Ese
soy yo. No importa cuántos aseguren que canto mal o, de verdad
cuánto imbécil anda suelto, que haya alguno que otro que va por ahí
proclamando que doy pena. ¡¿Yo?! Tienen envidia. Así, sin más.
Porque todas las noches de jueves el café bar se llena igual que un
vaso de cerveza y un dedo de espuma. Expectante, mi público aguarda.
Y siempre, créeme cuando te digo que mucho del éxito reside en la
anticipación, les hago esperar un poquito; lo justo para que tampoco
desesperen. De modo que, pasadas las once y media, de entre
bambalinas surjo con mi sombrero sobre los hombros, la camisa de
lunares bien ceñida al abdomen (invisible la faja inevitable), mi
par de botas de serpiente y de la suerte, y una chaqueta entallada de
cualquier color menos el amarillo; soy
valiente, no suicida. Si la recepción del respetable resulta tibia o
contenida, ya sabes, escasos aplausos, alguna tos inquieta, entonces
canto Ódiame y el café bar, como si fuese un ser hecho de infinitos
seres, me ama enfervorecido. Las ocasiones, la mayoría, en que me
aclaman sin haber lanzado todavía un gorgorito, busco a Rubén para que pinche El Cantante y de repente no hay marcha
atrás. Estallo y estallan conmigo. Dinamitamos el barrio entero en
dos, tres y a veces hasta cuatro horas seguidas de locura y voz, voz,
más voz. Mi voz llenando el universo. Sin descanso ni pausas. No
creo en los bises. Simplemente, me entrego hasta que se hace tan
tarde que parece muy pronto. A estas alturas, se me han vuelto
incontables las madrugadas apabullantes, pletóricas, veladas de
leyenda. Y es que por dentro me devora el éxtasis imposible de poder
ser Dylan, Raphael, Freddie y Julio en una sola vida y casi al mismo
tiempo. Mi repertorio, además, jamás se agota. Solo crece, mejora,
lo perfecciono. En el esforzado trabajo constante, recuérdalo,
habita otra gran parte del éxito. Por eso, únicamente soy yo El
Cantante de Estrecho, isla de felicidad dentro del Pequeño Caribe.
Pero no busco la fama, el halago, ni tan siquiera la Grandeza. Mi
música es por y para Sara, aquella que nunca viene a verme cantar;
la de los ojos grandes que miro y admiro cuando nos cruzamos día
tras día en Bravo Murillo, General Perón, Infanta Mercedes o el
Mercado de Maravillas y ella guía mi norte cercano y lejano. Sara me
desvive. Quién pudiese volver atrás, deshacer el enredo y callar lo
dicho. Aunque hoy todo suena distinto. A través de una conocida, he
conocido que Sara por fin vendrá esta noche a oírme cantar. Oídme,
en un rato Sara vendrá a escucharme. Por supuesto, sobra el titubeo,
ha de ser mi mejor función, qué digo, estamos ante LA FUNCIÓN.
Cada melodía debe parecer escrita para que mi voz la acaricie.
Quedan apenas instantes. Ya siento la soledad del foco. Cómo
sobreviviré cuando nuestras miradas se reencuentren. Estrecho se
estrecha de a poco sobre mi pecho. Se acerca la hora de El Cantante.
Y ese soy yo.
domingo, 27 de mayo de 2018
El Cantante (de Estrecho)
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miércoles, 23 de mayo de 2018
El Sueco
Nadie
en el barrio sabe si vino antes el libro o la camiseta. Pero un día
cualquiera, la tarde que empezó a ser conocido como El Sueco, El
Sueco entra en el bar de la esquina y empieza a disertar de la obra
de Philip Roth. Según cuentan, es la primera vez que El Sueco viste
su, luego célebre, camiseta de la selección de fútbol sueca y en
las manos ya sostiene ese inseparable ejemplar de Pastoral
americana.
Quizá no habría sido motivo de mayor comentario, acaso mera
anécdota expuesta al olvido, de no haberse repetido este
comportamiento tan peculiar en todo lugar y circunstancia a partir de
la fecha. Aunque, entre los vecinos, ha dejado de resultar extraño
toparse con el Sueco recitando a Roth en la sala de espera de la
planta quinta del ambulatorio al final de Reina Mercedes o divisar a
El Sueco explicando a Roth a su predecesor en la fila de cajas del
Dealz de Bravo Murillo o, y dicen que entonces su voz tiene un matiz
cadencioso, casi hipnótico, escuchar palabras de El Sueco sobre las
novelas de Roth emergiendo de la boca de metro de Estrecho más
próxima a Juan de Olías. El
Sueco siempre. Y siempre con Roth en los labios. Muchos son los que,
tal vez hartos, han acabado por preguntarle: “¿Por qué, Sueco,
por qué?”. Pero El Sueco jamás responde. Sin cambiar de tema,
tampoco de camiseta, El Sueco sigue con Philip Roth y su gastada
camiseta de la selección de fútbol sueca. Nada ni nadie mejor para
hacerse El Sueco.
(DEP,
Philip Roth)
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sábado, 19 de mayo de 2018
Algunas noches de insomnio
Las
camas de Estrecho crujen abarrotadas de ideas despiertas: y si cambio
de trabajo, de casa, dejo mi vida, viajo lejos, muy lejos, empiezo de
nuevo en otro lugar, con otro nombre, como otra persona... Pero son
realmente pocos los atrevidos que se atreven, vistiendo de hecho
al pensamiento, a dar ese pasito de calcetín blanco necesario para
escapar de las sábanas, justo antes de empacar un equipaje fugaz y
hacerse a la noche que afuera espera. Desde mi ventana alargada como
un bostezo, insomne les veo perderse en el laberinto de calles que
dibujan Madrid. Y apenas dejan rastro tras doblar la esquina. Tan
solo sueños que me gustaría soñar algunas noches de insomnio.
miércoles, 9 de mayo de 2018
Bingo
Si
tuviese buena voz o al menos carisma, el jefe me daría la noche del
viernes o sábado. No obstante, son las tardes de lunes a miércoles
cuando canto números en un bingo de Estrecho. Pero tampoco me quejo.
Mis clientes, en su mayoría mayores, casi simpáticos, a veces dejan
propina después de que la fortuna les sonría. Aunque el día a día
apenas cambia. Llego temprano. Me tomo una cerveza, más por
vergüenza que nervios. El micro está encendido antes de que ocupe
mi sitio frente a la sala. Sin mediar palabra, empiezo a recitar
números y números. Toda una retahíla de cifras repetidas que solo
se ve interrumpida ante la felicidad de un asistente al gritar línea
o, mejor aún, bingo. Entonces, hay un leve jolgorio, pares de manos
que aplauden y esa alegría contagiosa que siempre regala la suerte.
Yo no me inmuto y paso al siguiente cartón. Así, canto uno tras
otro. Puedo estar cuatro o cinco horas seguidas haciéndote ganar
dinero sin perder la voz. Al cierre, Sara ya espera fuera. Cogidos
del brazo, caminamos hasta casa mientras me va contando anécdotas de
su trabajo. Hoy paramos a comprar cena. Sara pide dos porciones.
Sonríe. Es línea. Bingo.
martes, 8 de mayo de 2018
VÉRTeGO
En
la terraza más alta de uno de los más altos edificios de todo
Madrid, el vértigo se me cae a los pies con cada nueva palabra de
tus labios. Al murmullo de las cervezas, rodeados de pensamientos y
nomeolvides, no sé cuánto llevamos hablando esta tarde casi
atardecida. Tampoco sé bien decir qué nos decimos. Pero hay un
conjuro en tu hablar cadencioso, esperanzado, irresistible. Supongo
que es el momento. Pero los momentos nunca duran, si lo(s) piensas.
Aunque ahora vas y sonríes. Adiós, vértigo.
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domingo, 6 de mayo de 2018
La mañana de un día cualquiera
Amanece
tan mal que sueña hacerlo todo bien, al menos hoy. La ducha, por
tanto, larga y minuciosa. El afeitado, preciso. Con un peine, peina
consuelo a los mechones de pelo más aterrados. Para desayunar, tres
piezas de fruta, dos vasos de zumo recién exprimido, también una
taza de té de tila, algo de pan integral con aceite y, a punto de
caducar en la nevera, un yogur natural. Naturalmente, empieza a ser
un poco tarde ya. Aunque en el metro, al arrullo de lo fugaz,
experimenta por cada pasajero un afecto real e impreciso. Durante
incontables estaciones y un par de trasbordos, vive momentos
excepcionales que no/nadie recordará. La señal roja coronando el
alto muro blanco anestesia esa penúltima duda. Pacientes, las
puertas hidráulicas sisean bienvenidas constantes. El cuestionario
impreso a doble cara se vuelve prolijo, desasosegante, de algún modo
innecesario. Por fin, otro le esposa su destino a una de las muñecas.
Y cruza pasillos, salas de espera, consultas. Pero nada parece (querer)
terminar nunca la mañana de un día cualquiera mientras se deja
ingresar.
martes, 1 de mayo de 2018
Mar de Cristal
La
boca de metro se abre al sabor azulado, casi líquido, de Mar de Cristal en calma una tarde de mayo. Desordenados como caries, a
izquierda o derecha de los puntiagudos escalones dentados y grises,
cada ex pasajero asciende sobre el runrún eléctrico de la larga
lengua mecánica, sin fin, siempre embarcada en otro nuevo viaje
(salmón) río arriba. Varios peldaños más cerca del cielo, a punto
ya de tocar tierra firme, tan pirata como sus vaqueros, los
pendientes de aro, la bandana coral, con camisola blanco vela al
viento y un ancla tatuada en ambos tobillos iguales y distintos, Mar
lee tras sus anteojos un gastado mapa de Madrid, cuyas esquinas se
doblan y desdoblan enredadas entre sus muchas pulseras. Hay un tesoro
escondido aquí. Un dedo señala la X roja y precisa. Fuera de la
boca de metro, la tarde de mayo se derrama a sorbos pequeños. Dos
calles más allá, bajo la sombra de una improbable palmera, Mar
queda muy quieta. Inquieta (son)ríe. Sus ojos brillan. Empieza a
cavar.
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