miércoles, 15 de enero de 2014

Una de fantasmas


Hace ya tiempo que esto no me sucede pero otrora me ocurría cada noche y él o mejor dicho su fantasma, cuando ya era una hora muy tardía y yo me encontraba dando cuenta de los penúltimos bocados de mi frugal cena mientras por televisión pasaban alguna película que observaba con escaso interés o tal vez, en vez de eso, cuando yo me hallaba leyendo o trabajando en algún artículo para el periódico a la par que terminaba de comer, él o de forma más puntillosamente correcta su fantasma se corporeizaba en mitad del salón y empezaba su espectáculo o show diario, una función consistente en deambular de un sitio a otro de la estancia, en plantarse delante del televisor impidiéndome la visión nítida, en hablar a viva voz y contarme cosas que yo no quería saber o conocer, en sentarse en el sillón enfrente de mí al otro lado de la mesa y, bajo la tenue luz amarillenta que la lámpara proyectaba y que le dotaba de brillo y de determinada transparencia opaca, contemplarme con ojos espectrales, mirarme con aire admonitorio a la espera de una reacción por mi parte, de una señal que le indicase que había percibido su llegada, que estaba dispuesto a soportarle una velada más.

En definitiva, aquel ente se dedicaba a molestarme con puntual frecuencia diaria al tiempo que yo trataba de disimular, que procuraba fingir que mis pupilas no habían detectado su etérea e irreal silueta, que mi oído resultaba inmune a su queja y discurso roncos, pero siempre me descubría en un parpadeo involuntario o en una atención infinitesimal a esa zona de la habitación en la que no debía haber nadie, mas estaba él. Y una vez atrapado, una vez consciente de mi sapiencia, me ponía la cabeza como un bombo, ya no callaba en horas, ya no regresaba adonde fuera que perteneciese hasta que los primeros rayos de sol de la mañana despuntaban iridiscentes en las lejanas tierras del Este. Las siguientes líneas del texto, también las anteriores, recogen la historia de sus apariciones fantasmales o, un término que me parece más adecuado, narran el relato de su sorpresiva desaparición mortal.

No sé cómo empezó todo, realmente quiero decir que no lo recuerdo pero sí lo supe en su momento ya que lo viví. Supongo que una noche, a la fuerza indistinguible de su antecesora y su sucesora en el tiempo, él apareció flotando en mi salón como quien no quiere la cosa. Por absurdo que pueda sonar o leerse así tuvo que suceder. Durante las primeras veladas, hasta que me acostumbré (luego, con la repetición de los encuentros, me terminaría por exasperar y hartar) a su presencia, hasta que me aclimaté a sus desvaríos, se me antojó como un hecho verdaderamente fascinante; un espectro había tomado forma dentro de mi casa y me visitaba cada noche para departir conmigo, para revelarme lo desconocido.

Soy aficionado a la literatura, me gusta leer y fabular, y este suceso me pareció una maravillosa transgresión de lo forzosamente improbable e imposible, como si yo me hubiese transformado en protagonista de algún deslavazado y sugerente cuento, como si mi sangre de un rojo pardusco hubiese coagulado en denso puré de infinitas letras tintadas. De modo que me decidí a disfrutar de la experiencia, a abrazar lo inusitado de mi invitado, por lo que me esforzaba en tratarlo de forma afable, siempre con respeto, guardando cortesía, no sabía la época o período histórico del que procedía, tampoco sus costumbres; y sobre todo no quería escandalizarlo ni soliviantarlo con alguna impertinencia o salida de tono propia de nuestros tiempos modernos.

Mas, claro, la rutina mata la novedad y, asimismo, se añadió a este factor la verdad universal o conclusión a la que llegué con rapidez (únicamente precisé de unas noches escuchándole): el fantasma que me había tocada en suerte no era más que un cuentista y un trolero, un parlanchín de ultratumba que para descargar la soledad de su inframundo se deshacía en palabras y batallitas cada vez que se dejaba caer por mi salón; en su errabundo rastreo por el universo había gozado yo de la irónica fortuna de convertirme en su oído amigo, en su confesor, en definitiva, en alguien al que podía dar la murga y sentirse así no tan abandonado ni olvidado, no tan muerto, si se me permite la expresión. Por tanto, como ya decía o escribía más arriba, muy pronto me cansé de él y surgieron las inevitables discrepancias.

Es más, el primer roce se produjo cuando le pregunté o espeté en todo su ingrávido rostro si él no tenía familia a la que ir a molestar, parientes o incluso conocidos, o descendientes de dichos conocidos, a los que envolver con su encantamiento. Me dijo que no, que por desgracia no contaba con nadie, que así de triste era su existencia y, nada más haberse compadecido de sí mismo, recobró el hilo de lo que fuese que estuviese contando; me parece que algo relacionado con el asedio al Alcázar de Toledo en plena Guerra Civil. Ni siquiera recuerdo en qué bando me dijo que combatió.

Y resulta, ésa es otra, que sus anécdotas florecían constantemente, siendo por lo común horriblemente contradictorias. Mientras veía yo la televisión o leía alguna novela no me importunaba tanto recibir su visita y atender sus necesidades verbales, pero cuando tenía trabajo pendiente y me esperaba el ordenador para componer tal o cual artículo o crónica o reportaje… Entonces sí que resultaba insoportable su continuo revoloteo alrededor de mí, sus historias inconexas y plomizas; además, con el tiempo yo deduje que escogía las vivencias (entre comillas eso de que eran vivencias suyas) más densas y soporíferas para los momentos en los que yo precisaba de mayor concentración; estoy seguro que sólo quería fastidiarme el muy canalla. Era su venganza por aquellas noches que yo me pasaba fuera de casa visitando a la familia o tomando algo con los amigos o, a veces, en citas con alguna que otra chica, ligues que jamás fraguaban del todo sino que solían acabar en descalabros monumentales. Durante esos ratos él no tenía nadie con quien dialogar, lo que le hacía encolerizarse.

No sólo hablaba por los codos, como si se hubiese pasado la vida en forzoso silencio y únicamente convertido en espectro se le hubiese permitido hablar y cotorrear, sino que encima sus inmateriales labios no soltaban ni una verdad, ya lo he insinuado en el párrafo anterior. Al principio valoré como ciertas dichas vivencias, pero poco a poco mis sospechas iniciaron su andadura y finalizaron confirmándose y de este modo se lo dije a él que, en vez de cortarse lo más mínimo y rebajar la grandeza de sus discursos, optó por mentir más y más, muchísimo más. De esta forma una noche me expresaba cómo había sido uno de los pocos afortunados que escaparon con vida al hundimiento del Titanic en las gélidas aguas del Océano Atlántico y la siguiente velada me explicaba con pelos y señales su larga biografía como atracador de trenes y bancos en el Lejano Oeste. También me hablaba de sus viajes a Oriente con Marco Polo o versaba su historia en los espectáculos gore (¡cómo podía emplear un término tan cinéfilo y actual si, según él, había vivido hacía tantísimo tiempo atrás!) de los que fueron ejecutados en la guillotina durante la Revolución Francesa.

Por si todo lo anterior pudiera verse como insuficiente, sus dislates no se reducían a lo estrictamente real o histórico; nada de eso. Con demasiada frecuencia le descubría narrándome hechos extraídos de un film o de un libro. Estas ficciones de papel eran sus preferidas a la hora de robar pasajes y hacerlos pasar por suyos. Sé de buena tinta que cogía los libros de mi propia biblioteca personal. Más de una vez le cacé de madrugada husmeando entre las baldas más altas de la estantería. Y él actuaba como si nada tuviese que ver con todo aquello y, muy dignamente, sin darse por aludido, me refería las anécdotas que vivió remontando un serpenteante río del África negra (‘El corazón de las tinieblas’, Joseph Conrad) o me explicaba de forma pormenorizada cómo durante una época de su vida mortal fue cocinero en un aserradero canadiense (‘La última noche en Twisted River’, John Irving) o me detallaba la travesía a lomos de un flamante Ford Impala que realizó en la década de los setenta del pasado siglo por el mejicano y norteño desierto de Sonora en pos de la poetisa desaparecida Cesárea Tinajero (‘Los detectives salvajes’, Roberto Bolaño). Y estos son simplemente algunos ejemplos de los pasajes literarios que se atribuía como propios el grandísimo embustero, el farsante. Podría citar cientos más.

Cuando hubo devorado mi colección de volúmenes optó por un comportamiento que ya me hizo clamar al cielo desesperado. Sí, por improbable que pueda parecer, comenzó a presentarse ante mí variando sus rasgos físicos y la indumentaria. Si le conocí la primera vez como un fallecido que en vida debió de haber sido alto y delgado y bastante barbado, la melena alborotada; en esos instantes esta imagen empezó variar y unas noches era gordo e iba togado como un romano, y durante otras veladas lucía calva y el uniforme y el porte de conquistador español de las Américas, y muchos otros. Y cada atuendo traía consigo la correspondiente historia que él me quería referir.

Nunca llegué a saber su verdadero nombre ni sus apellidos, ahora me arrepiento porque preveo que tendré que vivir los años que me quedan sin descifrar jamás cuál era su auténtica identidad, tampoco las vivencias que el azar o el destino le depararon durante el tiempo que le tocó habitar la esfera de los no muertos. Señalaba yo que no llegaré a saber realmente quién era aquel espectro ya que la pelea final entre ambos acabó por producirse. Fue algo inevitable. Él se plantó en mi casa como solía hacer, ahí no residió la diferencia que me sobrepasó. Sin embargo, en esta ocasión vino acompañado de lo que él llamó un amigo. Le conocí hace unas semanas en una taberna y es un colega cojonudo me dijo. Nos hemos vuelto uña y carne, me dijo también y añadió quería presentártelo, te va a caer de puta madre, incluso he pensado que puede unirse a nuestras tertulias noctámbulas. Y aquella fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia. Miré a su supuesto amigo o colega y no puedo describir de él gran cosa salvo que era informe. Ciertamente poseía forma, pero ésta no era humana. Se trataba de una serie de orbes luminosos que, unos sobre otros, construían un grimoso cuerpo que tal vez, con mucha imaginación, como cuando uno desgrana un cuadro perteneciente al cubismo, se consideraría relativamente antropomorfo. Dichas orbes o esferas mutaban de color cada escasos segundos y si las pequeñas que hacían de brazos y piernas resultaban feas, la oronda y globosa que ocupaba el lugar del torso y abdomen directamente me provocó arcadas. Dos ojos de cristal vacío me miraban desde su rostro, un orificio negro y redondo debía de ser la boca…

Y no mencionaré ningún detalle más de ese escalofriante ser. Sólo diré que estallé, que me prendí como una cerilla y grité a mi odiado visitante, le dije esto es el colmo, ¡pero tú qué te has creído! ¡Largo de aquí, maldito incordio! ¡Vete, joder, vete y no vuelvas! ¡Y llévate contigo a esa cosa que llamas amigo! Él me miró muy serio y circunspecto. Sentí cómo experimentaba vergüenza al ver mi desplante delante de su colega, que apartado de nosotros fingía observar los retratos al óleo de las paredes de la estancia, para así pasar más desapercibido en un momento tan incómodo. Tú eras un tío cojonudo, Fernando, mucho me has cambiado pronunció con lentitud el fantasma que se dejaba caer constantemente por mi casa. Seguidamente, los dos espectros se desvanecieron con la parsimonia en la que se producen los fundidos a negro en las cintas de cine de autor.

Aliviado, y al fin en soledad, sin interrupciones, reemprendí mi trabajo junto al ordenador. No le di mayor trascendencia a la trifulca. Barrunté que a la noche siguiente le volvería a tener en mi casa, en mi salón, como si nada hubiese acontecido entre nosotros. Los fantasmas, al menos éste no lo parecía, no son orgullosos. Además, con la necesidad de hablar y contar que sufría, le resultaría imperioso volver a visitarme. Temí que en breve me lo toparía de nuevo en mi hogar, de modo que me decidí a disfrutar del descanso que se me había concedido…

No obstante, desde esa noche, desde nuestra discusión en presencia de su inflado amigo, no he vuelto a ver al fantasma (¡todo un fantasma por sus historias!) que guardaba la costumbre de visitarme a diario y cansarme con sus relatos fabulados o robados, en cualquier caso, nunca reales ni verídicos. Desde entonces, disfruté durante meses de una racha de trabajo muy productiva y lecturas ininterrumpidas hasta la madrugada. Todo me iba de maravilla y mis veladas habían vuelto a su cauce habitual hasta que un día, que me sentía ocioso y sin ganas de hacer nada, noté cómo echaba de menos su aparición, cómo me hubiese gustado aquella noche oír sus batallitas sin sentido y saber más de él. Incluso añoré gritarle y decirle lo harto y cansado que me tenía. A lo largo de las últimas fechas he notado que esta sensación de echarle de menos ha aumentado y, a menudo, rebusco entre los libros de los estantes y los muebles del salón con la esperanza de encontrarme a mi otrora visitante leyendo tal o cual volumen. Jamás he dado con él.

Supongo que se buscaría otra morada y otra persona a la que dar la barrila, quizá dio con unos oídos más agradecidos o con alguien interesado en atender al relato de sus infinitos desvaríos. A lo mejor ahora bebe y se emborracha con su esférico colega en cualquier tasca o taberna de las que pueblan el mundo y andan difamando mi nombre. El caso es que yo ya nada sé de él y hoy me encuentro aburrido como una ostra. Hace tiempo que perdí la esperanza de recibir otra de sus visitas aunque esta noche, mientras tecleo estas largas líneas, escucho un ruido procedente de la cocina, es el murmullo que suele producir uno cuando rebusca en el frigorífico y mueve alimentos de un lado a otro. He de asomarme a comprobar que no es nada, que no hay nadie, que es mi imaginación la que crea ese sonido que con tanta precisión parezco percibir. Sólo espero que no sea mi molesto visitante, porque que eche de menos sus batallitas resulta por completo distinto a que permita que me vacíe la nevera de viandas cuando a él le plazca.  Agarro un paraguas, inútil para enfrentarse a las fuerzas espectrales pero que por alguna extraña razón me aporta aplomo y coraje, e inicio mis pasos hacia la iluminada cocina, con cada zancada un pensamiento solidifica y se vuelve más y más pétreo en mi cabeza: hay que ver la suerte que tengo yo con esto de las apariciones, se cuenta y no se cree.

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo: