miércoles, 22 de enero de 2014

La perfección ferroviaria



En fechas recientes he viajado en tren, por diversos motivos me he visto obligado a tomar varios y en uno de ellos, el que precisamente cubría el desplazamiento más largo, me contaron la historia que a continuación reproduzco. Pese a lo fantasioso e hiperbólico del relato que me fue narrado, el episodio es verídico o eso opino yo, y quizá me agarro a ello porque siempre me ha gustado tener fe en lo improbable y en lo aleatorio; no lo sé, la verdad…

Cuando ustedes lo oigan (o, mejor dicho, lo lean) casi con toda seguridad tenderán a pensar que no es cierto y que por tanto alguien lo inventó (tal vez aventurarán que yo mismo lo fabulé) ya que cosas así no ocurren hoy en día, no suceden a nuestro alrededor. Lo único que puedo afirmar con rotundidad es que yo me creí sus palabras a pie juntillas, como suele decirse, desde el primer momento en que empezó a hablar y dichas palabras flotaron en la quietud interior del vagón mientras sus manos acabadas en dedos redondeados de uñas imperceptibles, gesticulaba muchísimo, dibujaban el aire de forma invisible al tiempo que yo atendía con devota concentración a su voz y al mensaje que ésta albergaba, dejado sobre mi regazo el libro electrónico que antes me entretenía.

Ella era azafata pero ya había terminado su jornada laboral, aunque su pelo castaño recogido de manera perfecta parecía sugerir que su turno acababa de iniciarse y, además, aún portaba su uniforme de trabajo: chaqueta y falda negras, zapatos con algo de tacón y pañuelo verde esperanza anudado al cuello como único detalle ligeramente alegre o vistoso. Pero ella me dijo que no, me dijo que a esas horas su día ya llegaba a su fin y que viajaba en el tren de vuelta a casa, ubicado su hogar en una localidad que debía cruzar el ferrocarril y hacer parada, más o menos a mitad de camino de mi destino. Me dijo todo esto sentada a mi lado. Ella me había abordado y se había posado a mi vera mientras me encontraba absorto en la lectura de una novela. Enfrascado en el libro como estaba tardé en advertir su presencia. De vez en cuando retiraba yo la vista de la falsa tinta digital que simulaba la apariencia de una hoja de papel y dejaba las pupilas vagar al otro lado de la ventanilla y entonces durante un rato veía sin ver los campos y el cielo y las luces de las casas, o lo que se me antojaban casas en lontananza, pequeños candiles amarillos distantes que no duraban mucho ante los ojos, pues el velocísimo tren devoraba paisajes nocturnos con pasmosa celeridad. Y en uno de esos momentáneos e involuntarios atisbos terminé por percatarme de su sorpresivo arribo.

Después de saber su destino, le pregunté su nombre y ella me lo dijo y a mí éste me sonó bonito y melódico. Lo memoricé enseguida, resulta difícilmente olvidable. Quise yo pronunciar el mío como fórmula de cortesía, pero la azafata fuera de servicio me lo impidió y me anunció que ella lo adivinaría, cosa que de hecho hizo y, para mi asombro, lo acertó a la primera y, entonces, vio mi gesto de incredulidad y arguyó que tenía cara de llamarme como me llamo, que de qué me extrañaba. Sin darme tiempo para asimilar sus increíbles capacidades indagatorias me inquirió cuál libro estaba yo leyendo. Le comenté que se trataba de una novela: ‘2666’, del chileno Roberto Bolaño.

Mi improvisada compañera de asiento esbozó una sonrisa y sus ojos diamantinos se agrandaron sobremanera y por primera vez pensé que éstos quizá nunca parpadeasen ni se cerrasen. Me encanta, es de mis favoritos, casi me gritó pese a estar el uno del otro demasiado próximos o tocantes; ¿te está gustando? Respondí que mucho pero que todavía me quedaba por leer más de lo que llevaba leído. ¿Qué otros libros de él conoces? Le inquirí, mas no me respondió; me pareció que no había oído la cuestión y, en lugar de una contestación, dijo que no le gustaban los libros electrónicos, que no le eran cómodos ni gratos, que prefería el papel y cuanto más vetusto y gastado y amarillento, mejor. El tono de su voz bajó mientras se quejaba de la modernidad de esos ‘aparatejos’, como ella los calificó.

Y, como si se hubiese cansado de su propio comentario y, a la par, hubiese recordado algo trascendental o que venía perfectamente a colación en nuestro errático diálogo, me preguntó si sabía yo que Bolaño se había inspirado en un pasaje ocurrido en un tren a la hora de componer el fragmento de ‘2666’ en el que se habla del peculiar pintor (cuya nacionalidad ella no era capaz de recordar en ese momento) Edwin Johns, ése que en un arrebato creativo se cortó la mano con la que pintaba y la mandó momificar para ubicarla a modo de remate estelar a su obra más ambiciosa: una espiral de autorretratos presidida en su mismísimo centro por la citada y reseca mano del artista, desde ese momento condenado él a ser por siempre manco y también un habitante de la jubilación profesional, a partes iguales estos dos estados irrevocables tras su voluntaria y decidida amputación. Dije yo en ese momento que aquello no podía ser posible y que carecía de sentido. No veo ninguna relación entre el misterioso y enigmático pequeño personaje de la novela y un tren o los avatares que pueden sucederle a uno en un tren o ferrocarril, concluí. La azafata me detuvo con uno de los raudos gestos de sus manos acabadas en dedos redondeados de uñas imperceptibles. Dijo que por raro que pareciese así había ocurrido y que al legendario autor chileno afincando en Cataluña, en uno de sus viajes en tren cama al Sur, le había sido narrado un relato que le impactó profundamente y que acabó utilizando para el Edwin Johns de la novela.

La historia, según ella, resultaba muy popular entre el gremio del transporte ferroviario y me comentó que el paso de los años, había sucedido larguísimo tiempo atrás, la había ido difuminando e idealizando y los que la sabían en la actualidad ya dudaban de si se trataba de un cuento trágico o de un horripilante hecho fidedigno. Salvo ella; ella podía asegurarme a ciencia cierta que realmente aquello se produjo. Intrigado, le pedí por favor que me contase la historia, que me extrajese las dudas e incertidumbres que su discurrir me había inoculado, que saciase mi devoradora curiosidad. Miró ella un momento su reloj y algo debió de pensar porque estuvo durante segundos callada, como si razonase o siguiese los pasos de algún intrincado análisis mental.

Supongo que terminó por acceder a mi petición, no sé qué razones la impulsaron a ello, porque dijo tenemos tiempo hasta que lleguemos a mi estación. De acuerdo, te la contaré, me dijo a su vez. Dejé entonces yo el libro electrónico, olvidado por completo, en un recoveco del asiento y adopté una posición que colocaba mi cuerpo enfrente del suyo y que me permitía ver a la perfección cada uno de los aspavientos que adornaban el relato de su historia oral, y me permitía ver también sus ojos diamantinos que parecían no parpadear nunca y su pañuelo verde esperanza, que se contraía y expandía empujado por la tersa piel del cuello cuando hablaba y respiraba y sonreía, quedaba asimismo bien visible para mi deleite; toda la composición de su adorable y bello rostro coronado por aquel moño castaño que, perfectamente recogido, conducía al equívoco de pensar que su turno laboral recién había dado comienzo cuando en realidad ella ya se encontraba exhausta después de una larga jornada y volvía a casa como pasajera invitada del tren que a mí me llevaba a mi destino, distinto al suyo, nada de ello impedimento para que se me hubiese aproximado y nos hubiésemos presentado (ella lo hizo por los dos, ya que adivinó mi nombre) y yo, además, hubiese decidido renunciar al libro que leía con ahínco, prefiriendo en lugar de eso mecerme sobre los raíles al son de sus palabras, al calor de sus encantos, al influjo de su arrastrante magnetismo.

Ocurrió en un tren como éste, sólo que más antiguo y hace mucho tiempo, afirmó para levantar el telón de su relato. Y también me dijo, iniciada ya la historia, se conocieron en un desplazamiento en tren y desde esa precisa coincidencia ya no dejaron de encontrarse. Eran jóvenes y él viajaba de vuelta a la ciudad que le había visto nacer y ella, en el otro lado del columpio vital, se desplazaba por motivos laborales a esa misma urbe. Quiso el azar que les tocase ir sentados juntos y con presteza desarrollaron un trato coloquial. Se sentían atraídos mutuamente y con cada coincidencia en el ferrocarril, y éstas se daban muy a menudo porque ambos tenían que viajar hasta esa ciudad con frecuencia y de cierta forma entre consciente e inconsciente los dos trataban de coger el billete para el tren de la misma hora a la que se habían conocido, su confianza crecía y crecía.

Terminaron por enamorarse y entregarse a lo que podría llamarse una relación, pero una relación un tanto especial, debido a que jamás se veían en el origen o el destino sino que ceñían su trato exclusivamente al vagón, donde se mostraban acaramelados (cuando la azafata me relató este fragmento de la historia se sonrojó levísimamente). El asunto empezó a ser la comidilla entre los revisores y los maquinistas. Tan absurda se volvió la pasión entre la pareja que comenzaron a realizar el trayecto en tren casi a diario y varias veces a lo largo de la jornada (ida y vuelta), para así poder compartir más tiempo juntos. Era, auguró la azafata que me refería este hecho remoto y pretérito, como si hubiesen decidido salvaguardar su amor de los avatares del mundo exterior, como si hubiesen optado por agarrarse a la magia surgida entre ella y él en el primer encuentro, como si, en definitiva, hubiesen apostado por prolongar la breve y embriagante perfección que producen los viajes ferroviarios.

Sin embargo, todo acabó un día de forma tan abrupta como se inició. Ella alteró su rutina y decidió bajarse en una parada del tren previa a la llegada al destino. ¿Acaso habían discutido? Se preguntó y me preguntó la azafata. El caso es que, retomó su hilo narrativo, ella se apeó airada y él permaneció sentado junto a la ventana. Reparó entonces el joven que su amor se había dejado atrás el bolso y corrió con él entre las manos. La llamó de un grito y ella se volvió, se volvió y distinguió su bolso y, como acto reflejo, se llevó los dedos al hombro en busca de una correa que no estaba ahí y que, en cambio, la tenía él, que la instaba a volver para recogerlo. Con pasos acordes a la solemnidad de un plano cinematográfico a cámara lenta ella regresó junto a la puerta del vagón. Aguardaba él en la penumbra interior con el brazo extendido. La joven enamorada y posiblemente enfadada cogió el bolso, pero él no lo soltó y ambos quedaron con los brazos tirantes, el bolso en medio, y ambos quedaron por tanto mirándose, él admirándola refulgir bajo el sol de la mañana y ella oteando la grisácea sombra procedente del interior metálico. Ninguno soltó su extremo y así se encontraban, ambos agarrados, en el momento en que las puertas hidráulicas del tren cerraron sorpresivamente sus hojas y seccionaron el brazo derecho del amoroso joven a la altura de la muñeca. Su cuerpo, los ojos inyectados en dolor rojo, permaneció dentro del tren y un chorro a borbotones de pardusca y densa sangre emanó proyectado del final de su extremidad superior, empapando los flamantes y diáfanos cristales. Segundos después cayó desplomado y murió desangrado mientras el tren se alejaba de la estación e iba ganando más y más velocidad. Ella, sin embargo, permaneció de pie sobre el andén, petrificada y también sola. Su brazo aún se proyectaba hacia delante y sostenía el bolso y, del otro extremo, la mano que ella había conocido y acariciado; la mano de él que, ahora, amputada y goteante, muerta y contraída la musculatura, ella agarraba.

Y ése es el final de la historia, concluyó la azafata y añadió, ¿qué te parece? No sé qué pensar, contesté yo. Ya, a mí me pasa igual, coincidió conmigo; bueno, justo a tiempo, llegamos a final de mi trayecto, me ha encantado conocerte. Y cuando creía que me daría un beso ella se incorporó y se fue con gráciles andares, abandonándome en mitad del vagón, mi corazón encogido, reflexivo. Hice amago de levantarme y salir corriendo en pos de ella, que ya debía de hallarse bajando los escalones que la conducirían al firme de hormigón, cuando me vi alcanzándola y llamándola por su melódico y sonoro nombre, lo que haría que ella se volviese sobre sus pies y me diese la mano, fundidos en un apretón, preludio de un abrazo del que jamás nos separaríamos. Y entonces vi o, más apropiadamente, imaginé el cierre repentino de las puertas antes de unir nuestros cuerpos y mi mano siendo amputada y me imaginé muriendo boca arriba en el suelo de un solitario tren al tiempo que mi desprendida mano cogía la suya y la piel de su pañuelo verde esperanza se estiraba y se estira cuando ella grita y salta hacia detrás…

En mi mente vi todo eso y mucho más y, por tanto, me quedé quieto, desistí enseguida y la olvidé por completo. Lo último que recuerdo de la azafata es haberla contemplado caminando entre los azules de la noche rumbo al aparcamiento de la estación de tren. Retomé yo, escasos segundos después, la lectura de ‘2666’ y postergué su bella silueta a la invisibilidad hasta hoy, día en el que, mientras escribo las líneas que vuestros ojos leen, rememoro los de ella, que nunca tenían tiempo para parpadear y eran diamantinos; y rememoro asimismo su pelo tan perfectamente recogido en un moño castaño, y por algún oscuro propósito comienza a picarme, a quemarme, la mano izquierda, con la que escribo que no pinto, y pienso casi sin pretenderlo en Bolaño y en la dantesca historia de trenes que nunca sabré si realmente sucedió o es una fábula (quiero creer que ocurrió, ya lo dije anteriormente), y también vislumbro al, ése sí, irreal y ficticio pintor Edwin Johns y su autorretrato coronado por su propia mano amputada y momificada y por siempre inservible… Y he de dejar de escribir o presiento que me haré daño, mi mano izquierda ya arde, o me destruiré lejos de los encantos de la azafata, lejos de su influjo, expulsado de la perfección ferroviaria.

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo: