domingo, 6 de mayo de 2018

La mañana de un día cualquiera


Amanece tan mal que sueña hacerlo todo bien, al menos hoy. La ducha, por tanto, larga y minuciosa. El afeitado, preciso. Con un peine, peina consuelo a los mechones de pelo más aterrados. Para desayunar, tres piezas de fruta, dos vasos de zumo recién exprimido, también una taza de té de tila, algo de pan integral con aceite y, a punto de caducar en la nevera, un yogur natural. Naturalmente, empieza a ser un poco tarde ya. Aunque en el metro, al arrullo de lo fugaz, experimenta por cada pasajero un afecto real e impreciso. Durante incontables estaciones y un par de trasbordos, vive momentos excepcionales que no/nadie recordará. La señal roja coronando el alto muro blanco anestesia esa penúltima duda. Pacientes, las puertas hidráulicas sisean bienvenidas constantes. El cuestionario impreso a doble cara se vuelve prolijo, desasosegante, de algún modo innecesario. Por fin, otro le esposa su destino a una de las muñecas. Y cruza pasillos, salas de espera, consultas. Pero nada parece (querer) terminar nunca la mañana de un día cualquiera mientras se deja ingresar.