St. Vincent: cuando
Bill Murray llama a las puertas del cielo
“Nunca harás de mí un santo”, se jactaban con descaro Sus Satánicas Majestades, los Rolling Stones, en un tema de su álbum Bridges to Babylon. Bill Murray tampoco parece llamado a seguir un camino de santidad.
Su cinismo, visceralidad y ácido sentido del humor, así como su rostro
inexpresivo, esas características que lo han vuelto inigualable (véase en Youtube el discurso de aceptación del Globo de Oro en enero de 2004,
¡portentoso!), alejan al legendario actor (Ed
Wood, Lost in translation, Los Cazafantasmas y casi todo lo que ha
rodado Wes Anderson) de esas puertas
del cielo que describió Bob Dylan para
el cine de Sam Peckinpah (Pat Garrett y Billy The Kid).
Quizá por eso en su última película, St. Vincent, a Murray le sienta tan bien el papel de Vincent McKenna, un hosco, egoísta, pendenciero
y arruinado excombatiente de Vietnam
que rebosa mala baba y se jacta de su impresentable conducta. Quiere la fortuna
(en forma de torpes empleados de empresa de mudanzas) que le toque a Vincent
empezar a cuidar por las tardes (siempre
que se le pague por ello, claro) al pequeño Oliver, el hijo de su nueva vecina, una amorosa madre que trabaja
horas extra para mantener al crío y que al mismo tiempo afronta un divorcio
nada amistoso.
De esta forma Oliver sacudirá de arriba abajo la monótona
y decaída vida de Vincent, que lejos de
ser un canguro en el sentido tradicional del término se hará acompañar del niño
en sus aventuras diarias y le enseñará de todo, desde cómo defenderse de
los abusones del colegio hasta a apostar en las carreras de caballos. Para
evitar reminiscencias de Daniel el
travieso y cierto ‘buenismo’ molesto (tranquilo, no nos enfrentamos a la
bonhomía de Trash), St. Vincent se toma cada acción, cada palabra
y cada plano con muchísima ironía, recubriendo el conjunto de un barniz
humorístico realmente guasón.
Al cóctel hay que añadir la fantástica incorporación de Naomi Watts. La famosa actriz, a la que
no suelo soportar en casi ninguna de sus películas, firma aquí una actuación
maravillosa interpretando a esa embarazadísima prostituta (o como Vincent le
explica a Oliver, a esa “dama de la
noche”) rusa que el viejo canguro frecuenta asiduamente. Watts está de Oscar y no me extrañaría que se lo
diesen, como poco debe ser nominada. Las contestaciones y ocurrencias de la
rusa rayan la perfección, una memorable secundaria.
Y así avanza la historia, con diversos puntos álgidos que no desvelaré (¡fuera spoilers!) y que afectan al carácter de los personajes. Finalmente todo cristaliza cuando el profesor de religión de Oliver, un joven, paciente y muy optimista sacerdote que brida varios momentos fantásticos (geniales sus reacciones a los comentarios de los niños en clase), propone a los alumnos que realicen una presentación ante los padres en la que postulen como santo moderno a un familiar o conocido como. Entonces Oliver pensará en el variopinto Vincent y ya es cosa tuya descubrir el desenlace, tan cómico como emotivo.
No resta calidad a la cinta, que por supuesto posee su
propia individualidad, pero cualquier espectador detectará fácilmente las influencias
de clásicos modernos como Gran Torino
y Mejor Imposible. Respecto a este
último título, sólo un dios de la talla de Jack
Nicholson podría brindarnos la interpretación que lleva a cabo Murray como
insoportable vecino. Y, en cuanto al film
de Clint Eastwood, acierta St. Vincent al rescatar los matices más oscuros
y deprimidos del exitazo de taquilla que supuso aquella historia de un veterano
solitario y rodeado de inmigrantes que acaba encontrando la redención. Desde mi
punto de vista, el hecho de comparar St. Vincent con estas dos formidables
películas no hace sino dotarla de mayor calidad.
Durante una época al gran Murray la industria se lo
tomaba tan a chufla que los productores decidieron
omitir su nombre en los créditos iniciales de Tootsie. Los magnates del celuloide temían que, al leer las señas Bill
Murray, el público saliese despavorido de la sala creyendo que se trataba de
una alocada (y, ojo, maravillosa para el aquí firmante) comedia ochentera como
El club de los chalados o El pelotón chiflado. Ahora directamente
no se atreverían a tal ignominia, porque el
tío Bill se ha vuelto un reclamo en sí mismo, la antonomasia de lo ‘coolness’, con una carrera llena de
grandes interpretaciones.
Bill Murray no es ningún santo varón y jamás se
convertirá en uno. Tampoco creo que quiera serlo. Puede que encuentre cerradas las puertas del cielo. Mejor para
nosotros: seguirá por aquí mucho tiempo velando nuestro entretenimiento, haciéndonos
reír desde el otro lado de la pantalla con más películas como St. Vincent, ¡aleluya!
Entonces, ¿voy a
verla?
Si eres de los aficionados al ‘postureo’, te recomiendo
encarecidamente que vayas al cine y te hagas con tu entrada de St. Vincent porque pueden caerle varios galardones
importantes en la temporada de premios que ya casi da comienzo y entonces
querrás sobre todas las cosas haberla visto en su día para poder presumir de
ello. Si pasas de las modas
hollywoodienses (¡maldito factótum!), de igual forma insisto en que te
acerques a cualquier sala de cine de tu ciudad, ya que la cinta escrita y
dirigida Theodore Melfi supone un magnífico
entretenimiento para los venideros días de fiesta: la historia es sincera a la
par que divertida, el reparto luce a grandísimo nivel y contiene un buen puñado
de escenas para el recuerdo que, además, te harán sonreír, cuando no reír con
ganas. De modo que deja de vivir Atrapado
en el tiempo (¿de verdad pensabas que iba a olvidarme de mencionar esta
joya de lo audiovisual en la crítica?) y ve a ver St. Vincent. Quién sabe si tú también estás llamado a la santidad
sin saberlo...
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Crítica de cine publicada en la sección El crítico prejuicioso de Mayhem Revista.
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Crítica de cine publicada en la sección El crítico prejuicioso de Mayhem Revista.