miércoles, 29 de enero de 2014

Veneno (Parte I...)


Acudí a su casa aquella noche porque él me lo pidió y porque era mi amigo y porque me necesitaba, me pidió auxilio y yo corrí en su ayuda. Lamenté y aún hoy lamento su muerte, con la que nada tuve que ver o eso quiero creer (al menos, de manera directa), pero no me atrevo a asegurarlo, ya que vago a la deriva en un inmenso mar de dudas… Si tienen un poco de paciencia, les contaré mis inquietudes y más negras sospechas. No pienso omitir ningún detalle, serán ustedes los que juzguen y repartan culpas, los que decidan o, por el contrario, los que tilden estas líneas de disparate o de burda mentira. Eso dependerá de cada cual.

Conocí a Agustín Sebas hace muchos años, ambos íbamos a las mismas clases en bachillerato y pronto entablamos amistad. Le gustaba leer y bebía en demasía. Su amor por los libros y los vidrios le definía a la perfección. Por supuesto, era buena persona, un chaval atento e inofensivo, también algo extraño y huidizo, su carácter independiente le hacía no encajar con el resto de amigos. Estudió Empresariales y, con presteza, nada más haber concluido la licenciatura, encontró trabajo y un buen puesto, dicho sea de paso, con un sueldo fantástico para tratarse de alguien sin experiencia que acababa de dejar las aulas. En resumen, su vida se encauzó por derroteros distintos a los míos y con lenta constancia nos fuimos distanciando.

Me llamo Víctor Montalvo y a causa de mi profesión, soy periodista (aunque también escribo ficción; es más, he obtenido algo de éxito de un tiempo a esta parte y ahora casi podría decirse que me dedico exclusivamente a la creación literaria; tengo tres novelas publicadas y, de hecho, hoy he estado firmando ejemplares de la última de ellas en la feria del libro), empecé a viajar y pasar largas estancias en el extranjero y, digamos, que eso nos hizo despegarnos y perder el contacto. Pese a ello, siempre le tuve aprecio; yo intentaba quedar con él para tomar unas cervezas cada vez que volvía a Málaga. Con el tiempo su ansia por la bebida fue menguando; su pasión por la literatura, en cambio, se mantuvo inalterable y si acaso varió fue para aumentar todavía más.

Hace ya algún tiempo el mismo trabajo que me hizo abandonar mi hogar me ha hecho retornar. De modo que ahora vivo y escribo en la Costa del Sol y, nada más me hube instalado, eché el teléfono a mi amigo Agustín con la intención de darle la buena nueva, se me apetecía verle, ya que llevaba demasiados meses sin saber una palabra de él. Probé a llamarle durante días pero no obtuve ningún éxito. Me presenté en su casa, mas nadie me abrió la puerta ni contestó mis repetitivos y concienzudos timbrazos. No me quedó otra que desistir y postergar al bueno de Sebas al más cruel de los olvidos. Mentiría si dijese que no intenté ponerme en contacto con él a través de terceras personas, que no le busqué en su oficina y que no me esforcé, sin ningún resultado, en localizar a sus padres... Llegué a pensar que Sebas se había mudado, que había desaparecido con la maleta bajo el brazo en busca de distintos paisajes y nuevas aventuras. También calibré la opción de un enfado, la amistad conmigo clausurada por su parte de manera unilateral, sin tan siquiera hacérmelo saber. Claro que, si esto se había producido, no era capaz de recordar qué le había hecho yo, qué mal le había propiciado que justificase tan drástica decisión.

Como no hallé contestación a tanta duda, a tanta incomprensión y, sobre todo, a tanto silencio me desentendí de la cuestión y seguí con mi vida, en el fondo entristecido al suponer que quizá jamás sabría nada de mi antiguo colega. Pero me equivoqué. Justo cuando abandoné el rastreo, meses después de haber vuelto yo a Málaga y haberme asentado en mi nuevo puesto de trabajo y haberme venido a vivir con mi preciosa Julia y, asimismo, haber recobrado los lazos con muchas amistades dejadas atrás y también con algunas nuevas, entonces, y sólo entonces, Agustín Sebas me llamó y su voz me asustó profundamente, sonaba rasgada y grave, tañía débil como si procediese de un sitio muy lejano, como si el cable del teléfono por primera vez en la historia de este invento reflejase la distancia real que existe entre las dos personas que charlan con el auricular pegado a la oreja.

Sebas me llamó una noche. El teléfono ya crepitaba cuando crucé el umbral de la puerta, no sé cuánto rato habría estado llamando o si era ésta, la vez que respondí y dije hola, la primera de sus intentonas. Y no puedo saberlo porque Julia tampoco había llegado a casa. Era una de esas ocasiones en las que se quedaba hasta muy tarde, a veces hasta bien entrada la madrugada, en el despacho de abogados donde trabajaba y trabaja, eso afortunadamente no ha cambiado. El caso es que cogí la llamada de Agustín y me alegré de oírle. Le atosigué a preguntas (¿dónde has estado? ¿Por qué no has respondido a mis múltiples llamadas? ¿Tienes idea del ahínco que he puesto en localizarte? ¿Qué es de tu vida?), mas él me cortó con un ataque de tos seca, creo que fue ésta la primera vez que me preocupé por su salud, que tuve un mal presagio.

Me pidió Sebas que nos viésemos, que si no me suponía mucho problema me desplazase hasta su casa esa misma noche. Yo argüí que aquello era muy precipitado, que esperaba a Julia, que, por cierto, debía conocerla pronto, esperaba que le cayese genial porque era una mujer que me hacía muy feliz… Y no recuerdo si le conté más, aunque sí rememoro aún con nitidez el instante en el que me quedé callado, sorprendido de no escuchar ni un murmullo al otro lado de la línea. Ambos permanecimos unos segundos en completo silencio, hasta la estática de la línea pareció haber quedado repentinamente muda. Víctor, necesito tu ayuda, susurró la voz debilitada (ahora sí lo percibí con rotundidad) de mi colega, que añadió, mientras yo cavilaba todo lo que ahora pongo por escrito, hay algo que necesito que oigas, es necesario que sepas y si no vienes hoy puede que mañana sea tarde.

No diré más por teléfono, amigo, dijo Agustín zanjando el asunto. Me plegué a su petición y le pregunté a dónde tenía que dirigirme. A mi casa, vivo donde siempre; creo que no recuerdo la última vez que salí de aquí… La llamada concluyó súbitamente y yo hablé, a lo mejor grité poseído por el pánico, al auricular muerto de mi teléfono, ¿qué dices, Sebas? ¡No bromees! ¡Me estás asustando! Sabe Dios que en esos momentos no era consciente del terror que estaba tomando forma ante mis ojos, pero cómo iba a imaginar algo así, ¡cómo!

Me eché la gabardina sobre los hombros y me adentré en el tráfico nocturno que recorría la ciudad. Antes de abandonar el piso, garabateé una nota para Julia. No deseaba que volviese y mi ausencia la asustase. En escasos minutos, no transcurrieron más de quince, ya franqueaba la puerta de la casa de Agustín. Él me recibió en la entrada y casi di un salto atrás al tenerle frente a mí. Ambos éramos de la misma edad, por tanto, la última noche que le vi con vida no podía tener más de treinta años. No obstante, su esqueleto se hallaba encorvado, volcado hacia delante, y estaba flaco como una vela que se ha pasado toda la madrugada prendida, sin dejar de consumirse. Su pelo raleaba y se ayudaba de un bastón blancuzco para caminar, un apoyo de madera que agarraba con unas manos mefíticas y arrugadas, plagadas de costras y con la piel, de un vívido color purpúreo, levantada. La visión de ellas resultaba completamente repugnante. Quise darle un abrazo pero temí que todo su ser se fuera a romper en mil pedazos al menor contacto, al más ligerísimo roce. Sebas tampoco hizo nada por exteriorizar ninguna muestra de entusiasmo ante mi llegada. Únicamente sonrió un poco, una sonrisa esbozada desde el fondo del cráneo, una sonrisa que se volvía prácticamente invisible ante la fijeza de los dos globos oculares que husmeaban sobre ella… Agustín siempre tuvo los ojos claros mas, pese a que no lo crean ustedes posible, aquella noche sus iris me miraban bañados en mitad de un lago amarillo.

Un gesto realizado con el bastón me instó a caminar hacia el salón. El polvo de toda una casa abandonada se elevó en forma de nube cuando me dejé caer sobre un carcomido sillón. A dos metros de mí se sentó, con visible esfuerzo, mi amigo y me dijo hola, se te ve bien, sano. Yo tardé en asimilar sus palabras al sentirme desbordado por el caos de libros reinante en ese salón. Cómo describirlo. La luz llegaba procedente de pequeñas lámparas equipadas con bombillas de bajo consumo. Las cortinas del ventanal, gruesas y pesadas, tapaban la visión del patio y de la calle, supuse que durante el día aquello parecería una cripta, ni un rayo de sol atravesaría ese telón de pétrea tela… Y los libros, qué de libros. Arriba y abajo, a un lado y a otro, en estanterías y montañas apilados, en el suelo y hasta el techo, junto a las fantasmales lámparas y cerca de las cortinas. Libros, libros y más libros. Libros caros encuadernados en edición rústica, también de bolsillo y baratos, y libros antiguos y nuevos y descatalogados; un infinito océano de papel inabarcable delante de mis pupilas.

Cuando hube admirado aquel paraíso de bibliófilo, reparé en las palabras de Agustín y me pareció cómico que alguien en su estado pudiese tan siquiera entrar a valorar cómo de sana era mi condición física y así se lo solté y, enseguida, una fracción de segundo posterior, le pregunté por su salud, le pedí que alumbrase los meses, casi un año entero, en los que nada había sabido de él. Qué te ha ocurrido, colega, le dije ante su expresión atentamente clavada en mí, su amarillo par de ojos me inspeccionaba. Te he llamado para salvarte, Víctor, dijo por fin. Para mí ya no hay escapatoria, afirmó después, pero para ti todavía queda tiempo. Escúchame y vivirás, no cometas mis errores. Atiende, Montalvo, atiende.

Su apariencia demacrada y sus ademanes dementes, junto con el matiz siniestro y débil de su voz, me hicieron pensar en una grave enfermedad, en un veneno que le había hecho renunciar al mundo y enclaustrarse en casa a esperar rodeado de libros el arribo de la muerte; leyendo hasta el fin de sus días, fecha que se antojaba próxima. Preocupado por Agustín, con presteza elaboré un plan para sacarle de allí y llevarle a un hospital de manera urgente. Sabía que primero debía dejarle hablar y de ese modo ganarme su confianza. Tenía que ser cauto ya que me parecía una persona profundamente enajenada. Sin embargo, cuando concluyó su relato y me explicó lo que me quería explicar ya no percibí de forma tan clara todo lo que aquí y ahora plasmo sobre el papel, sino que dentro de mis sienes retumbaba su desgarrada voz y la imagen nítida y dolorosa de sus manos, plagadas de costras y la piel, de un vívido color purpúreo, levantada…

(Continuará… La segunda y última parte de este cuento verá la luz el próximo miércoles, día 5 de febrero, en el periódico ‘La voz de hoy’)

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo: