miércoles, 29 de octubre de 2014

Lluvia de mierda (micro-relato)


Arriba se ha mudado abajo. Es tu insomnio el que no me deja dormir. Desde la almohada lo vivido se convierte en soñado. Y empapado hago guardia frente a tu casa. Como manecillas de reloj, doy vueltas. Pares de ojos silenciosos espían tras las ventanas. Sal y protégeme de la crecida de las aguas. Pon del revés tu paraguas, escapemos de esta lluvia de mierda que cae del suelo.

martes, 28 de octubre de 2014

Crítica de cine: 'El juez'


El juez: Dos Roberts golpean mejor que uno

Me encanta el olor del napalm por la mañana, una vez estuve a punto de alistarme pero cambié de parecer en el último momento al descubrir que el coronel Kilgore y la mismísima Apocalype now no seguían en activo. Qué le voy a hacer. Así soy. Oigo Robert Duvall y se despierta en mí lo místico, un no-sé-cómo-llamarlo que sólo aflora con apellidos como Pacino, Hoffman o Newman. En menor medida, hay distancias insalvables, me produce un efecto similar el término Downey Jr., de nombre también Robert y protagonista, entre muchas otras cintas, de Kiss Kiss Bang Bang y Chaplin (ojo al orden de aparición que no es casual). De modo que cuando llega a mis oídos que estos dos ilustres tocayos han grabado una película juntos siento la llamada del cine y no me queda otra opción que acudir presuroso a la proyección más cercana, y es que una cosa tengo clara: si alguna vez acabo siendo un capo de la mafia (y nada resulta por completo descartable en esta vida), mi consiglieri tendrá los rasgos, la presencia, el saber hacer y hasta la persuasiva voz del eficiente Tom Hagen en El padrino de Coppola.

Pero de estas líneas se espera una crítica (medianamente sensata o cuerda) del estreno mayhemero de la semana: El Juez. A ello voy.

lunes, 20 de octubre de 2014

Noches de viernes


Mecido por la música, flota en espirales de humo gris, azul a ratos. Ante ti, la fe, tu copa y un cenicero. Cómo no reconocer esa sensación, qué nombre darle. Toco el piano, te dice. Resulta encomiable, lástima que lo hayas oído demasiadas veces. Te sobrepones y esbozas para ella esa sonrisa de viernes por la noche. Tan estimada se siente que de su boca escapan nuevas palabras como fantasmas, cristal o caricia. Sin tiempo para atraparlas, se evaporan en el aire viciado del bar. Desde lo alto de la banqueta de la que se ayuda, afanado en derramar pétalos ligeros como gotas de lluvia sobre cada mesa, el camarero también ha de verlas esfumarse entre notas y ruido. Tal vez él sí sepa ponerle un nombre a este momento, te consuelas mientras observas que entre aplausos va de conocido en conocido, felicidad hecha carne y hueso.

martes, 14 de octubre de 2014

Mama y su salón de los sueños: Dylan, en el enredo


¿Qué hubiera pasado si nos hubiésemos casado, Bob?, y los cámaras pestañean de incredulidad mientras tratan de reponer el rollo de película para no dejar nada sin filmar. La que pregunta, vestida de blanco, rasgos católicos en su rostro, es la cantautora norteamericana Joan Baez y el interpelado no es otro que Bob Dylan, el bardo de Duluth (Minnesota), el hombre que robó unos cuantos discos y huyó al Village neoyorquino, desde donde reescribió la Música. La escena en cuestión ocurre, más adecuado sería decir que ocurrió, un siete de noviembre de mitad de los setenta en un establecimiento llamado el Salón de los sueños, recogido bar de comidas (ubicado en el remoto Beckett, Massachusetts), antiguo burdel, perteneciente a una mujer gitana de ochenta años muy peculiar conocida por todo el vecindario como Mama. Pónganse cómodos, van a disfrutar con esta historia.

martes, 7 de octubre de 2014

Copas (micro-relato)


Hay noches en que bebe hasta recordarla. Con las últimas gotas de cada copa atrapa más y más su fantasma. Justo antes de quedar dormido y sumirse en sueños etílicos de los que sólo escapan palabras entrecortadas, sus ojos miran atrás por última vez y entonces inevitablemente creo que ella va a estar ahí, detrás de nosotros. Y de alguna forma así ha de ser, aunque yo no pueda verla, porque él la siente tan real, tan viva, que siempre alza un brazo y le pide que se nos una.     

viernes, 3 de octubre de 2014

La casa de Anton Faste


Se hacen extrañas amistades esperando. En aquella época el trabajo me obligaba a desplazarme cada día más de cien kilómetros y, como carecía de coche propio, cogía el autobús. El horario de los buses no solía ser más que una estimación, de modo que habitualmente pasaba largos ratos tirado en la estación. Allí me dedicaba a leer, a mirar el trasiego de los viajeros, a pensar; a no hacer nada, en realidad. En una ocasión se acercó hasta mi banco un hombre que dijo llamarse Anton Faste. Parecía extranjero, parecía mayor. Sus manos eran de hueso. Sus ojos, muy pequeños, como puntos en mitad de un texto. La falta de descanso lastraba sus hombros, caídos de forma asimétrica, más el izquierdo que el derecho. Vestía traje gris raído y, mientras me contaba la historia que aquí narro, juraría que vi los surcos de su chaqueta acrecentarse, hacerse más hondos, igual que las arrugas de su rostro. Se marchó en cuanto concluyó su relato. Y no volví a verlo hasta la pasada noche cuando soñé con él, que no con su recuerdo.