domingo, 24 de agosto de 2014

El abrecartas (una historia típicamente norteamericana)


Jack Johnson es un niño norteamericano que juega a los piratas y fantasea con llegar a convertirse en un gran corsario. Con su sable, un abrecartas dorado regalo de su padre, roba botines imaginarios y surca mares de papel. Una tarde de lluvia el señor Johnson se va y no deja tras de sí nada más que recuerdos y el preciado abrecartas. Muchos años después le toca a Jack el turno de ser padre y por eso se casa. Lucy es preciosa. Tiene un ojo de cada color, azul y verde, y trabaja a media jornada en una tienda de mascotas. A Jack no le gustan los animales aunque recurre a ellos cuando no sabe cómo caracterizar uno de sus personajes: Tiene orejas de lobo o babea como un perro, son algunas de las expresiones que suele utilizar.

Y ahí está Jack, la espalda muy recta, el traje negro de alquiler algo apretado y, aunque ninguno de los invitados parece reparar en ello, de su fajín pende el abrecartas dorado. Es el único guiño que se permite a su existencia anterior. La boda dura lo que un suspiro y como no pueden permitirse una luna de miel el flamante esposo se vuelca en la redacción de una colección de relatos fantásticos con los que espera obtener un buen montante de dinero. Así sucede. Son publicados en prensa y gozan de éxito. Todo el mundo los lee y a Jack lo felicitan por su talento para la escritura. Desde un par de editoriales le piden más textos, le prometen sumas cuantiosísimas, pero entonces la imaginación de Jack se seca sin previo aviso y allí, dentro de su globosa cabeza, ya no queda ni rastro de las ingeniosas ideas de antaño. Muy preocupado, Jack guarda silencio y, como es incapaz de escribir, acepta un empleo de mozo de carga, adentrándose en un vórtice invisible que poco a poco lo devora.

Lucy no sabe nada de los problemas de su marido hasta que ya es demasiado tarde, hasta que Jack, convertido en un involuntario trasunto de su padre, abandona a la fuerza su hogar para cumplir condena en la prisión federal del estado. Y todo a consecuencia de una borrachera. Durante el juicio, dicen los testigos que esa noche el acusado bebía en silencio acodado en la barra, con los ojos borrosos y la expresión ausente. Además, añaden varios, jugaba con un abrecartas dorado que se cambiaba de una mano a otra. Entonces un hombre de cuarenta años, la víctima, seguramente también bebido, tiene la mala fortuna de tropezar y empujar a Jack que a continuación, sin dudarlo, poseído por el mismísimo diablo (palabras textuales dichas ante el juez), se vuelve y lo ensarta, clavando el juguete de la infancia en el pecho del desconocido, que muere al instante. Tras una deliberación de setenta y cinco segundos, el jurado de doce encuentra a Jack culpable. El abogado de la defensa no recurre la sentencia.

En su celda, el condenado no escribe. Logra hacerse con una armónica y se dedica a tocar cada madrugada hasta que le sangran los labios. Entonces, se detiene y a través de su diminuta ventana mira al cielo y espera a dormirse. Cada noche cuenta las estrellas del firmamento, pero nunca obtiene el mismo número. En la sala común de la cárcel proyectan una tarde Fuga de Alcatraz y al ver a Clint Eastwood Jack decide hacer como él y de inmediato empieza a cavar un túnel. Es una tarea cansada y monótona. Siete años después Jack Johnson concluye su mastodóntica obra. Impaciente, se fuga con sorprendente éxito a la mañana siguiente. Para sobrevivir afuera, nadie debe saber quién es en realidad. De modo que cambia su nombre. Compra una pala y en un agujero entierra un papel que dice Jack Johnson. A partir de ese momento responderá a las señas de John Jackson.

John Jackson no es escritor, sino músico, un bluesman maravilloso, un auténtico virtuoso de la armónica. Hace pruebas para entrar en diversas bandas neoyorquinas, pero en todas recibe la misma respuesta: Dominas la técnica, colega, pero eres blanco, no llevas el ritmo en las venas; lo siento. John se encuentra tan convencido de su talento que se gasta todo lo que tiene en betún negro y se embadurna el cuerpo. Esa noche se presenta en un club del East Village y pide al dueño una oportunidad. El propietario, gordo y cincuentón, con unas Ray-Ban rojas tapándole los ojos, contrata a Jackson por un mes. Cuando transcurre ese mes, lo renueva por un año.

John lleva ya nueve años actuando sobre el mismo escenario cuando asisto a uno de sus conciertos. Me parece un verdadero genio. Necesito conocerlo, de modo que me cuelo entre bambalinas en cuanto se retira arropado por una ovación de aplausos. Enseguida lo encuentro. Está sentado en un diminuto camerino, frente a una cómoda de madera, mirándose en el espejo. Para mi sorpresa, el color de su piel desaparece al más ligero roce con el algodón. Es blanco, comprendo. John da un grito al verme y saca un pequeño revólver de un cajón. En un inglés menos fluido de lo que me gustaría, le aseguro que guardaré su secreto, le imploro que me deje vivir: Tan sólo quería conocerlo, su música es celestial, balbuceo. El blanco disfrazado de negro baja el arma y me ofrece una botella de bourbon. Me hace gestos para que beba. Obedezco y enseguida se la devuelvo. Él la sostiene por el cuello y da un largo sorbo. Me la vuelve a entregar. Entre tientos transcurren las horas siguientes.

Al tiempo que nos emborrachamos, John Jackson me cuenta su historia. Cuando su relato llega al final, intento preguntarle si sabe algo de su hijo y de su mujer, si se arrepiente de su crimen, si alguna vez se despierta creyendo que sigue en la cárcel; pero no formulo ninguna de esas cuestiones porque caigo dormido, tan borracho que simplemente me desvanezco sobre un taburete. A la mañana siguiente el músico duerme apoyado en su cómoda. Al otro lado del espejo veo reflejada su blanca cara. Lo llamo por su nombre. No reacciona. Lo sacudo de un hombro. No reacciona. Tiro de él con fuerza y lo apoyo contra el respaldo de la silla. Entonces descubro que de su pecho, a la altura del corazón, asoma el mango de un abrecartas dorado. 


*Keith Dunn y su armónica, en la fotografía.