastidiarme el muy canalla. Era su venganza por aquellas noches que yo me pasaba fuera de casa visitando a la familia o tomando algo con los amigos o, a veces, en citas con alguna que otra chica, ligues que jamás fraguaban del todo sino que solían acabar en descalabros monumentales. Durante esos ratos él no tenía nadie con quien dialogar, lo que le hacía encolerizarse.

No sólo hablaba por los codos, como si se hubiese pasado la vida en forzoso silencio y únicamente convertido en espectro se le hubiese permitido hablar y cotorrear, sino que encima sus inmateriales labios no soltaban ni una verdad, ya lo he insinuado en el párrafo anterior. Al principio valoré como ciertas dichas vivencias, pero poco a poco mis sospechas iniciaron su andadura y finalizaron confirmándose y de este modo se lo dije a él que, en vez de cortarse lo más mínimo y rebajar la grandeza de sus discursos, optó por mentir más y más, muchísimo más. De esta forma una noche me expresaba cómo había sido uno de los pocos afortunados que escaparon con vida al hundimiento del Titanic en las gélidas aguas del Océano Atlántico y la siguiente velada me explicaba con pelos y señales su larga biografía como atracador de trenes y bancos en el Lejano Oeste. También me hablaba de sus viajes a Oriente con Marco Polo o versaba su historia en los espectáculos gore (¡cómo podía emplear un término tan cinéfilo y actual si, según él, había vivido hacía tantísimo tiempo atrás!) de los que fueron ejecutados en la guillotina durante la Revolución Francesa.

Por si todo lo anterior pudiera verse como insuficiente, sus dislates no se reducían a lo estrictamente real o histórico; nada de eso. Con demasiada frecuencia le descubría narrándome hechos extraídos de un film o de un libro. Estas ficciones de papel eran sus preferidas a la hora de robar pasajes y hacerlos pasar por suyos. Sé de buena tinta que cogía los libros de mi propia biblioteca personal. Más de una vez le cacé de madrugada husmeando entre las baldas más altas de la estantería. Y él actuaba como si nada tuviese que ver con todo aquello y, muy dignamente, sin darse por aludido, me refería las anécdotas que vivió remontando un serpenteante río del África negra (‘El corazón de las tinieblas’, Joseph Conrad) o me explicaba de forma pormenorizada cómo durante una época de su vida mortal fue cocinero en un aserradero canadiense (‘La última noche en Twisted River’, John Irving) o me detallaba la travesía a lomos de un flamante Ford Impala que realizó en la década de los setenta del pasado siglo por el mejicano y norteño desierto de Sonora en pos de la poetisa desaparecida Cesárea Tinajero (‘Los detectives salvajes’, Roberto Bolaño). Y estos son simplemente algunos ejemplos de los pasajes literarios que se atribuía como propios el grandísimo embustero, el farsante. Podría citar cientos más.

Cuando hubo devorado mi colección de volúmenes optó por un comportamiento que ya me hizo clamar al cielo desesperado. Sí, por improbable que pueda parecer, comenzó a presentarse ante mí variando sus rasgos físicos y la indumentaria. Si le conocí la primera vez como un fallecido que en vida debió de haber sido alto y delgado y bastante barbado, la melena alborotada; en esos instantes esta imagen empezó variar y unas noches era gordo e iba togado como un romano, y durante otras veladas lucía calva y el uniforme y el porte de conquistador español de las Américas, y muchos otros. Y cada atuendo traía consigo la correspondiente historia que él me quería referir.

Nunca llegué a saber su verdadero nombre ni sus apellidos, ahora me arrepiento porque preveo que tendré que vivir los años que me quedan sin descifrar jamás cuál era su auténtica identidad, tampoco las vivencias que el azar o el destino le depararon durante el tiempo que le tocó habitar la esfera de los no muertos. Señalaba yo que no llegaré a saber realmente quién era aquel espectro ya que la pelea final entre ambos acabó por producirse. Fue algo inevitable. Él se plantó en mi casa como solía hacer, ahí no residió la diferencia que me sobrepasó. Sin embargo, en esta ocasión vino acompañado de lo que él llamó un amigo. Le conocí hace unas semanas en una taberna y es un colega cojonudo me dijo. Nos hemos vuelto uña y carne, me dijo también y añadió quería presentártelo, te va a caer de puta madre, incluso he pensado que puede unirse a nuestras tertulias noctámbulas. Y aquella fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Miré a su supuesto amigo o colega y no puedo describir de él gran cosa salvo que era informe. Ciertamente poseía forma, pero ésta no era humana. Se trataba de una serie de orbes luminosos que, unos sobre otros, construían un grimoso cuerpo que tal vez, con mucha imaginación, como cuando uno desgrana un cuadro perteneciente al cubismo, se consideraría relativamente antropomorfo. Dichas orbes o esferas mutaban de color cada escasos segundos y si las pequeñas que hacían de brazos y piernas resultaban feas, la oronda y globosa que ocupaba el lugar del torso y abdomen directamente me provocó arcadas. Dos ojos de cristal vacío me miraban desde su rostro, un orificio negro y redondo debía de ser la boca…

Y no mencionaré ningún detalle más de ese escalofriante ser. Sólo diré que estallé, que me prendí como una cerilla y grité a mi odiado visitante, le dije esto es el colmo, ¡pero tú qué te has creído! ¡Largo de aquí, maldito incordio! ¡Vete, joder, vete y no vuelvas! ¡Y llévate contigo a esa cosa que llamas amigo! Él me miró muy serio y circunspecto. Sentí cómo experimentaba vergüenza al ver mi desplante delante de su colega, que apartado de nosotros fingía observar los retratos al óleo de las paredes de la estancia, para así pasar más desapercibido en un momento tan incómodo. Tú eras un tío cojonudo, Fernando, mucho me has cambiado pronunció con lentitud el fantasma que se dejaba caer constantemente por mi casa. Seguidamente, los dos espectros se desvanecieron con la parsimonia en la que se producen los fundidos a negro en las cintas de cine de autor.

Aliviado, y al fin en soledad, sin interrupciones, reemprendí mi trabajo junto al ordenador. No le di mayor trascendencia a la trifulca. Barrunté que a la noche siguiente le volvería a tener en mi casa, en mi salón, como si nada hubiese acontecido entre nosotros. Los fantasmas, al menos éste no lo parecía, no son orgullosos. Además, con la necesidad de hablar y contar que sufría, le resultaría imperioso volver a visitarme. Temí que en breve me lo toparía de nuevo en mi hogar, de modo que me decidí a disfrutar del descanso que se me había concedido…

No obstante, desde esa noche, desde nuestra discusión en presencia de su inflado amigo, no he vuelto a ver al fantasma (¡todo un fantasma por sus historias!) que guardaba la costumbre de visitarme a diario y cansarme con sus relatos fabulados o robados, en cualquier caso, nunca reales ni verídicos. Desde entonces, disfruté durante meses de una racha de trabajo muy productiva y lecturas ininterrumpidas hasta la madrugada. Todo me iba de maravilla y mis veladas habían vuelto a su cauce habitual hasta que un día, que me sentía ocioso y sin ganas de hacer nada, noté cómo echaba de menos su aparición, cómo me hubiese gustado aquella noche oír sus batallitas sin sentido y saber más de él. Incluso añoré gritarle y decirle lo harto y cansado que me tenía. A lo largo de las últimas fechas he notado que esta sensación de echarle de menos ha aumentado y, a menudo, rebusco entre los libros de los estantes y los muebles del salón con la esperanza de encontrarme a mi otrora visitante leyendo tal o cual volumen. Jamás he dado con él.

Supongo que se buscaría otra morada y otra persona a la que dar la barrila, quizá dio con unos oídos más agradecidos o con alguien interesado en atender al relato de sus infinitos desvaríos. A lo mejor ahora bebe y se emborracha con su esférico colega en cualquier tasca o taberna de las que pueblan el mundo y andan difamando mi nombre. El caso es que yo ya nada sé de él y hoy me encuentro aburrido como una ostra. Hace tiempo que perdí la esperanza de recibir otra de sus visitas aunque esta noche, mientras tecleo estas largas líneas, escucho un ruido procedente de la cocina, es el murmullo que suele producir uno cuando rebusca en el frigorífico y mueve alimentos de un lado a otro. He de asomarme a comprobar que no es nada, que no hay nadie, que es mi imaginación la que crea ese sonido que con tanta precisión parezco percibir. Sólo espero que no sea mi molesto visitante, porque que eche de menos sus batallitas resulta por completo distinto a que permita que me vacíe la nevera de viandas cuando a él le plazca.  Agarro un paraguas, inútil para enfrentarse a las fuerzas espectrales pero que por alguna extraña razón me aporta aplomo y coraje, e inicio mis pasos hacia la iluminada cocina, con cada zancada un pensamiento solidifica y se vuelve más y más pétreo en mi cabeza: hay que ver la suerte que tengo yo con esto de las apariciones, se cuenta y no se cree.

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo:

domingo, 12 de enero de 2014

'Rebobina': ¡Sexta entrega!


6
En casa de Bepo (I). Material grabado.
Verano de 2013.

Antes de proseguir quiero que conste en acta, como dicen los leguleyos, que le cuento todo esto porque quiero, porque me da la real gana, dicho mal y pronto. Usted no me intimida lo más mínimo. No sé si le será útil eso de sentarse enfrente de su interlocutor y apuntarle con una pistola entre las manos. A mí desde luego sus amenazas me la traen al pairo. Yo no soy de la misma calaña que usted. Tampoco me equiparo con ese editor de segunda con el que se las vio en Málaga. Hubo una época en la que sentí aprecio por ese mamarracho de Amadeo Garrido, pero comprendí mi error. Se trataba de un bufón de escasos méritos profesionales, una diminuta estrella que, además, ya se encuentra marchita y muy pronto caducará del todo. No, yo no soy como ese viejo chocho que charló con usted junto al mar. Cuando me lo cruzo por las calles de esta hermosa ciudad ni tan siquiera me paro a dedicarle una mera atención o cortesía, no las merece. Botarate bonachón, estúpido Garrido…

Yo soy el gran Carlos Bepo, ¿pero quién se cree usted? Mi voz ha rugido, ruge y rugirá por siempre en el panorama de la crítica musical española. Soy el Alfa y la Omega de mi profesión. Este opulento salón y esa inacabable colección de vinilos que degustan sus ojos infames fueron construidos con esfuerzo y tesón, a base de luchas y de incansable trabajo. A mucha honra presumo de tener enemigos, ya que no existe mejor forma para saber que uno ha alcanzado la grandeza que observar las envidias cainitas que la estela de su andadura levanta. Soy temido, ¿me oye bien? Temido. Y si no, pregunte por ahí.

Sepa usted que hay cierto cantante argentino que tiembla como un flan, eso me han susurrado las lenguas malintencionadas, cuando oye mi nombre, que a día de hoy sigue lamiéndose las heridas que mi feroz crítica de ‘su palacio de las flores’ le dejó tatuadas en la piel; ¡pero cómo publicó ese álbum! ¿Qué iba de buen cantante? ¿Él? ¿Con su voz? Y no resulta menos famosa la inquina que me guarda el aragonés errante, Enrique Bunbury. Jamás me perdonará las burlas y columnas que durante semanas le dediqué a ‘Radical Sonora’. Y es que nunca debió dejar los ‘Héroes’ para embarcarse en una aventura que trajo al mundo degradaciones descomunales como ‘Planeta Sur’. Cierto es que con el transcurso inexorable de los años ha ido ganando peso como solista y, de hecho, yo he publicado en prensa elogiosos artículos a su favor, pero me comentan que se ha vuelto imposible el armisticio entre nosotros. Me odiará por siempre jamás…

Y también me temerá, claro. Ya se lo he indicado antes a usted, soy temido, un diablo temido. No tengo más que chasquear uno de mis artríticos dedos… Ni tan siquiera preciso de ejercitar el índice, con el meñique le podría aplastar, gusano. Un bramido de mi garganta, volcadas mis pétreas facciones sobre el auricular del teléfono, y usted estaría finito, ahogado en su propia ignominia, holgazán estupefacto… Se encargarían de usted. Y le digo más. Si no me encontrase en un estado tan avejentado y mis brazos y tórax refulgiesen con el brillo y el vigor de tiempos antediluvianos, le macharía yo mismo. Me abalanzaría sobre su escurridiza silueta y le ahogaría, hundiría mis falanges en la flacidez de su piel hasta horadar su patética nuez de hombre armado… De modo que no lo olvide. Su arma no le confiere ninguna autoridad sobre mí. Aquí, en mi casa, en el hogar del totémico Carlos Bepo, soy yo y sólo yo el que marca el compás, el que dicta los tiempos, el que hace y deshace, el que ordena y manda. Y usted obedece y atiende a mis requisitos. Espero que no quede resquicio a la duda en cuanto al papel que cada uno de nosotros juega esta tarde… Ahora levántese y tráigame el control remoto del aire acondicionado; este calor me aletarga y atonta las sienes… Así está mejor. Y celebro que guarde esa pistola de juguete, tal vez no sea usted tan censurable como me pareció al abrirle la puerta… Aunque nunca se sabe al cien por cien.

No obstante, aclaradas ya las cláusulas de nuestro mutuo entendimiento y como odio con todas mis fuerzas a ese imbécil gafotas, accedo a explicarme ante usted.; atienda, eh, porque no repetiré nada. O lo coge al vuelo o se queda sin ello. Se lo advierto. Bien… Ese hijo de perra de Juan Águila se plantó aquí una tarde, a la hora de la sobremesa, de fechas no muy recientes ni tampoco muy distantes en el tiempo. Detesto que la gente se presente en mi puerta sin anunciarse previamente, nada cuesta echar el teléfono y concretar una cita, como usted mismo tuvo la gentileza de solicitar cuando pidió reunirse conmigo... Pues una mierda para mí. Ese cretino de Águila se plantificó delante de mi casa y se hartó de pulsar el timbre hasta que me arrancó de los brazos de Morfeo y, entre movimientos torpes y dolientes provocados por el abrupto abandono de mi reparadora siesta diaria, me obligó a salir al portal a ver qué demonios ocurría en este puñetero planeta; qué era tan urgente.

En la calle Armas sólo estaba él, cosa lógica teniendo en cuenta las horas de venir a molestar. Del cielo azul blancuzco caía un manto de calurosa luz solar que todo lo atravesaba y, bajo mi camisa de mangas cortas, comencé a transpirar copiosamente. Esa tarde teníamos en Córdoba un bochorno mefítico, propio de un verano anticipado, y la ciudadanía, más avispada que los osados foráneos, se había refugiado en sus maltrechos hogares. A lo lejos, la plaza de la Corredera llamaba la atención por lo desangelada e inhóspita que se encontraba… Con tal de escapar de las altas temperaturas invité al indeseado visitante a explicarse dentro de este palacete, no deseaba discutir ni mandarlo a tomar por culo en un ambiente que, a mi edad, en poco rato me conduciría a la deshidratación. Le indiqué con un gesto que entrase y él no lo hizo, al menos de momento. Terminó por entrar, pero antes se presentó de forma parca. Me dijo sucintamente que se llamaba Juan Águila y que necesitaba hablar con Carlos Bepo, es decir, conmigo. Según comentó, sabía algo que le resultaba imperioso hacerme llegar cuanto antes. Suspiré exhausto, temeroso de la clase de charlatán con el que tendría que lidiar aquella tarde, unas horas que yo pretendía dedicar a la corrección de mis memorias (pendientes de publicación) después de haber descabezado un confortable sueño.

Los dos juntos caminamos hasta este salón y le rogué que tomara asiento. De forma tajante le pedí que fuese al grano y luego se marchase por donde había venido. A su vez le recriminé la falta de modales y decoro por presentarse de esa manera. Recuerdo que argüí que únicamente un cabrón molesta a un venerable hombre en sus momentos de asueto… Águila nada de esto oyó ya que, desde que había franqueado con pasos lentos y elásticos los muros de mi casa, no había dejado de hablar de incoherencias que yo no me molestaba en fingir escuchar. Y como no le hacía caso, le hablaba mientras me hablaba. De hecho, los dos hablábamos más para nosotros mismos que para el otro y Juan, ese mequetrefe pendenciero, gritó de repente. Sí, sí, con esta voz que pongo gritó como un descosido ¡Bepo, Elston Gunn está vivo! ¡Se encuentra vivo! No murió, no murió en el accidente de avioneta, ¿qué le parece? ¿Qué opina? ¡Diga! Y entonces, repentinamente mudo, la rabia con frecuencia me seca el paladar, inicié el análisis, ante todo racional, de las bobadas que aquel sujeto profería con tanta escandalera. Y reparé también en su imagen misma, diría más, reparé en la esencia que de él emanaba, con aquellas gafas de ver enormes y la barba mal afeitada, con sus pelos de vagabundo y su gabardina raída sobre una camisa de gusto horrible… Y… Y, por vez primera (no fue la última), sentí la imperiosa y vital necesidad de soltarle un directo a la mandíbula a aquel arlequín desprovisto de gracia. Deseé partirle la jeta.

Me contuve, Dios sabe que me contuve de descargar mi furia sobre él en forma de tromba heterogénea de golpes y mamporros. En lugar de eso me acerqué a aquella estantería y extraje una carpeta con recortes de prensa. Tras un breve rastreo le estampé delante de los ojos el obituario de Elston Gunn que yo mismo otrora firmé. Él agarró la celulosa con yemas temblorosas y calló. Sus ojos leían con pasmosa velocidad. Una vez hubo devorado las líneas que dediqué en su día a aquel gran artista que tan prematuramente nos dejó huérfanos, Juan me preguntó si había alguna forma de convencerme de que Gunn todavía vivía. Le contesté que no, le garanticé que no lo lograría nunca a no ser que el propio bardo peninsular, el mismísimo Elston, atravesase en esos precisos instantes las lindes de mi salón y se plantase delante de mí. Tal vez ni eso sería suficiente, le dije a Águila y añadí, tal vez le exigiría que hiciese como Cristo, yo desempeñaría el rol de Santo Tomás, y por tanto Gunn no tendría más remedio que enseñarme, como el Señor mostró sus manos ensangrentadas y atravesadas, las secuelas de su accidente aéreo, los restos carbonizados por siempre adheridos a su esquiva silueta. Juan rió en respuesta a mi ocurrencia, pero yo adivinaba entre bambalinas que nada de aquello le despertaba hilaridad. Mis deducciones de aguerrido Holmes me hicieron vislumbrar la derrota de mi oponente, lo que me alegró sobremanera a la par que me dulcificó ligerísimamente el humor. Ese Águila había venido a mi casa convencido de que se presentaría ante el gran Bepo como un mesías, que yo le esperaría con los brazos abiertos y creerías las sandeces que brotasen de sus labios…

No me agrada reconocerlo, pero por un momento, olvidados ya el calor y la siesta interrumpida, me dio pena ese espantapájaros dotado de vida. Al fin y al cabo había devuelto a mi memoria un nombre por mucho tiempo no recordado: Elston Gunn. Yo conocí y traté a Gunn, y le admiré como el que más. Yo le estudié y le rendí pleitesía. Yo me desviví por él y coleccioné sus discos y su obra, todo en lo que él dejase su irrepetible esencia, su impronta. Aquel joven lo resucitaba de mi pasado y yo me cebaba con él. Venció en mí el lado bondadoso y me compadecí del miserable Juan Águila. Le invité a sentarse en ese sofá que ahora ocupa usted y le animé a que me contase más sobre sus propósitos. Se me apeteció hablar con alguien del difunto Elston Gunn y lo pagué caro, ya le digo si lo pagué caro, a un precio altísimo…

Le di tiempo para que se repusiese y se acomodase, mientras tanto me desplacé hasta el tocadiscos y puse a girar el disco último de David Bowie, ese que nadie supo que andaba grabando, la joya que materializó su regreso, a principios de este año 2013. Durante aquellos días recuerdo que escuché ese álbum hasta la saciedad, me pareció y me sigue pareciendo puro y sucio, elevado y subterráneo; tiene melodías que uno siente como descubiertas muchísimos lustros atrás y que, sin embargo, nunca habían sido grabadas hasta que el Duque Blanco las atrapó en su ‘Día de mañana’; adoro el inglés, pero me gusta más traducir los títulos al español, es una manía inofensiva... Pero no espera usted que le hable de Bowie ni de mis hábitos y rarezas, aunque si lo hiciese, debería hallarse más que agradecido de que el mismísimo Carlos Bepo se muestre tan campechano y hablador con su persona. Muchos matarían por el rato que ambos compartimos en estos instantes.

Volviendo al tema que le vengo a relatar, Juan Águila me dijo que era periodista, me dijo también que escribía un libro, un libro sobre Elston Gunn, para más inri. Eso le hizo contactar con Garrido y éste último le había enviado hasta mí. Además, me juró que creía que Gunn no había muerto. No fue capaz de argumentar su teoría e incluso me reconoció que no disponía de pruebas fehacientes con las que sostenerla. Mucho me confesó. Descubrí enseguida que era Águila un hombre de contrastes, viraba del mutismo al cotorreo en décimas de segundo. Le había preguntado cortésmente con la intención de que se recuperase de la lectura de la necrológica por mi mano escrita y ahora, en cambio, me castigaba con su vida y milagros en versión extendida… Empezaba a irritarme de nuevo, así que opté por frenar su errabundo discurso. Más concretamente, le ofrecí mi ayuda. Le comenté que no iba a obtener nada de mí en cuanto a sus creencias en resurrecciones, ni siquiera Elston Gunn podía haber escapado de la muerte, ni siquiera él podía haber mentido a todo el mundo y desaparecer... Sí que había desparecido, por desgracia. Pero había desaparecido porque había muerto, la vía de escape que aunque no queramos a todos nos alcanza. Pese a que no le creía, le sugerí que, como experto en música y, sobre todo, como estudioso de su obra, quizá sería capaz (no quise pecar de soberbio, aunque sabía de sobra que yo sería más que capaz) de esclarecerle algún que otro aspecto difícil o recóndito que pensase incluir en su libro.

¡Y qué bastardo! Es que lo rememoro y me arrepiento de mi bravuconería inicial, lamento no haberlo tomado más en serio. Cómo pude confiarme de esa forma, volverme vulnerable, ¡bajé la guardia! Después de oír él mis palabras con la vista clavada en los retratos de las paredes que, como muertos inquietos, nos miraban y nos miran hoy, testigos de todo este asunto relacionado con Águila; después de escucharme, compuso un gesto esperanzado y me inquirió algo que me sorprendió que él supiese. Enseguida recordé que se había entrevistado con el mequetrefe de Garrido, que casi con toda seguridad lo habría aturdido a base de embelecos y verdades a medias.

El caso es que me preguntó si sabía algo sobre una canción de Gunn secreta y perdida. Un tema que, Juan aventuró, fue compuesto al final de su carrera, a lo mejor fue su última composición; y, además, hizo esta canción mano a mano con el gran Tom Waits. Y Gunn la tocó sólo una vez en una improvisada noche de San Juan y dijo antes de entonarla, a los pocos presentes que allí se encontraban, en su mayoría curiosos y conocidos, no más de una treintena, que la iba a incluir en su próximo disco, pero días después se murió y, como por aquellos años nadie contaba con dispositivos como los teléfonos móviles con los que haber grabado el audio de forma improvisada en la playa, la joya se perdió… Todo eso me preguntó al mismo tiempo que, en realidad, no me preguntaba sino que lo aventuraba y hasta me lo afirmaba; sí, creo que lo afirmaba a la espera de mi confirmación.

Bowie cantaba ‘Valentine´s Day’, sin duda el mejor corte del disco, cuando yo le indiqué a Águila que sí, que sus suposiciones eran ciertas, que tenía razón en mucho de lo que decía. Le aseguré asimismo que yo conocía la historia completa, pero que no se emocionase tan pronto, ya que esa canción de la que hablaba se había perdido para siempre hacía décadas. No quedó prueba auditiva de su existencia, sino yo lo sabría. Él se incorporó en el sofá y por un momento pensé que se abalanzaría sobre mí con la intención de beberse mi información, mi conocimiento; su expresión se había vuelta afilada, felina. No obstante, me pareció un gato pero también me pareció un vampiro, un vampiro impaciente que no esperaría al desenlace de mi relato sino que me abriría en canal para hurgar en busca de lo que necesitaba saber, para coger algo de lo que había venido a requisar a mi palacete. Mas su expresión únicamente duró lo que una mota de polvo tarda en elevarse dentro de una corriente de aire caliente. Al momento, una señal de mi mano y su propio autocontrol le ataron y volvió a reclinarse con delectación en la mullida tela que le daba asiento.

Yo debí haber cortado el encuentro en ese punto. Queda claro que no lo hice. Fui estúpido. Una parte de mi ser deseaba disertar sobre Gunn, otra todavía se sentía algo culpable… Lo sé, no es propio de mí. Será cierto eso de que la edad nos comienza a ablandar el carácter. A su vez, una tercera parte de Bepo, la furibunda, no le temía y en el fondo quería que Juan se me hubiese abalanzado y así haber podido asirlo, así haber podido destrozarlo entre mis garras que tan diestras fueron a la hora de pelearse en el pasado remoto. Para resumir y no hacérselo excesivamente largo, me confié y me pilló en un día charlatán. Eso me llevó a dar respuesta a sus pesquisas sobre la canción perdida de Gunn.

Tom Waits fue el causante de todo, con estas exactas palabras inicié mi labor clarificadora. Eso le dije a Juan Águila de primeras y luego le dije mucho más. Esta tarde se lo reproduciré a usted, por algún extraño motivo me parece su trasunto, como si ambos formasen parte de una moneda y usted fuese la cruz y Águila la cara, o tal vez al revés. No logro distinguir sus intenciones con claridad. Tampoco acerté con Juan. Y eso me hace pensar que los dos son la cruz de esta imaginaria moneda, que ambos son ángeles caídos que arrasan y destruyen todo lo que tocan, que traen desgracia a las personas a las que se aproximan. Por tanto, le advierto que después de hoy no quiero verle nunca más. Con Águila aún me queda un último encuentro pendiente… Pero será simplemente un ajuste de cuentas, un necesario ajuste de cuentas, mejor dicho.

No me demoro más en mi explicación. La culpa fue de Tom Waits que, a comienzos del mes de junio de 1979, se encontraba en París. Debía tomar un avión que le llevaría ‘down under’, como dicen los anglosajones; es decir, se iba de gira a Australia. Allí daría una serie de fantásticos conciertos y, de hecho, lo hizo, pero lo que poca gente recuerda ya es que esos bolos se retrasaron por problemas logísticos y Waits se vio ante dos semanas de inactividad, en las que no tenía nada que hacer salvo esperar la salida de su vuelo que, repito (y le dije que no le repetiría nada), tendría lugar dos semanas más tarde, siempre que el debut de la gira no se demorase todavía más.

Aquello no gustó a Tom, mas rápidamente improvisó una idea que, a sus ojos, convertía un fastidio en una magnífica oportunidad. De forma sorpresiva alquiló un Ford Impala, no sé cómo se hizo con él, estando como estaba en la europea capital francesa; el hecho es que consiguió el coche y cogió a su novia del momento, la curvilínea Suzie Montelongo, famosa por sus jerséis de lana de Angora, y condujo kilómetros y kilómetros de carretera hasta el sur de España. Waits anhelaba conocer el Mediterráneo, quería comprobar si el clima era tan parecido al de su California natal como le habían garantizado. De modo que cruzó Francia, paró a hacer noche en Barcelona y costeó hasta Granada, donde realizó una breve expedición a través de la ciudad milenaria para visitar la Alhambra. Y, mientras paseaba con Suzie una tarde noche de junio por el barrio del Albaicín, se topó de bruces con Gunn que, saliendo de una tasca y en términos etílicos algo alegre, les reconoció al instante y les paró (pese a ser español el bardo peninsular hablaba perfectamente inglés, como puede desprenderse de sus canciones). Elston se presentó y declaró ser el mayor admirador de la música de Waits. Les invitó a unos tragos y entre risas y animadas conversaciones (sobre música, sobre cine, sobre el sur de España, sobre anécdotas de todo tipo…) los cuatro, Gunn también iba acompañado de una bellísima mujer, ya no se separaron en días…

Juntos bajaron a Málaga y se perdieron rumbo a Marbella. Bueno, técnicamente no se perdieron, sino que Gunn, bastante inepto a la hora de orientarse, no recordaba cómo se llegaba a El Cortijo, mítico estudio de grabación ubicado en la Serranía de Ronda que ha acogido a tantos grandes de la música desde tiempos inmemoriales. Finalmente, hallaron el lugar y, dicen, que las dos parejas estuvieron allí un par de jornadas. Dicen también que Waits y Elston bebieron mucho y hablaron más, que tocaron la guitarra y se hicieron hermanos y sí, grabaron la canción.

Quise contar más pero en ese instante de la narración Juan me interrumpió y me cuestionó por qué sabía, con tantos datos como poseía, que la canción se había perdido para siempre. Entonces, con dolor físico parecido al de hoy, me levanté, como hago ahora, y me llegué hasta el final de la estantería, cogí esa caja metálica que ahí sobresale y se la entregué para que él la abriese. Espere…


Ve, aquí la tiene usted también. Cójala y ábrala usted mismo, ya verá… Sí, ábrala… ¿Qué? ¿Qué me mira? Claro que la caja está vacía, pero cuando se la dejé a Águila no se hallaba en este estado. Ahí dentro guardaba yo la única prueba de la existencia de la canción, lo que me permitía disipar las dudas que mi propia y venerable edad arrojaba sobre la veracidad de todo este hecho; cuando uno envejece recuerda lo vivido como soñado, los niveles se entremezclan y mucho de lo experimentado se transforma en fabulado o, peor si cabe, en presuntamente fabulado… Ahí se encontraba lo único que conseguí arramplar del estudio El Cortijo, en las montañas malagueñas. Y Juan Águila me lo robó. Cuando me ocupaba de darle la vuelta al disco de Bowie, para poner a sonar la cara B, ese miserable echó a correr con mi posesión entre sus zarpas y mis achaques convirtieron en inviable la opción de perseguirle. Pero pronto ajustaremos cuentas. Él sabía que no podía denunciarle porque se supone que aquel documento tampoco debía descansar en mis manos. Mas Carlos Bepo conoce otros métodos de desquite y la justicia será impartida. Sí… ¿Sigue sin entenderlo, membrillo? Dentro de esta caja que usted sostiene yacía escondida una hoja de papel escrita a mano por el propio Elston Gunn. El trazo de su lápiz fijó las líneas que conformaban los versos de su canción perdida. Exacto, ese malnacido gafotas me robó la letra del tema, ¿me entiende, usted? ¡Me sustrajo el borrador con la letra de la canción!

->En unas semanas la séptima entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.