sábado, 10 de marzo de 2018

SANdwichera


De un tiempo a esta parte, siento haber fiado mi felicidad a la inapetente compra de una sandwichera. Desconozco la razón, pero en la duermevela que anticipa el sueño, bajo la ducha sin alma de las mañanas, o incluso por las aceras estrechas de Estrecho, mientras esquivo de todo menos llegar a la oficina en hora, a diario me veo y recreo con mi nueva y flamante sandwichera bajo el brazo, y me veo y creo mejor. No sé. No se me hace extraño después del trabajo, mientras se iluminan esas farolas más madrugadoras, perder las atardecidas tardes de entre semana frente al escaparate de los bazares de Bravo Murillo. Detrás del cristal y sus reflejos contaminados, las sandwicheras son sonrisas de metal. Las hay de diferentes medidas y colores. Me gusta especialmente una de tamaño bien grande y color amarillo. Es un modelo, lo he leído en Internet, que puede usarse también como grill. Una doble función que, y hasta yo me sorprendo de ello, se me antoja antojadiza, apetecible, irresistible. Supongo que un día como hoy, o quizás hoy mismo, acabaré volviendo a casa con ella. Imaginarlo es tan sabroso: fuera de su envoltura de cartón, enchufo la sandwichera; el sándwich (y el mío siempre lleva una loncha de queso extra) aguarda en su plato a que prenda la luz. Entonces, introduzco el sándwich. Apenas unos minutos de espera de nada. Toda una pátina dorada da ahora aroma al sándwich, que regresa a su plato. Para enseguida cruzar la pequeña sala. En mi lado del sofá, la realidad se asienta. Un placer impaciente anuncia el primer mordisco al sándwich. De un bocado de muerte, devoro la tristeza.