miércoles, 26 de agosto de 2015

40 años de Tiburón


Necesitaremos un barco más grande y una bombona de oxígeno. Y traigan también sus rifles. Al dispararlos a la vez sonarán como estas uñas escamando cientos, miles de pizarras, puedo garantizarlo. Yo les diré, si guardan silencio, cómo atrapar un gran blanco. Acérquense, apenas queda tiempo. Primero, hará falta una jaula de metal y dentro de ella meteremos a un oceanógrafo barbudo. No olviden al cazatiburones, hacen muy bien en mirarme, claro. Quint esperará y maniobrará junto al timón. Aunque en realidad el único que importa es nuestro héroe, ¿dónde está? Porque necesitaremos un héroe, al mejor entre todos ellos, para derrotar este nuevo miedo que Steven Spielberg grabó para nosotros hace ya cuarenta años. Él estará solo ante el peligro, solo frente a un demonio de caucho y plástico, un robot escalofriante y monstruoso, tan adictivo como la alternancia hipnótica de dos notas musicales. Escuchen la tensión, la angustia, el terror. Imaginen ver o verse, acechar y acecharse, a través de sus ojos negros y muertos. Son ojos de escualo, de horrible tiburón. Es un animal asesino. Es el peor de los hombres. No hay duda, cambió las películas. Su explosión en mil pedazos fue el primer taquillazo veraniego. Ahora nos preocupa más, realmente nos paraliza, el final del turismo. Muy improbable, pero a ratos Málaga me recuerda a la isla de Amity. Por eso siempre que puedo bajo a la playa de los Baños del Carmen y desde la orilla, con mis grandes gafas de ver, que en nada han de envidiar a las del jefe de policía Martin Brody, oteo el mar azul, a veces coloreado de verde, y siempre está en calma. Y reconozco que siento miedo. Mucho. Pero jamás pierdo la esperanza de que tarde o temprano vislumbraré entre las olas una aleta dorsal oscura y estilizada como un fragmento de celuloide a la deriva. Tiburón hizo de mi vida cine. 


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Fotogramas e imágenes del rodaje de la película Tiburón

domingo, 23 de agosto de 2015

"Hoy durará siempre"



Paula y Juan, y un par de tazas de leche con azúcar. Café una mota tan sólo. Anoche regresaron tarde, después de las cuatro y media. Ya son casi las once, dice uno mientras los dos desayunan en la salita. No han dormido. Se sonríen. Y cada nueva sonrisa colorea de rosa ese amago de ojeras. Paula y Juan se hablan a los ojos. Sueñan con alquilar un coche, quieren ir a Granada. Pero tras el último sorbo lo que harán esta mañana de domingo será ducharse y coger el metro. Bajarán con la línea 1 hasta Atocha. Desde allí remontarán la cuesta de Moyano y se detendrán en todas las casetas. Apuesto a que mirarán los libros de oferta al tiempo que se recomiendan lecturas y regatean con varios tenderos. Para Paula, y Juan coincidirá, agosto no lo es tanto bajo los árboles del Retiro. Por eso pasearán por los caminos alrededor del lago y sus barcas. Mira qué han dibujado en la boya, comentará Juan y a Paula le hace gracia. También visitarán el Palacio de Cristal, donde dentro encontrarán instalada una jaima gigantesca, llena de música y murmullo de conversaciones. Luego me gustaría que rodearan la Fuente del Ángel Caído, justo antes de ir a sentarse en un banco de ubicación imprecisa. A la sombra compartirán viajes y anécdotas. Como esa ocasión en la que Paula estuvo a punto de participar en un concurso de televisión y sólo el azar pudo impedirlo, ya había pasado las pruebas. O aquella otra en que Juan, tan propenso a lo absurdo, casi se vio envuelto en un asunto de capa y espada. Y qué pronto se les hará tarde. Pero a Paula y Juan no les gusta tener prisa. Querrán no tener reloj. De modo que seguirán contándose y en un momento dado supongo que echarán a andar hasta perderse por el barrio de las Letras. Quizá coman en un bar de la calle Huertas. Mejor tal vez en uno próximo a la plaza de Santa Ana. Y después, a la hora del café, seguro que con mucha leche y azúcar, apenas una motita de café únicamente, se mirarán y sonreirán. Y de hecho no dejarán de sonreírse ni de mirarse. Porque el tiempo se habrá detenido o sencillamente ha dejado de existir entre los dos. Y de nuevo es por la mañana. Paula y Juan desayunando en la salita. Observo sus tazas y ojeras de no haber dormido. Con todo el domingo por delante para soñarse. 

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Lienzo: El Retiro, Joaquín Sorolla

viernes, 21 de agosto de 2015

Hacerse mayor


Ni Uri ni yo somos tan rápidos como solíamos. A mí me frena una rodilla, la derecha. A él le flaquea la columna a la altura de los cuartos traseros. Y para Uri resulta mucho peor. Porque ya no festeja sus noches corriendo de aquí allá. Recuerdo cómo a horas intempestivas trotaba siempre por casa con su pelota favorita y esa gran lengua de sofoco asomándole a un lado de la boca. A Uri tampoco le queda ímpetu de ladrar conversaciones (y algún que otro insulto) con los demás canes del vecindario, que ahora hablan solos toda la madrugada. Nuestro perro ya ni siquiera se nos une a la mesa si cenamos muy tarde. Se ha vuelto menos glotón. Y casi siempre se acuesta el primero. De repente observamos que se levanta del sofá y marcha despacito, como un pequeño sonámbulo, hasta su rincón, donde coge la forma de un peludo ovillo de sueño. Cuando llego a casa en una de esas noches que ni mi rodilla consigue frenarme a salir, lo encuentro adormilado y el pobre no puede levantar los párpados ni los huesos. Una leve agitación en su cola es la única muestra de reconocimiento, de alegría. En esos momentos me asalta un miedo azul que no consigo borrar pese a que pestañeo una y mil veces. Queriendo ahuyentar el susto me tumbo a su lado. Uri no hace ningún ruido. Quizá cree que no soy más que un sueño que le acaricia una pata, que le rasca el lomo, ya de color muy gris, mientras le cuenta que mañana saldrán a la calle bien temprano para oler cada esquina y luego, Uri, escúchame, comeremos a medias un poco de jamón, de queso, incluso algo de pan, manzana y hasta tortilla... Finalmente la duermevela también acaba por vencerme. Entonces, tan dormidos como indefensos, cae sobre nosotros el tiempo. Y al vernos yo creo que se apiada y nos hace viejos y mayores, sí, pero a los dos juntos. 

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Fotografía: Uri posando en la terraza.

jueves, 13 de agosto de 2015

Ayeres


Algunas mañanas me despierto aprensivo y creo que esa muela quejosa me va a estallar, luego temo que mis ojos y orejas también puedan explotar, y al final acabo preguntándome si no será que hasta mi corazón late a un paso de saltar por los aires. Son días largos y azules en los que me duele el hígado, la rodilla derecha, ambos pulmones, una muñeca, la izquierda, los dos tobillos, el lugar donde yo creo está el páncreas y un testículo (no diré cuál). Por eso tomo pastillas amarillas. Muchas. Alivian mi malestar. Además, bebo piezas de fruta, una tras otra, y como litros de agua, uno tras otro, o es al revés; sólo de pensarlo mis nervios se crispan. Cuando cae la noche siempre bajo al bar de la esquina. Allí estallo con tres cervezas y entonces hablo con todos, tonteo con todas. Ya no pienso que mañana pueda dolerme nada. Soy mi mejor ayer. 

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Fotografía: Keith Richards

martes, 11 de agosto de 2015

Cardíaco ('rojo')


De un tiempo a esta parte me viene doliendo el corazón. Me ocurre estando con ella: esas tardes que paseamos junto a la playa o mientras compartimos una cerveza, sentados en cualquier bar del centro; también cuando nos acostamos. Siempre es el mismo dolor de punzadas arrítmicas. Tantas y tan fuertes que el otro día desperté en el hospital. Ella esperaba junto a mi cama. La vi despeinada, el gesto muy preocupado y llena de miedo, y sus ojos, así como sus labios, grandes y temblorosos, latían, me miraban. Y yo quise decirle guapa y gracias, y que no se asustara, pero un enfermero sin rostro la apartó. Sus gritos eran de color rojo. 

lunes, 10 de agosto de 2015

Ladrón de ida y vuelta


Llueve en agosto. Se mojan nuestras cabezas mientras en un callejón junto al mar alguien me atraca. Sólo tengo mi cartera. Se la ofrezco. Vacía, es su protesta. Compongo un gesto de disculpa, los hombros se me caen hasta el suelo, simétricos, la cara tan amarilla como papel viejo y las manos, mis manos cuelgan sin temblor, son de muerto. Tú estás mal, quiero que me pregunte pero el asaltante no duda. A media voz me oigo reconocer que un poco. Pues vete ya, anda, y me devuelve la cartera. En su interior hay un billete. 

viernes, 7 de agosto de 2015

Marrón


Marrón tiene un revólver y un gran problema en cada mano. El contable se niega a abrir la caja fuerte mientras afuera el sheriff no deja de gritar que salga y se entregue. Ya oye a sus muchachos rodear el banco con pasos fantasmales, un leve crujir de baldas amarillas. Marrón piensa en Blanca vestida de negro, los ojos llorados. No llores, mi querida, quiere decirle, te prometí que escaparíamos. Marrón dispara al contable en una pierna, la izquierda. Y cuando el contable cae entre aullidos de dolor los hombres del sheriff irrumpen en el banco. Entran por ventanas, puertas y paredes. Son tantos. Son demasiados. Marrón derriba a dos, incluso hiere a un tercero, antes de que una bala alcance su columna y otra, casi simultánea, destroce su mandíbula. La última y definitiva desangra su corazón. Marrón también se cae o cae para siempre, aunque no hace ningún ruido. No muy lejos de allí Blanca todavía sueña con un romance en Durango



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Fotograma: Paul Newman y Robert Redford, en Dos hombres y un destino 

jueves, 6 de agosto de 2015

Un sueño


Anoche soñé que nos conocíamos mucho antes, aunque ya sabíamos qué vendría después. Por eso yo intentaba que todo fuese distinto. Pero tú insistías debe suceder igual. Sólo así, prometías en mi sueño, volveremos a conocernos. 

miércoles, 5 de agosto de 2015

'Verde' (relato)


Verde tiene las mejillas y los ojos enrojecidos de risa y cloro. No deberías abrirlos mientras buceas, le digo siempre. Pero ella sonríe y no hace ningún caso. Luego me promete, a sabiendas de que será mentira, tan sólo unos largos más, a ver si ahora puedo, papá. Y yo no puedo evitar reírme. Entonces Verde me mira un poco extrañada, sin llegar a comprender. Luego desiste o se le olvida y se sumerge otra vez para un nuevo intento, y observo cómo se aleja muy despacito, moviendo sus pequeños brazos morenos y dando patadas cortas y algo torpes contra el agua. Noches atrás, después de cenar, mientras contábamos estrellas, me contó entre susurros que su esperanza es cruzar este verano la piscina, ida y vuelta recalcaba con voz solemne, sin sacar la cabeza para coger aire. Mi esperanza es Verde. 

domingo, 2 de agosto de 2015

Noctámbulos


Una maldición. Un cruel encantamiento. Ocurre cada noche a las cuatro de la mañana. Despierto y ella está a los pies de la cama mirándome, toda vestida de blanco, fantasmal. Dice mi nombre muy bajito, igual que un susurro, y me pregunta si sigue siendo guapa, si la echo de menos. Y yo contesto con la voz ahogada de sueño que siempre será guapísima, pero ha pasado mucho tiempo. Y con unos ojos que parecen besos amarillos ella me observa durante largo rato sin comprender. Luego gira sobre sus talones y se marcha del cuarto muy despacio, abatida. Entonces corro a cerrar la puerta con la promesa de un divorcio que nunca llega. 

sábado, 1 de agosto de 2015

Azul


Todas las tardes de vacaciones Juan contempla el mismo barco atracado a kilómetro o kilómetro y medio de la playa y no hay día que no piense, y así se lo dice a Azul, sentada a su lado sobre una toalla amarilla, que nadando podría llegar fácilmente hasta el buque. Y Azul, mientras se recoge y peina el pelo en una larga cola libre de enredos, o al tiempo que levanta la mirada de esa revista que acaba de comprar de camino a la playa, o simplemente mientras está haciendo nada salvo ser Azul y tumbarse quejosa bajo el sol, siempre le responde con desgana que eso para qué, Juanillo, pues vaya estupideces se te ocurren, y qué harás cuando llegues junto al barco, ¿pegar un grito? ¡Eh, ustedes, los de a bordo, dejadme subir! Y al final les pedirías que por favor te trajesen de vuelta, si te conoceré yo, Juanillo. Entonces Azul se interrumpe para reírse de su propia ocurrencia. Pero Juan no la escucha. Ni siquiera lo finge. Por eso no oye cómo Azul le recuerda que su rodilla, la derecha, está fatal y ya no aguanta ni un kilómetro andando, mucho menos en el agua, Juanillo. Y de nuevo ella ríe o se ríe, aunque esta vez algo más bajito. Mientras, Juan sigue observando el barco y, tras cada pestañeo, siente que ese gigantesco buque blanco y azul, cargado de contenedores, cientos de ellos, de tantos colores, va dejando de parecerse a un barco. Sobre el mar, que es plomo líquido, la embarcación flota y brilla como una casa o un ascenso, o como la propia Azul brillaba hace mucho tiempo, vestida de novia y tan sonriente. Qué guapa, qué recuerdos. Y por un momento parece que hoy se ha convertido en ese lejano día, así lo siente Juan, pero en realidad es la última tarde de julio y Azul y él volverán mañana a la ciudad. Mejor no pensarlo, piensa Juan, que se levanta igual que un resorte. Antes de llegar al rompiente de las olas su rodilla ya duele. Y es que no puede ser bueno caminar sobre esas pequeñas y puntiagudas piedras del demonio. Pero Juan no se amilana, sino que salta. Se zambulle con brío. Y está nadando. Poco a poco acompasa su respiración con sus brazadas y patadas contra el agua. Y avanza a buen ritmo. Juan no quiere mirar atrás, pero sabe que no está cerca de la orilla. El mar tiene un tono verde azulado. Es frío, envolvente y revitalizador. Y Juan siente cómo todo su cuerpo despierta. Por fin alza la cabeza, aún dista mucho hasta ese barco que no es un barco, sino Azul. Es Azul, que le espera en cubierta. Si se concentra, Juan la escucha gritar que se dé prisa, que nade otro trechito, ya casi ha llegado. Y qué guapa, qué recuerdos. Y de nuevo Juan bracea, patalea. Sin tanto ímpetu, pero recobra el ritmo. Conforme los minutos transcurren, el ahogo y la fatiga sofocan sus músculos. El buque tampoco parece acercarse, sino todo lo contrario, es como si se alejase. O, ni uno ni lo otro, como si se mantuviera a la misma distancia y nadara a idéntica velocidad que Juan. Por primera vez, gira la cabeza. Juan tiene dudas. La playa queda lejísimos. Está a mitad de camino. Pero no tiene sentido volver. Únicamente puede proseguir, esforzarse hasta Azul. Juan lo conseguirá. Lleva todas las vacaciones imaginando este momento, anticipando su victoria. Y Juan no cree que sea un mareo eso que siente. Aunque no ve bien. Y hasta el cielo parece nublado, borroso, líquido. Y las olas le sumergen la cabeza. Está tragando agua. Mucha. El sabor es horrible. Los siguientes movimientos de Juan se ralentizan. Comprende que le cuesta razonar. Y la rodilla duele. Demasiado. De hecho, toda su pierna derecha le arde. Rabia de dolor. Juan intenta flotar, hacerse el muerto para recobrar el aliento. Aunque no se acuerda, ya no sabe cómo hacerse el muerto. Y se hunde como uno de verdad. Bajo la superficie Juan vislumbra las profundidades. Intenta calmar su respiración. Imposible. Le vienen a la mente palabras como denso, miedo y negro. Aunque ahí abajo, entre la nada, algo brilla. Qué luz. Juan la ve incluso desde detrás de los párpados. Bucea hasta ella. Es Azul. Es Azul vestida de novia. Que extiende los brazos. Que lo invita a que se acerque. Su traje es de un blanco cegador. Juan abre la boca impresionado. Entonces todo el mar azul entra por su garganta, desciende por el esófago, y anega sus pulmones. Pero qué guapa, cuántos recuerdos. Y Juan sonríe mientras se sumerge en otro mundo. 

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