viernes, 24 de enero de 2014

Entre las estrellas


Parpadeantes luces multicolores incrustadas en el panel de mandos alertan al cosmonauta de la avería. Ajustada la escafandra, abandona la seguridad oxigenada del módulo y, a través de la fría y solitaria nada que compone y circunvala el negro espacio exterior, se aproxima reptante a la cola del cohete, lugar donde se alojan los complicados y extensos circuitos de cableado que controlan el potentísimo motor diesel, una maravilla de la ingeniería aeronáutica que ha de llevarlo de vuelta a su planeta natal, que debe introducirlo en la aún lejana atmósfera terrestre. Con la presteza que otorga la experiencia al ojo aplicado, el cosmonauta comprende que no hay nada que hacer, la instalación eléctrica se ha perdido para siempre. Golpea entonces con rabia la helada superficie metálica del cohete y lanza gritos e improperios. Descubre que, sin apenas ser consciente de ello, está llorando. Piensa en llamar por radio a la torre de control, pero sabe que es en balde, que todo está perdido.

Después de unos minutos en sordo silencio, el cosmonauta vuelve al interior del cohete. No aguanta mucho tiempo dentro sino que sale de nuevo al espacio y ahora porta entre sus manos un potente artilugio diseñado para observar estrellas distantes. Dirige la mirilla del aparato hacia el planeta azul y divisa con pasmosa claridad la serpenteante muralla china, ve miles de turistas pulular de un sitio a otro de la milenaria construcción. Recuerda el cosmonauta la fecha del año en la que nos encontramos y enfoca su alargada lupa hacia los desiertos chilenos. Entre sus innumerables dunas vislumbra coches y motocicletas y también camiones, son los participantes del rally Dakar.


La precisión de las lentes le genera una extraña idea. Tras unas décimas de segundo dedicadas al rastreo, el cosmonauta se encuentra contemplando su casa. En el marco de la puerta abierta atisba la silueta de su mujer envuelta en un abrigo y el cuello apresado por los giros de una larga bufanda roja. Alrededor de ella, alrededor de toda la casita de dos plantas, refulge la nieve blanca. Un coche aparca y un hombre se apea de él. Sus pasos decididos le llevan hasta la entrada y, por tanto, hasta su mujer. El cosmonauta asiste pasmado al abrazo entre ambos. Su pulso tiembla cuando observa a la pareja besarse apasionadamente. No entiende nada y cuando el visitante se gira y muestra su rostro a la mañana rusa, como si posase para un espectador ubicado miles de kilómetros sobre ellos, el cosmonauta se siente confuso, ya que el usurpador resulta ser él. Y, aunque sabe que esto es imposible y él está en el espacio a punto de morir y no en su casa, no puede sino admirar el parecido de sus facciones con las del hombre que abraza y besa a su mujer: la misma estatura, el mismo pelo y hasta la misma ropa. Una copia idéntica observada desde los cielos por un cosmonauta con el cohete averiado, un trasunto observado por un hombre atrapado en el espacio pero fuera del tiempo, por un asteroide humano condenado a orbitar a través del cosmos transmutado en, como cantaba Lou Reed, un improvisado satélite de amor ascendido a las alturas.