domingo, 12 de enero de 2014

'Rebobina': ¡Sexta entrega!


6
En casa de Bepo (I). Material grabado.
Verano de 2013.

Antes de proseguir quiero que conste en acta, como dicen los leguleyos, que le cuento todo esto porque quiero, porque me da la real gana, dicho mal y pronto. Usted no me intimida lo más mínimo. No sé si le será útil eso de sentarse enfrente de su interlocutor y apuntarle con una pistola entre las manos. A mí desde luego sus amenazas me la traen al pairo. Yo no soy de la misma calaña que usted. Tampoco me equiparo con ese editor de segunda con el que se las vio en Málaga. Hubo una época en la que sentí aprecio por ese mamarracho de Amadeo Garrido, pero comprendí mi error. Se trataba de un bufón de escasos méritos profesionales, una diminuta estrella que, además, ya se encuentra marchita y muy pronto caducará del todo. No, yo no soy como ese viejo chocho que charló con usted junto al mar. Cuando me lo cruzo por las calles de esta hermosa ciudad ni tan siquiera me paro a dedicarle una mera atención o cortesía, no las merece. Botarate bonachón, estúpido Garrido…

Yo soy el gran Carlos Bepo, ¿pero quién se cree usted? Mi voz ha rugido, ruge y rugirá por siempre en el panorama de la crítica musical española. Soy el Alfa y la Omega de mi profesión. Este opulento salón y esa inacabable colección de vinilos que degustan sus ojos infames fueron construidos con esfuerzo y tesón, a base de luchas y de incansable trabajo. A mucha honra presumo de tener enemigos, ya que no existe mejor forma para saber que uno ha alcanzado la grandeza que observar las envidias cainitas que la estela de su andadura levanta. Soy temido, ¿me oye bien? Temido. Y si no, pregunte por ahí.

Sepa usted que hay cierto cantante argentino que tiembla como un flan, eso me han susurrado las lenguas malintencionadas, cuando oye mi nombre, que a día de hoy sigue lamiéndose las heridas que mi feroz crítica de ‘su palacio de las flores’ le dejó tatuadas en la piel; ¡pero cómo publicó ese álbum! ¿Qué iba de buen cantante? ¿Él? ¿Con su voz? Y no resulta menos famosa la inquina que me guarda el aragonés errante, Enrique Bunbury. Jamás me perdonará las burlas y columnas que durante semanas le dediqué a ‘Radical Sonora’. Y es que nunca debió dejar los ‘Héroes’ para embarcarse en una aventura que trajo al mundo degradaciones descomunales como ‘Planeta Sur’. Cierto es que con el transcurso inexorable de los años ha ido ganando peso como solista y, de hecho, yo he publicado en prensa elogiosos artículos a su favor, pero me comentan que se ha vuelto imposible el armisticio entre nosotros. Me odiará por siempre jamás…

Y también me temerá, claro. Ya se lo he indicado antes a usted, soy temido, un diablo temido. No tengo más que chasquear uno de mis artríticos dedos… Ni tan siquiera preciso de ejercitar el índice, con el meñique le podría aplastar, gusano. Un bramido de mi garganta, volcadas mis pétreas facciones sobre el auricular del teléfono, y usted estaría finito, ahogado en su propia ignominia, holgazán estupefacto… Se encargarían de usted. Y le digo más. Si no me encontrase en un estado tan avejentado y mis brazos y tórax refulgiesen con el brillo y el vigor de tiempos antediluvianos, le macharía yo mismo. Me abalanzaría sobre su escurridiza silueta y le ahogaría, hundiría mis falanges en la flacidez de su piel hasta horadar su patética nuez de hombre armado… De modo que no lo olvide. Su arma no le confiere ninguna autoridad sobre mí. Aquí, en mi casa, en el hogar del totémico Carlos Bepo, soy yo y sólo yo el que marca el compás, el que dicta los tiempos, el que hace y deshace, el que ordena y manda. Y usted obedece y atiende a mis requisitos. Espero que no quede resquicio a la duda en cuanto al papel que cada uno de nosotros juega esta tarde… Ahora levántese y tráigame el control remoto del aire acondicionado; este calor me aletarga y atonta las sienes… Así está mejor. Y celebro que guarde esa pistola de juguete, tal vez no sea usted tan censurable como me pareció al abrirle la puerta… Aunque nunca se sabe al cien por cien.

No obstante, aclaradas ya las cláusulas de nuestro mutuo entendimiento y como odio con todas mis fuerzas a ese imbécil gafotas, accedo a explicarme ante usted.; atienda, eh, porque no repetiré nada. O lo coge al vuelo o se queda sin ello. Se lo advierto. Bien… Ese hijo de perra de Juan Águila se plantó aquí una tarde, a la hora de la sobremesa, de fechas no muy recientes ni tampoco muy distantes en el tiempo. Detesto que la gente se presente en mi puerta sin anunciarse previamente, nada cuesta echar el teléfono y concretar una cita, como usted mismo tuvo la gentileza de solicitar cuando pidió reunirse conmigo... Pues una mierda para mí. Ese cretino de Águila se plantificó delante de mi casa y se hartó de pulsar el timbre hasta que me arrancó de los brazos de Morfeo y, entre movimientos torpes y dolientes provocados por el abrupto abandono de mi reparadora siesta diaria, me obligó a salir al portal a ver qué demonios ocurría en este puñetero planeta; qué era tan urgente.

En la calle Armas sólo estaba él, cosa lógica teniendo en cuenta las horas de venir a molestar. Del cielo azul blancuzco caía un manto de calurosa luz solar que todo lo atravesaba y, bajo mi camisa de mangas cortas, comencé a transpirar copiosamente. Esa tarde teníamos en Córdoba un bochorno mefítico, propio de un verano anticipado, y la ciudadanía, más avispada que los osados foráneos, se había refugiado en sus maltrechos hogares. A lo lejos, la plaza de la Corredera llamaba la atención por lo desangelada e inhóspita que se encontraba… Con tal de escapar de las altas temperaturas invité al indeseado visitante a explicarse dentro de este palacete, no deseaba discutir ni mandarlo a tomar por culo en un ambiente que, a mi edad, en poco rato me conduciría a la deshidratación. Le indiqué con un gesto que entrase y él no lo hizo, al menos de momento. Terminó por entrar, pero antes se presentó de forma parca. Me dijo sucintamente que se llamaba Juan Águila y que necesitaba hablar con Carlos Bepo, es decir, conmigo. Según comentó, sabía algo que le resultaba imperioso hacerme llegar cuanto antes. Suspiré exhausto, temeroso de la clase de charlatán con el que tendría que lidiar aquella tarde, unas horas que yo pretendía dedicar a la corrección de mis memorias (pendientes de publicación) después de haber descabezado un confortable sueño.

Los dos juntos caminamos hasta este salón y le rogué que tomara asiento. De forma tajante le pedí que fuese al grano y luego se marchase por donde había venido. A su vez le recriminé la falta de modales y decoro por presentarse de esa manera. Recuerdo que argüí que únicamente un cabrón molesta a un venerable hombre en sus momentos de asueto… Águila nada de esto oyó ya que, desde que había franqueado con pasos lentos y elásticos los muros de mi casa, no había dejado de hablar de incoherencias que yo no me molestaba en fingir escuchar. Y como no le hacía caso, le hablaba mientras me hablaba. De hecho, los dos hablábamos más para nosotros mismos que para el otro y Juan, ese mequetrefe pendenciero, gritó de repente. Sí, sí, con esta voz que pongo gritó como un descosido ¡Bepo, Elston Gunn está vivo! ¡Se encuentra vivo! No murió, no murió en el accidente de avioneta, ¿qué le parece? ¿Qué opina? ¡Diga! Y entonces, repentinamente mudo, la rabia con frecuencia me seca el paladar, inicié el análisis, ante todo racional, de las bobadas que aquel sujeto profería con tanta escandalera. Y reparé también en su imagen misma, diría más, reparé en la esencia que de él emanaba, con aquellas gafas de ver enormes y la barba mal afeitada, con sus pelos de vagabundo y su gabardina raída sobre una camisa de gusto horrible… Y… Y, por vez primera (no fue la última), sentí la imperiosa y vital necesidad de soltarle un directo a la mandíbula a aquel arlequín desprovisto de gracia. Deseé partirle la jeta.

Me contuve, Dios sabe que me contuve de descargar mi furia sobre él en forma de tromba heterogénea de golpes y mamporros. En lugar de eso me acerqué a aquella estantería y extraje una carpeta con recortes de prensa. Tras un breve rastreo le estampé delante de los ojos el obituario de Elston Gunn que yo mismo otrora firmé. Él agarró la celulosa con yemas temblorosas y calló. Sus ojos leían con pasmosa velocidad. Una vez hubo devorado las líneas que dediqué en su día a aquel gran artista que tan prematuramente nos dejó huérfanos, Juan me preguntó si había alguna forma de convencerme de que Gunn todavía vivía. Le contesté que no, le garanticé que no lo lograría nunca a no ser que el propio bardo peninsular, el mismísimo Elston, atravesase en esos precisos instantes las lindes de mi salón y se plantase delante de mí. Tal vez ni eso sería suficiente, le dije a Águila y añadí, tal vez le exigiría que hiciese como Cristo, yo desempeñaría el rol de Santo Tomás, y por tanto Gunn no tendría más remedio que enseñarme, como el Señor mostró sus manos ensangrentadas y atravesadas, las secuelas de su accidente aéreo, los restos carbonizados por siempre adheridos a su esquiva silueta. Juan rió en respuesta a mi ocurrencia, pero yo adivinaba entre bambalinas que nada de aquello le despertaba hilaridad. Mis deducciones de aguerrido Holmes me hicieron vislumbrar la derrota de mi oponente, lo que me alegró sobremanera a la par que me dulcificó ligerísimamente el humor. Ese Águila había venido a mi casa convencido de que se presentaría ante el gran Bepo como un mesías, que yo le esperaría con los brazos abiertos y creerías las sandeces que brotasen de sus labios…

No me agrada reconocerlo, pero por un momento, olvidados ya el calor y la siesta interrumpida, me dio pena ese espantapájaros dotado de vida. Al fin y al cabo había devuelto a mi memoria un nombre por mucho tiempo no recordado: Elston Gunn. Yo conocí y traté a Gunn, y le admiré como el que más. Yo le estudié y le rendí pleitesía. Yo me desviví por él y coleccioné sus discos y su obra, todo en lo que él dejase su irrepetible esencia, su impronta. Aquel joven lo resucitaba de mi pasado y yo me cebaba con él. Venció en mí el lado bondadoso y me compadecí del miserable Juan Águila. Le invité a sentarse en ese sofá que ahora ocupa usted y le animé a que me contase más sobre sus propósitos. Se me apeteció hablar con alguien del difunto Elston Gunn y lo pagué caro, ya le digo si lo pagué caro, a un precio altísimo…

Le di tiempo para que se repusiese y se acomodase, mientras tanto me desplacé hasta el tocadiscos y puse a girar el disco último de David Bowie, ese que nadie supo que andaba grabando, la joya que materializó su regreso, a principios de este año 2013. Durante aquellos días recuerdo que escuché ese álbum hasta la saciedad, me pareció y me sigue pareciendo puro y sucio, elevado y subterráneo; tiene melodías que uno siente como descubiertas muchísimos lustros atrás y que, sin embargo, nunca habían sido grabadas hasta que el Duque Blanco las atrapó en su ‘Día de mañana’; adoro el inglés, pero me gusta más traducir los títulos al español, es una manía inofensiva... Pero no espera usted que le hable de Bowie ni de mis hábitos y rarezas, aunque si lo hiciese, debería hallarse más que agradecido de que el mismísimo Carlos Bepo se muestre tan campechano y hablador con su persona. Muchos matarían por el rato que ambos compartimos en estos instantes.

Volviendo al tema que le vengo a relatar, Juan Águila me dijo que era periodista, me dijo también que escribía un libro, un libro sobre Elston Gunn, para más inri. Eso le hizo contactar con Garrido y éste último le había enviado hasta mí. Además, me juró que creía que Gunn no había muerto. No fue capaz de argumentar su teoría e incluso me reconoció que no disponía de pruebas fehacientes con las que sostenerla. Mucho me confesó. Descubrí enseguida que era Águila un hombre de contrastes, viraba del mutismo al cotorreo en décimas de segundo. Le había preguntado cortésmente con la intención de que se recuperase de la lectura de la necrológica por mi mano escrita y ahora, en cambio, me castigaba con su vida y milagros en versión extendida… Empezaba a irritarme de nuevo, así que opté por frenar su errabundo discurso. Más concretamente, le ofrecí mi ayuda. Le comenté que no iba a obtener nada de mí en cuanto a sus creencias en resurrecciones, ni siquiera Elston Gunn podía haber escapado de la muerte, ni siquiera él podía haber mentido a todo el mundo y desaparecer... Sí que había desparecido, por desgracia. Pero había desaparecido porque había muerto, la vía de escape que aunque no queramos a todos nos alcanza. Pese a que no le creía, le sugerí que, como experto en música y, sobre todo, como estudioso de su obra, quizá sería capaz (no quise pecar de soberbio, aunque sabía de sobra que yo sería más que capaz) de esclarecerle algún que otro aspecto difícil o recóndito que pensase incluir en su libro.

¡Y qué bastardo! Es que lo rememoro y me arrepiento de mi bravuconería inicial, lamento no haberlo tomado más en serio. Cómo pude confiarme de esa forma, volverme vulnerable, ¡bajé la guardia! Después de oír él mis palabras con la vista clavada en los retratos de las paredes que, como muertos inquietos, nos miraban y nos miran hoy, testigos de todo este asunto relacionado con Águila; después de escucharme, compuso un gesto esperanzado y me inquirió algo que me sorprendió que él supiese. Enseguida recordé que se había entrevistado con el mequetrefe de Garrido, que casi con toda seguridad lo habría aturdido a base de embelecos y verdades a medias.

El caso es que me preguntó si sabía algo sobre una canción de Gunn secreta y perdida. Un tema que, Juan aventuró, fue compuesto al final de su carrera, a lo mejor fue su última composición; y, además, hizo esta canción mano a mano con el gran Tom Waits. Y Gunn la tocó sólo una vez en una improvisada noche de San Juan y dijo antes de entonarla, a los pocos presentes que allí se encontraban, en su mayoría curiosos y conocidos, no más de una treintena, que la iba a incluir en su próximo disco, pero días después se murió y, como por aquellos años nadie contaba con dispositivos como los teléfonos móviles con los que haber grabado el audio de forma improvisada en la playa, la joya se perdió… Todo eso me preguntó al mismo tiempo que, en realidad, no me preguntaba sino que lo aventuraba y hasta me lo afirmaba; sí, creo que lo afirmaba a la espera de mi confirmación.

Bowie cantaba ‘Valentine´s Day’, sin duda el mejor corte del disco, cuando yo le indiqué a Águila que sí, que sus suposiciones eran ciertas, que tenía razón en mucho de lo que decía. Le aseguré asimismo que yo conocía la historia completa, pero que no se emocionase tan pronto, ya que esa canción de la que hablaba se había perdido para siempre hacía décadas. No quedó prueba auditiva de su existencia, sino yo lo sabría. Él se incorporó en el sofá y por un momento pensé que se abalanzaría sobre mí con la intención de beberse mi información, mi conocimiento; su expresión se había vuelta afilada, felina. No obstante, me pareció un gato pero también me pareció un vampiro, un vampiro impaciente que no esperaría al desenlace de mi relato sino que me abriría en canal para hurgar en busca de lo que necesitaba saber, para coger algo de lo que había venido a requisar a mi palacete. Mas su expresión únicamente duró lo que una mota de polvo tarda en elevarse dentro de una corriente de aire caliente. Al momento, una señal de mi mano y su propio autocontrol le ataron y volvió a reclinarse con delectación en la mullida tela que le daba asiento.

Yo debí haber cortado el encuentro en ese punto. Queda claro que no lo hice. Fui estúpido. Una parte de mi ser deseaba disertar sobre Gunn, otra todavía se sentía algo culpable… Lo sé, no es propio de mí. Será cierto eso de que la edad nos comienza a ablandar el carácter. A su vez, una tercera parte de Bepo, la furibunda, no le temía y en el fondo quería que Juan se me hubiese abalanzado y así haber podido asirlo, así haber podido destrozarlo entre mis garras que tan diestras fueron a la hora de pelearse en el pasado remoto. Para resumir y no hacérselo excesivamente largo, me confié y me pilló en un día charlatán. Eso me llevó a dar respuesta a sus pesquisas sobre la canción perdida de Gunn.

Tom Waits fue el causante de todo, con estas exactas palabras inicié mi labor clarificadora. Eso le dije a Juan Águila de primeras y luego le dije mucho más. Esta tarde se lo reproduciré a usted, por algún extraño motivo me parece su trasunto, como si ambos formasen parte de una moneda y usted fuese la cruz y Águila la cara, o tal vez al revés. No logro distinguir sus intenciones con claridad. Tampoco acerté con Juan. Y eso me hace pensar que los dos son la cruz de esta imaginaria moneda, que ambos son ángeles caídos que arrasan y destruyen todo lo que tocan, que traen desgracia a las personas a las que se aproximan. Por tanto, le advierto que después de hoy no quiero verle nunca más. Con Águila aún me queda un último encuentro pendiente… Pero será simplemente un ajuste de cuentas, un necesario ajuste de cuentas, mejor dicho.

No me demoro más en mi explicación. La culpa fue de Tom Waits que, a comienzos del mes de junio de 1979, se encontraba en París. Debía tomar un avión que le llevaría ‘down under’, como dicen los anglosajones; es decir, se iba de gira a Australia. Allí daría una serie de fantásticos conciertos y, de hecho, lo hizo, pero lo que poca gente recuerda ya es que esos bolos se retrasaron por problemas logísticos y Waits se vio ante dos semanas de inactividad, en las que no tenía nada que hacer salvo esperar la salida de su vuelo que, repito (y le dije que no le repetiría nada), tendría lugar dos semanas más tarde, siempre que el debut de la gira no se demorase todavía más.

Aquello no gustó a Tom, mas rápidamente improvisó una idea que, a sus ojos, convertía un fastidio en una magnífica oportunidad. De forma sorpresiva alquiló un Ford Impala, no sé cómo se hizo con él, estando como estaba en la europea capital francesa; el hecho es que consiguió el coche y cogió a su novia del momento, la curvilínea Suzie Montelongo, famosa por sus jerséis de lana de Angora, y condujo kilómetros y kilómetros de carretera hasta el sur de España. Waits anhelaba conocer el Mediterráneo, quería comprobar si el clima era tan parecido al de su California natal como le habían garantizado. De modo que cruzó Francia, paró a hacer noche en Barcelona y costeó hasta Granada, donde realizó una breve expedición a través de la ciudad milenaria para visitar la Alhambra. Y, mientras paseaba con Suzie una tarde noche de junio por el barrio del Albaicín, se topó de bruces con Gunn que, saliendo de una tasca y en términos etílicos algo alegre, les reconoció al instante y les paró (pese a ser español el bardo peninsular hablaba perfectamente inglés, como puede desprenderse de sus canciones). Elston se presentó y declaró ser el mayor admirador de la música de Waits. Les invitó a unos tragos y entre risas y animadas conversaciones (sobre música, sobre cine, sobre el sur de España, sobre anécdotas de todo tipo…) los cuatro, Gunn también iba acompañado de una bellísima mujer, ya no se separaron en días…

Juntos bajaron a Málaga y se perdieron rumbo a Marbella. Bueno, técnicamente no se perdieron, sino que Gunn, bastante inepto a la hora de orientarse, no recordaba cómo se llegaba a El Cortijo, mítico estudio de grabación ubicado en la Serranía de Ronda que ha acogido a tantos grandes de la música desde tiempos inmemoriales. Finalmente, hallaron el lugar y, dicen, que las dos parejas estuvieron allí un par de jornadas. Dicen también que Waits y Elston bebieron mucho y hablaron más, que tocaron la guitarra y se hicieron hermanos y sí, grabaron la canción.

Quise contar más pero en ese instante de la narración Juan me interrumpió y me cuestionó por qué sabía, con tantos datos como poseía, que la canción se había perdido para siempre. Entonces, con dolor físico parecido al de hoy, me levanté, como hago ahora, y me llegué hasta el final de la estantería, cogí esa caja metálica que ahí sobresale y se la entregué para que él la abriese. Espere…


Ve, aquí la tiene usted también. Cójala y ábrala usted mismo, ya verá… Sí, ábrala… ¿Qué? ¿Qué me mira? Claro que la caja está vacía, pero cuando se la dejé a Águila no se hallaba en este estado. Ahí dentro guardaba yo la única prueba de la existencia de la canción, lo que me permitía disipar las dudas que mi propia y venerable edad arrojaba sobre la veracidad de todo este hecho; cuando uno envejece recuerda lo vivido como soñado, los niveles se entremezclan y mucho de lo experimentado se transforma en fabulado o, peor si cabe, en presuntamente fabulado… Ahí se encontraba lo único que conseguí arramplar del estudio El Cortijo, en las montañas malagueñas. Y Juan Águila me lo robó. Cuando me ocupaba de darle la vuelta al disco de Bowie, para poner a sonar la cara B, ese miserable echó a correr con mi posesión entre sus zarpas y mis achaques convirtieron en inviable la opción de perseguirle. Pero pronto ajustaremos cuentas. Él sabía que no podía denunciarle porque se supone que aquel documento tampoco debía descansar en mis manos. Mas Carlos Bepo conoce otros métodos de desquite y la justicia será impartida. Sí… ¿Sigue sin entenderlo, membrillo? Dentro de esta caja que usted sostiene yacía escondida una hoja de papel escrita a mano por el propio Elston Gunn. El trazo de su lápiz fijó las líneas que conformaban los versos de su canción perdida. Exacto, ese malnacido gafotas me robó la letra del tema, ¿me entiende, usted? ¡Me sustrajo el borrador con la letra de la canción!

->En unas semanas la séptima entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.