miércoles, 9 de mayo de 2018

Bingo


Si tuviese buena voz o al menos carisma, el jefe me daría la noche del viernes o sábado. No obstante, son las tardes de lunes a miércoles cuando canto números en un bingo de Estrecho. Pero tampoco me quejo. Mis clientes, en su mayoría mayores, casi simpáticos, a veces dejan propina después de que la fortuna les sonría. Aunque el día a día apenas cambia. Llego temprano. Me tomo una cerveza, más por vergüenza que nervios. El micro está encendido antes de que ocupe mi sitio frente a la sala. Sin mediar palabra, empiezo a recitar números y números. Toda una retahíla de cifras repetidas que solo se ve interrumpida ante la felicidad de un asistente al gritar línea o, mejor aún, bingo. Entonces, hay un leve jolgorio, pares de manos que aplauden y esa alegría contagiosa que siempre regala la suerte. Yo no me inmuto y paso al siguiente cartón. Así, canto uno tras otro. Puedo estar cuatro o cinco horas seguidas haciéndote ganar dinero sin perder la voz. Al cierre, Sara ya espera fuera. Cogidos del brazo, caminamos hasta casa mientras me va contando anécdotas de su trabajo. Hoy paramos a comprar cena. Sara pide dos porciones. Sonríe. Es línea. Bingo.