martes, 28 de junio de 2016

Ventanas de Madrid

Mi cocina da a la de Sara. Apenas metro y medio de patio interior, quizás incluso algo menos, me separan de su ventana siempre abierta. En verano e invierno. Sara vive enmarcada. A diario veo cómo prepara lo que luego comerá. Tiene un olor ya sabroso. De postre, una manzana. También un cigarrillo. Enseguida, nunca falla, se enciende otro. La mano libre agarra bolígrafo y papel. Y durante horas escribe. Porque Sara es escritora. Crea sus historias frente a mi ventana. Me las lee. Mientras lo hace, imagino su voz, en realidad su eco, narrando todo el patio. Planta por planta, hasta el cielo de Madrid. En esta ciudad cuentan demasiado demasiados. Pero nadie con tanta tinta en los ojos, tan coloreadas las pupilas, como Sara. Que a veces, después de la última frase, me pregunta: ¿Te gusta cómo acaba? Yo reconozco que prefiero los comienzos. Hace muchos meses, recién llegada al bloque, vestida de amarillo cliché, Sara me pidió un poco de sal. Llené una taza. Alargamos las manos. La suya era de tacto dulce. Como su boca. Esa que hoy, dictando punto y aparte, me ha pedido un beso. Para el que ahora alargo el cuerpo. Cuelgo de mi ventana. Un equilibrista fuera de quicio. Pero qué cerca. Ya casi llego. Sara se sonríe. Y también se estira. Nos tambaleamos bajo el cielo de Madrid. Si caemos, será hacia arriba. 

sábado, 25 de junio de 2016

Míster Inox (el hombre fortificado)

Me ordenaron reordenar los electrodomésticos más grandes. Esos congeladores tan inmensos y níveos como sepulcros. Los frigoríficos americanos de doble y colosal puerta. También había lavadoras para mover, secadoras y hasta su pesado híbrido: las lavadoras-secadoras. Además de un convoy de lavavajillas y hornos. Mudar aquel mar de metal era mi cometido. Tras dos horas y un esguince de muñeca, los aparatos quedaron colocados de tal forma que recordaban a una casa. A un fuerte del Lejano Oeste, pensé yo. Así que presuroso me atrincheré dentro. Las primeras noches provoqué mucho revuelo. Los vigilantes, ya hartos, me insultaban como niños viejos y frustrados. Introducían torpemente sus brazos para arrastrarme fuera. Los compañeros, mientras tanto, se lamentaban. Mi jefe mediaba: Fernando, sal. Venga, hombre. Deja la broma. Muy buena. Aunque mejor para. Pero no cedí. Estaba muy cómodo recostado en el congelador. Tan fresco pese al calor de junio en Madrid. Y si me daba hambre, reptaba hacia la nevera. O hasta la secadora, mi improvisada despensa. Vivía igual que quería. Y así quería vivir. Leyendo de madrugada. Espiando por las tardes a los clientes desde mirillas estratégicamente dispuestas. Uno de ellos, no sé por qué, me pidió una foto. Me acuerdo que era bajito, casi calvo y usaba gafas de ver. Accedí al instante. Luego vinieron muchos más. Llegó a oídos de la prensa. Salir por televisión atrajo a centenares, incluso a miles. Demasiados. Sin pretenderlo, el centro comercial y yo mismo nos convertimos en atracción. Ahora media ciudad se acerca cada día a verme. El hombre fortificado. Electrocasa. Míster Inox (como aquel antiguo pueblo de Almería). Esas cosas y otras peores me llaman. Tal revuelo hay liado que anoche, tras el cierre, vino a verme el director. Me dio la enhorabuena. Me dio las gracias. Treinta y tres veces dijo gracias. También dijo estás fijo. Porque mira tu nuevo contrato. Y tu flamante sueldo. No me he equivocado con los ceros, descuida. Nos haremos ricos. Por fin podrás elegir horario. El que prefieras. Habla directamente conmigo. Llámame si necesitas electrodomésticos para tu casa, Fernando...
Y hoy, a primera hora, he tenido que huir de mi propio fuerte.

miércoles, 22 de junio de 2016

Dentro de un tambor (de lavadora)

Para escapar del cliente y su cupón descuento, me escondí en esta lavadora. No fue fácil: recuerdo mis manos hacia delante, con esfuerzo metí ambos brazos, las piernas enseguida quedaron tan retorcidas y aquel dolor de cuello, qué horrible punzada en la nuca. Aunque peor está resultando salir. La pequeña puerta redonda se cerró tras de mí y hace meses que permanezco atrapado. Mis gritos, igual de presos, a diario centrifugan sin éxito el tambor hasta enmudecer. Tampoco sirven los arrepentidos cabezazos que me castigo contra el grueso cristal. Pasa mi tiempo, sin que nada ni nadie pasen. Yo intento matarlo, inflar la esperanza, soplando pompas de jabón. Cada una envuelve un pequeño miedo. Y a ratos, cuando mis dedos lo alcanzan, algo raro, también me aplico suavizante en el pelo. Oí una vez que si repites y repites, te acaba dejando un brillo genial. Y es que aquí dentro me acuerdo de demasiado. Pienso demasiado. Ahora, por ejemplo, le doy vueltas a esta lavadora. La imagino como una gran ballena blanca de metal. Vista así, yo sería Ahab. Mejor Jonás. Muy pronto libre de nuevo. En una playa. ¿De agua fría o caliente? ¿Después de un baño corto o largo? Depende del programa. En todo caso, mojado, remojado. Ya me tiendo al sol. Pronto estaré seco. Y sin manchas. Lavado por fuera. Limpio por dentro.