domingo, 27 de mayo de 2018

El Cantante (de Estrecho)


Ese soy yo. No importa cuántos aseguren que canto mal o, de verdad cuánto imbécil anda suelto, que haya alguno que otro que va por ahí proclamando que doy pena. ¡¿Yo?! Tienen envidia. Así, sin más. Porque todas las noches de jueves el café bar se llena igual que un vaso de cerveza y un dedo de espuma. Expectante, mi público aguarda. Y siempre, créeme cuando te digo que mucho del éxito reside en la anticipación, les hago esperar un poquito; lo justo para que tampoco desesperen. De modo que, pasadas las once y media, de entre bambalinas surjo con mi sombrero sobre los hombros, la camisa de lunares bien ceñida al abdomen (invisible la faja inevitable), mi par de botas de serpiente y de la suerte, y una chaqueta entallada de cualquier color menos el amarillo; soy valiente, no suicida. Si la recepción del respetable resulta tibia o contenida, ya sabes, escasos aplausos, alguna tos inquieta, entonces canto Ódiame y el café bar, como si fuese un ser hecho de infinitos seres, me ama enfervorecido. Las ocasiones, la mayoría, en que me aclaman sin haber lanzado todavía un gorgorito, busco a Rubén para que pinche El Cantante y de repente no hay marcha atrás. Estallo y estallan conmigo. Dinamitamos el barrio entero en dos, tres y a veces hasta cuatro horas seguidas de locura y voz, voz, más voz. Mi voz llenando el universo. Sin descanso ni pausas. No creo en los bises. Simplemente, me entrego hasta que se hace tan tarde que parece muy pronto. A estas alturas, se me han vuelto incontables las madrugadas apabullantes, pletóricas, veladas de leyenda. Y es que por dentro me devora el éxtasis imposible de poder ser Dylan, Raphael, Freddie y Julio en una sola vida y casi al mismo tiempo. Mi repertorio, además, jamás se agota. Solo crece, mejora, lo perfecciono. En el esforzado trabajo constante, recuérdalo, habita otra gran parte del éxito. Por eso, únicamente soy yo El Cantante de Estrecho, isla de felicidad dentro del Pequeño Caribe. Pero no busco la fama, el halago, ni tan siquiera la Grandeza. Mi música es por y para Sara, aquella que nunca viene a verme cantar; la de los ojos grandes que miro y admiro cuando nos cruzamos día tras día en Bravo Murillo, General Perón, Infanta Mercedes o el Mercado de Maravillas y ella guía mi norte cercano y lejano. Sara me desvive. Quién pudiese volver atrás, deshacer el enredo y callar lo dicho. Aunque hoy todo suena distinto. A través de una conocida, he conocido que Sara por fin vendrá esta noche a oírme cantar. Oídme, en un rato Sara vendrá a escucharme. Por supuesto, sobra el titubeo, ha de ser mi mejor función, qué digo, estamos ante LA FUNCIÓN. Cada melodía debe parecer escrita para que mi voz la acaricie. Quedan apenas instantes. Ya siento la soledad del foco. Cómo sobreviviré cuando nuestras miradas se reencuentren. Estrecho se estrecha de a poco sobre mi pecho. Se acerca la hora de El Cantante. Y ese soy yo.

miércoles, 23 de mayo de 2018

El Sueco


Nadie en el barrio sabe si vino antes el libro o la camiseta. Pero un día cualquiera, la tarde que empezó a ser conocido como El Sueco, El Sueco entra en el bar de la esquina y empieza a disertar de la obra de Philip Roth. Según cuentan, es la primera vez que El Sueco viste su, luego célebre, camiseta de la selección de fútbol sueca y en las manos ya sostiene ese inseparable ejemplar de Pastoral americana. Quizá no habría sido motivo de mayor comentario, acaso mera anécdota expuesta al olvido, de no haberse repetido este comportamiento tan peculiar en todo lugar y circunstancia a partir de la fecha. Aunque, entre los vecinos, ha dejado de resultar extraño toparse con el Sueco recitando a Roth en la sala de espera de la planta quinta del ambulatorio al final de Reina Mercedes o divisar a El Sueco explicando a Roth a su predecesor en la fila de cajas del Dealz de Bravo Murillo o, y dicen que entonces su voz tiene un matiz cadencioso, casi hipnótico, escuchar palabras de El Sueco sobre las novelas de Roth emergiendo de la boca de metro de Estrecho más próxima a Juan de Olías. El Sueco siempre. Y siempre con Roth en los labios. Muchos son los que, tal vez hartos, han acabado por preguntarle: “¿Por qué, Sueco, por qué?”. Pero El Sueco jamás responde. Sin cambiar de tema, tampoco de camiseta, El Sueco sigue con Philip Roth y su gastada camiseta de la selección de fútbol sueca. Nada ni nadie mejor para hacerse El Sueco.

(DEP, Philip Roth)

sábado, 19 de mayo de 2018

Algunas noches de insomnio


Las camas de Estrecho crujen abarrotadas de ideas despiertas: y si cambio de trabajo, de casa, dejo mi vida, viajo lejos, muy lejos, empiezo de nuevo en otro lugar, con otro nombre, como otra persona... Pero son realmente pocos los atrevidos que se atreven, vistiendo de hecho al pensamiento, a dar ese pasito de calcetín blanco necesario para escapar de las sábanas, justo antes de empacar un equipaje fugaz y hacerse a la noche que afuera espera. Desde mi ventana alargada como un bostezo, insomne les veo perderse en el laberinto de calles que dibujan Madrid. Y apenas dejan rastro tras doblar la esquina. Tan solo sueños que me gustaría soñar algunas noches de insomnio.

miércoles, 9 de mayo de 2018

Bingo


Si tuviese buena voz o al menos carisma, el jefe me daría la noche del viernes o sábado. No obstante, son las tardes de lunes a miércoles cuando canto números en un bingo de Estrecho. Pero tampoco me quejo. Mis clientes, en su mayoría mayores, casi simpáticos, a veces dejan propina después de que la fortuna les sonría. Aunque el día a día apenas cambia. Llego temprano. Me tomo una cerveza, más por vergüenza que nervios. El micro está encendido antes de que ocupe mi sitio frente a la sala. Sin mediar palabra, empiezo a recitar números y números. Toda una retahíla de cifras repetidas que solo se ve interrumpida ante la felicidad de un asistente al gritar línea o, mejor aún, bingo. Entonces, hay un leve jolgorio, pares de manos que aplauden y esa alegría contagiosa que siempre regala la suerte. Yo no me inmuto y paso al siguiente cartón. Así, canto uno tras otro. Puedo estar cuatro o cinco horas seguidas haciéndote ganar dinero sin perder la voz. Al cierre, Sara ya espera fuera. Cogidos del brazo, caminamos hasta casa mientras me va contando anécdotas de su trabajo. Hoy paramos a comprar cena. Sara pide dos porciones. Sonríe. Es línea. Bingo.

martes, 8 de mayo de 2018

VÉRTeGO


En la terraza más alta de uno de los más altos edificios de todo Madrid, el vértigo se me cae a los pies con cada nueva palabra de tus labios. Al murmullo de las cervezas, rodeados de pensamientos y nomeolvides, no sé cuánto llevamos hablando esta tarde casi atardecida. Tampoco sé bien decir qué nos decimos. Pero hay un conjuro en tu hablar cadencioso, esperanzado, irresistible. Supongo que es el momento. Pero los momentos nunca duran, si lo(s) piensas. Aunque ahora vas y sonríes. Adiós, vértigo.

domingo, 6 de mayo de 2018

La mañana de un día cualquiera


Amanece tan mal que sueña hacerlo todo bien, al menos hoy. La ducha, por tanto, larga y minuciosa. El afeitado, preciso. Con un peine, peina consuelo a los mechones de pelo más aterrados. Para desayunar, tres piezas de fruta, dos vasos de zumo recién exprimido, también una taza de té de tila, algo de pan integral con aceite y, a punto de caducar en la nevera, un yogur natural. Naturalmente, empieza a ser un poco tarde ya. Aunque en el metro, al arrullo de lo fugaz, experimenta por cada pasajero un afecto real e impreciso. Durante incontables estaciones y un par de trasbordos, vive momentos excepcionales que no/nadie recordará. La señal roja coronando el alto muro blanco anestesia esa penúltima duda. Pacientes, las puertas hidráulicas sisean bienvenidas constantes. El cuestionario impreso a doble cara se vuelve prolijo, desasosegante, de algún modo innecesario. Por fin, otro le esposa su destino a una de las muñecas. Y cruza pasillos, salas de espera, consultas. Pero nada parece (querer) terminar nunca la mañana de un día cualquiera mientras se deja ingresar.

martes, 1 de mayo de 2018

Mar de Cristal


La boca de metro se abre al sabor azulado, casi líquido, de Mar de Cristal en calma una tarde de mayo. Desordenados como caries, a izquierda o derecha de los puntiagudos escalones dentados y grises, cada ex pasajero asciende sobre el runrún eléctrico de la larga lengua mecánica, sin fin, siempre embarcada en otro nuevo viaje (salmón) río arriba. Varios peldaños más cerca del cielo, a punto ya de tocar tierra firme, tan pirata como sus vaqueros, los pendientes de aro, la bandana coral, con camisola blanco vela al viento y un ancla tatuada en ambos tobillos iguales y distintos, Mar lee tras sus anteojos un gastado mapa de Madrid, cuyas esquinas se doblan y desdoblan enredadas entre sus muchas pulseras. Hay un tesoro escondido aquí. Un dedo señala la X roja y precisa. Fuera de la boca de metro, la tarde de mayo se derrama a sorbos pequeños. Dos calles más allá, bajo la sombra de una improbable palmera, Mar queda muy quieta. Inquieta (son)ríe. Sus ojos brillan. Empieza a cavar.