miércoles, 24 de junio de 2015

'Cómplices' (relato)


Todos los días a las siete y media de la tarde me doy una ducha. Desde la pequeña, cuadrada y siempre abierta ventana de mi cuarto de baño veo la ventana, también abierta y cuadrada aunque de dimensiones algo mayores, del baño en la casa de enfrente. Una apertura ubicada a idéntica altura, apenas a una decena de metros. Al igual que yo, mi vecina siempre se ducha a las siete y media. Pero nunca sola. Se acompaña de hombres, no más de uno por tarde, jamás el mismo, a los que besa, abraza y estruja entre sus brazos mientras el agua espumosa los envuelve, y a ella el cabello se le enmaraña sobre los hombros morenos y de tacto aparentemente suave, punto más bajo al que llegan mis ojos al otro lado del marco de aluminio blanco.

A mi vecina le gusta colocar a sus acompañantes de espaldas contra la ventana para así no perder de vista el baño de enfrente. Cada tarde nos miramos largo rato y ella, toda besos, manos y deseo, mueve sus labios sin parar, pronunciando palabras de vapor que el grifo no me permite escuchar. La ducha acaba a los quince minutos, cuando ellos se separan y mi vecina cierra con una sonrisa la ventana. Una constante durante las tardes del último mes. Pero hoy es diferente. Porque su acompañante, puede que extrañado por las palabras que dibujan los labios de mi vecina y que seguramente él sí oye, se gira y me descube mirándolos; en realidad sólo la miro a ella. No ha debido de gustarle porque rápidamente la empuja y luego, de nuevo de espaldas contra la ventana, parece que la increpa mientras eleva un dedo admonitorio, amenazador. Mi vecina no protesta. Aunque ella también alza un brazo, el derecho, que en un abrir y cerrar de ojos estampa con brillo metálico sobre su amante. La sangre en la nuca no es visible hasta el quinto golpe de grifo. Sé que ha muerto antes de observar cómo desaparece, resbalando poco a poco, igual que un barco naufragado. Una vez hundido para siempre el acompañante, mi vecina se asoma al sol de la tarde con una sonrisa. Por primera vez me lanza un beso. Quiero corresponder pero ella ya no está. Y ha dejado la ventana abierta. 

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Fotograma de la película Psicosis

miércoles, 3 de junio de 2015

'Corazón tan blanco' (artículo)


Lo narra Javier Marías en Corazón tan blanco: Mateu, guarda del Prado durante veinticinco años, oscila la llama de su mechero muy cerca del borde inferior izquierdo de un Rembrandt. Ya ha chamuscado parte del marco cuando Ranz, trabajador de la pinacoteca y padre del protagonista de la novela, aparece. Ranz no sabe cómo detener a Mateu. Agarra un extintor de pared mientras intenta que el vigilante entre en razón. Pero no hay forma: “Estoy harto de esta obra”, asegura Mateu. “Quizá si le propino un golpe y me hago con el mechero”, conjetura Ranz. Pero entonces, último recurso, decide apelar a su sentido del deber: “Tiene usted razón, Mateu, déjeme hacer a mí. Me voy a cargar el cuadro con el extintor este, que pesa lo suyo”. De repente, el guardia esconde el encendedor y se planta ante su superior: “Oiga, oiga, ¿qué va a hacer? Quieto ahí, no me obligue”, amenaza.

Escribe Marías en su libro que el empleado de la pinacoteca no informó de aquel episodio. Y Mateu siguió trabajando en ese museo del Prado ficticio o novelesco. “Si el guardia había sido un vigilante celoso durante veinticinco años, no tenía por qué no seguirlo siendo tras un ataque pasajero de saña”, argumenta Ranz a través del narrador.

El pasaje de Corazón tan blanco me vino a la memoria en fechas recientes cuando visité el Centre Pompidou de Málaga. Mientras recorría las amplias salas en penumbra y contemplaba con ojos muy abiertos el arte que allí se muestra, me descubrí pensando en la soledad de cualquier vigilante de museo. Obligado a custodiar cada día el bienestar de las mismas obras. Esa persona desesperada por la repetición de idénticos e inacabables paseos entre figuras y lienzos. Trabajo horrible. Inaguantable.

Además, en el caso del nuevo museo malagueño, el horror aumenta hasta límites insospechados porque el visitante se enfrenta a vídeo-intalaciones. Imágenes en movimiento. Que hablan en inglés o francés. Grabaciones proyectadas recitando su mensaje incansablemente. Tú y yo escuchamos sólo un rato pero, ¿y el personal del Pompidou? ¿Cómo soportan ese mantra extranjero? ¿Cómo no enloquecen dentro de su bucle perpetuo?

Vi a una vigilante de pie en un lateral. Alzaba sus brazos al aire, probablemente adormecidos de inactividad. Era joven. Muy guapa. Me habría inventado cualquier excusa con tal de intercambiar unas palabras con ella. Pero ya tenía esa duda rondando mi cabeza, así que me acerqué sin más. Mientras hablaba, ella me observaba con ternura infinita. Como se mira a un tonto que no entiende nada. Luego esbozó una sonrisa preciosa. Entonces dio un pequeño paso e igual que cuando se confiesan secretos me habló muy cerca del oído, tras haberse retirado el pelo, que le caía largo y moreno:

No, te explico entre tú y yo para que sepas: de lo que nos quejamos es del precio al que cobramos la hora, son una mierda estas condiciones laborales. Si pagaran bien, ya podrían poner al alcalde en uno de sus discursitos que me daría igual. Él sí que tiene arte y no estos mamotretos”.

La vigilante separó ambas manos y por un instante pareció que todo el museo quedaba al alcance de sus brazos adormecidos. Me sonrió una última vez. Pero mi corazón ya no era tan blanco.

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Artículo publicado en la sección 'Estrella fugaz' de la revista literaria Inoportunos.