viernes, 7 de febrero de 2014

Bailando con lobos (‘El lobo de Wall Street’)


El lobo de Wall Street baila delante de un espectador atónito que, postergado su mundo exterior para luego, se encuentra repentinamente inmerso en una improvisada discoteca donde araña la música sus oídos y las imágenes se van proyectando a través de un montaje frenético, demencial. Atrapado en la magia caleidoscópica de una sala de cine atronada por las risas de los asistentes y los insultos extraídos del rollo de película, el propietario de la entrada asiste a la danza frenética e inacabable (casi tres horas de reloj) del lobo; ese animal antropomórfico que devora con ansia cada átomo de existencia que toca, que miente con maestría (¿o quizá tan sólo persuade o seduce?) y roba de forma alevosa, que carece de escrúpulos y se baña en hilarante inmoralidad, que ambiciona y se enriquece (por cierto, se enriquece muy mucho: yates, helicópteros, mansiones…), y sobre todo disfruta. Porque el lobo se lo pasa en grande, ya sea conduciendo su deportivo blanco, como el de Don Johnson en ‘Corrupción en Miami’, o esnifando cocaína sobre la retaguardia de una prostituta.

La vida del danzante lobo se nutre de pasajes irreverentes, explosivos, adictivos, surrealistas, extremos, profundamente anormales… En la discoteca con las paredes forradas del color verde dólar todos terminan por adaptar su genética a la del lobo y, por tanto, Jonah Hill se transmuta alegremente, con la maravillosa capacidad de un fantástico actor de método, en el lobo Donnie; también el redivivo y totémico Matthew McConaughey (le pido disculpas, don Matthew, me equivoqué con usted) se funde en medio de pliegues y colmillos lobunos. Y, como jefe indiscutible de la manada, surge la radiante figura de Leonardo DiCaprio, que ejemplifica y da forma al sumun del hombre lobo, ser prácticamente inmune a cualquier contrariedad (hasta a las balas de plata, se podría llegar a creer) y, por primera vez, a lo mejor se muestra como un comediante que ejecuta el despliegue de talento imprescindible para llevarse al ático el legendario premio Oscar.

El lobo se llama Jordan Belfort pero ese dato carece de relevancia o, directamente, no importa lo más mínimo. En realidad, la trascendencia se esconde detrás de una parálisis casi total, un inesperado avatar que obliga al nombrado sujeto a arrastrarse de forma lastimosa e inhumana hasta la puerta del club de campo, lugar donde le aguarda su flamante vehículo color perla para, a continuación, conducir la historia hasta la escena que supone el clímax del metraje y en la que hay amor y también odio y mucha ira aderezada con lágrimas, y se descubre también que el teléfono puede tener muchos usos o empleos, algunos tan peligrosos como la falsa esponjosidad de una enrollada loncha de jamón. Sólo el tiempo aportará la mesura y la calma necesarias para repasar y ubicar algunas de las secuencias que narran las desventuras de este lobo antropomórfico entre las joyas imprescindibles de las antologías cinematográficas más prestigiadas, las que son insumergibles en el océano del olvido.

Todo es lícito dentro del frenesí, entre ochentero y noventero, en el que el lobo baila y maldice e insulta y corrompe, corrompe a sus codiciosos compañeros de viaje. Y, de algún incomprensible modo, cercano a la alquimia, el extasiado espectador también abandona la sala de cine levemente corrompido y seducido, sale del cine incrédulo ante la irreal realidad perteneciente a una menguante élite que ha sido expuesta sin velo ante sus desplegados ojos.

El pasivo consumidor de entretenimiento desea entonces jugar un papel más activo y alejado de su cotidiana rutina y, de paso, también anhela traspasar los límites y ser él mismo un lobo, un lobo que se divierte y que se ha divertido y ha gozado y se ha reído, carcajeándose de una fantasía capturada por la cámara durante 179 minutos en los que caben muchas nominaciones y galardones; aproximadamente tres horas que son puerilmente disfrutables y que, además (y tal vez), inoculan a su vez un mensaje ardiente en los pensamientos del obnubilado espectador/propietario de la entrada de cine: la vida es una fiesta que dura lo que dura y luego se acaba y, encima, se acaba o termina mal. Por tanto, corra y ría y cante, y arriesgue y baile, baile frenéticamente con movimientos y contoneos desaforados, desinhíbase, baile con los lobos que aúllan alrededor del inextinguible fuego; afuera la noche todavía es joven. De parte del Cine que se escribe con ‘c’ mayúscula, ¡gracias, Marty!